CHARDIN, EL PINTOR DE LAS POMPAS DE JABÓN, por María Fraile Yunta
Nada. Ante una peonza que gira sobre el tablero de una mesa no podemos decir nada. Tampoco ante un volante que está a punto de ser lanzado al aire ni ante un castillo de naipes que parece estar a punto de caer. Nada podemos decir ante una voluta de humo que, procedente de una pipa incandescente, dibuja caracolas en el aire. Ni una palabra ante acciones que no han sido inventadas sino para provocar estados mentales en los que el ensimismamiento, el recogimiento y la concentración se apoderen de nuestra atención. Instantes de silencio; Instantes de soledad; instantes de plenitud. Instantes en los que la mente cae en un estado de inconsciencia y la mirada se queda absorta. Instantes que, allá en torno a la década de 1750, el pintor francés Jean Simèon Chardin dejó plasmados en toda una serie de cuadros que pudimos observar en la exposición que, comisariada por Pierre Rosenberg, fue inaugurada el pasado año en el Museo del Prado.
Mirar y enmudecer. Simplemente mirar. Mirar y sentir el aire que infla una pompa de jabón, el calor que desprende una taza de té humeante, la suavidad de una madeja de lana que rueda por el suelo… Mirar y sentir para descifrar el lenguaje de la mirada silenciosa que un niño y una dama entrecruzan, percibir el aire que envuelve a las frutas y a los enseres domésticos que pueblan una naturaleza muerta… No se puede hacer más, pues no hay nada más. No hay historia, apenas anécdota. Asuntos banales, tan banales como grandes, como trascendentes. Pintura de nada. Pintura «de pintura». Pintura que sólo un gran pintor, quizá sólo un artista, puede hacer, dejándose seducir por la belleza de las cosas sencillas, por la belleza de la vida. Mirando las cosas como si las viera por primera vez. Pintando con el corazón.
Así lo hizo Chardin… Y tocó con una varita mágica los objetos que tenía ante sí haciendo que brillasen. Y tocó con el pincel las acciones más cotidianas haciendo que se detuviesen en el tiempo, que lo suspendiesen, que se introdujeran en el ámbito de lo atemporal, que se tornasen eternas… Eternas no sólo en una superficie de tela, también en la mente de un niño jugando o aprendiendo a leer, en la mente de una dama dándole vueltas con una cucharilla a una taza de té, en la mente de todo aquel cuya atención gire, aunque sea sólo por un instante, junto a las vueltas de una peonza o a los devaneos de una nube de humo que se evapora en el aire…. En la mente de todo aquel, en definitiva, cuya mirada tenga la suerte de posarse en las naturalezas muertas y en los cuadros de género en los que a partir de la década de 1730 Chardin dejó plasmada la duración de los estados de ensimismamiento, las pausas naturales de acciones que, unas veces han comenzado, otras están a punto de hacerlo y otras lo han hecho y han sido detenidas por un instante para ser reanudadas de nuevo.
Ni un ápice de los devaneos eróticos de la pintura galante. Ni un atisbo del ambiente festivo y viciado de los cuadros de Watteau, de Boucher o de Fragonard. Ni un resquicio de ese brillante y exuberante colorido que poblaba las naturalezas y los salones de la Pintura Rococó, cuyo carácter empalagoso, cargante y decorativo, hacia la mitad de siglo hizo que surgiera un movimiento de reacción en contra de ésta. El Neoclasicismo hizo su labor dentro del mismo, pero las grandes hazañas de los héroes del pasado y la estética de Winckelman no fueron las únicas vías para ello. Chardin lo hizo de otra forma. Lo hizo convirtiendo la naturaleza muerta en el tema principal de su obra a partir de los años treinta, introduciendo en ella la figura humana a partir de 1733 y colándose en los hogares de la burguesía a partir de 1738 para dejar constancia del devenir de la vida cotidiana y de los quehaceres domésticos de mujeres y niños, como ya hicieron los autores de las obras de género holandesas del siglo anterior.
Veracidad, naturalidad, cotidianeidad y sencillez envueltas de tonos terrosos son las armas que Chardin, Carle Van Loo, Vien y Greuze emplearon al servicio de esa categoría en la que Michael Fried inscribió la pintura de mediados del siglo XVIII y que Chardin no sólo perpetuó, sino que purificó y secularizó hasta convertir en un tema “específicamente francés”: la categoría del ensimismamiento.
La niña que juega con su volante no nos mira, el niño que infla su pompa de jabón tampoco. Nadie nos mira en los cuadros de Chardin. Parece que nunca hubiéramos existido en su mente. El tiempo transcurre y seguimos sin hacerlo. No lo hacemos cuando nos posamos frente a alguno de ellos, pues cuando eso ocurre, nuestra mente sale de nuestro cuerpo para posarse sobre aquel insignificante y efímero objeto que mantiene absorta la mirada de ese niño, o sobre esos “reflejos rojos que una pirámide de fresas silvestres provoca en los flancos de un vaso medio lleno de agua cristalina”… Y es que como dijo Proust: “si todo ello nos parece bello al contemplarlo es porque a Chardin le pareció bello pintarlo, y le pareció bello pintarlo porque le parecía bello verlo”. “Y es que este florero de porcelana es la porcelana, es que esas aceitunas están realmente separadas de la vista por el agua que nadan, es que basta coger esas galletas y comerlas, abrir esa naranja y exprimirla, ese vaso de vino y beberlo, esas frutas y pelarlas, ese paté y hundir el cuchillo en él…” afirmó Diderot en el Salón de 1763… Y es que a Chardin le basta con encender un dispositivo especial en la mirada, para que una “suerte de magia” consiga que el color rojo de la pirámide de fresas logre que, sin saborearlas, podamos paladearlas, y que además seamos capaces de regocijarnos con la eterna finitud de una jugosa pompa de jabón a punto de romperse.