CASTILLO DE BARCIENCE (Toledo), por Miguel Romero Sáiz
“El León Rampante de Barciense”
La llanura se abre, amplía su horizonte entre la suavidad del gran Tajo, a los pies de un sol que hiere los cabezales de trigales y en una elevación, el León Rampante, aducido desde la Mesopotamia persa como estela de poder, se yergue rutilante y poderoso, vivo entre la piedra, sereno por pasado, fiero por el abandono al que está sometido después de siglos levantado en la gran torre del homenaje de esa fortaleza, en otro tiempo poderosa, de Barciense.
Desde sus almenas, sobre la llanura toledana, su silueta ofrece todas las características de un perfecto castillo medieval, sin que la historia le permitiera jugar un papel fundamental entre las luchas del tiempo noble. Al fondo, la villa de Torrijos está ausente de un recorrido sinuoso que hizo de los Silva portugueses su feudo, su señorío, su tierra de poder.
Sorprende esta fortaleza por lo bien conservado de su recinto y su estructura, aunque solamente queden los muros, siendo todo su interior un espacio vacío cubierto de hierbas y algún roedor bien perdido.
Pero es elegante su trazado. La familia de los Silva, procedentes de Portugal, llegaron a finales del siglo XIV a estas tierras ayudando al rey castellano Juan I quien, al casar con Beatriz, hija del monarca portugués Fernando I, se creyó con derechos a ocupar ese trono.
Pero es Alfonso Tenorio su albacea. Este elegante adelantado de Cazorla desde 1388 ocupa el solar que se alza sobre el cerrito solitario en la sierra baja de aquellos lares, mientras los freires de la Orden de Santiago lo ocupan y lo adornan.
Canteros de Burgos y talladores de Álava llegan hasta aquí empujados por el dinero que ofrece Álvaro de Luna, el Condestable castellano de Juan II de Castilla, cuando vincula su apoyo al heredero de Tenorio, ese tal Juan de Silva, que hace de este apellido Señorío por tiempo y espada.
Entre Barciense, con sus señorío y castillo, junto a las tierras alcarreñas de Cifuentes, donde afianza también su maestrazgo, Alonso de Silva el segundo conde convierte Barciense en su residencia más noble.
Reforma la estructura de su castillo a pesar de que su exterior pueda ser de escasa resistencia como escueta defensa, amparada en sus costados norte, poniente y sur por la suave escarpadura del cerro que lo sustenta.
En él levanta, fácil para acceder, un foso le delimita con esos cinco metros de anchura y donde su entrada principal abría el portón de la solera allí ejecutada.
Un puente levadizo permitía la entrada a las tropas del Señor de Silva, mientras, la torre del homenaje aireaba todo su poder y orgullo de linaje. Su planta baja, en espacio cuadrado da entrada a un patio de armas sublime, arrinconado entre los ventanales de sus dependencias cuya comunicación lo permitía un orificio singular cuadrado abierto en su techumbre por el que bajarían, posiblemente, los alimentos los allí refugiados en tiempo de disturbios y violencia nobiliaria.
En su interior, las dependencias mantenían el intimismo de sus dueños, los Silva, quienes orgullosos se sentían por ese enorme León Rampante que sirve de enseña poderosa y que se divisa desde largos kilómetros de su llanura.
Esculpido por artesanos de la piedra, navarros, altivo por su esbeltez, de pie en sintonía con la propia torre, ocupa varios metros del lienzo de esa piedra que como gran escudo heráldico le atesora. Sus casi cinco metros de altura por tres metros de anchura, tallado directamente en la misma piedra sillar de su costado oriental le da la singularidad de un castillo único en toda la Castilla amesetada. No hay otro igual.
Desde el primer conde de Cifuentes en 1430 hasta su finalización por el nieto del mismo, también llamado Juan de Silva a finales del XV, este bello castillo ha mantenido su estampa poderosa. Todo esto que bien sabe el historiador Antonio Herrera, lo escribe para su conocimiento y causa, aduciendo a la belleza, a la situación y al lejano apéndice de su pasado bien enriquecido.
Mediado el siglo XVII, un largo pleito familiar hizo que Barciense y su castillo pasaran a manos de la casa de los Duques de Pastrana, también de apellido Silva y Mendoza. En la casa noble que reunió este título, junto con los del Duque del Infantado y de Osuna, permanecería hasta el mismo siglo XIX, momento en que su propietario, el aristócrata y político don Manuel de Toledo y Salm-Salm, heredero de todos los anteriores títulos, se lo donase al pontífice romano León XIII. La Santa Sede, sin saber que hacer con estas lejanas ruinas las vendería en 1901 a un rico hacendado bilbaíno, don Manuel de Tarazona, quien a su vez, lo vendería a la familia que actualmente lo posee.
Aquí hubo luchas nobiliarias, rencillas e intrigas palaciegas, tal vez aquel Tenorio, o el condestable cañetero Álvaro de Luna, o los Silva y Mendoza, quizás los amoríos de la Princesa de Éboli, dueña de Pastrana, dilucidaron sus encuentros entre apuestas silenciadas, porque “en las historias de amor la felicidad es siempre igual, en cambio, cada desgracia tiene su fisonomía propia” y aquí, la felicidad llevó a la desgracia, manteniendo ese costumbrismo que hace eternas a las leyes.
A mi me gusta contemplar estas bellezas de la historia del pasado, me encanta reconstruir sus vidas, inventar sus recorridos, aunar leyenda con realidades confusas, porque “lo pasado ha huido, lo que esperas está ausente, pero lo que está claro es que el presente es tuyo, nuestro, de todos.”