Entre las mieses doradas que abren senderos luminosos por doquier, el Campo de San Juan enaltece el paisaje toledano, un paisaje donde la historia cuajó tremendos aconteceres que hicieron grande su espacio.
Mancha Baja o tierra de anchuras indefinidas, donde le horizonte confunde en la misma línea sol y tierra, habitada y deshabitada, llena de brillos especiales donde caminan labriegos, pastores y hombres nobles que hicieron tierra de terratenientes en otros tiempos y se gestaron grandes hazañas de poderosos y de humildes. Tierra donde el Quijote Quijano a bien tuviera hacer andanza y donde Sancho cubriera de buena cocina sus angosturas estomacales.
Ahí está ese Campo regado por las bondades de un San Juan batallador que a bien tuviera dejar aquí espada y cruz para que su Orden, primero llamada de San Juan y luego Malta, fundiera nombre y raza. Es aquí, en las riberas que bien circundan los ríos Tajo y Guadiana, donde se alzan bellos lugares habitados, tal cual Madridejos, Urda, Tembleque, Arenas, Argamasilla, Puerto Lápice y Las labores, primando en esencia ese lugar que hoy nos trae a semblanza señera, donde ondea con enseña de poder e hidalguía el bello castillo de Consuegra, el mismo que levantaran los árabes dominadores de aquel reino taifa de Toledo.
“…Y si en mi Valencia
amada,
No me hallaréis a la vuelta
Peleando me hallarades
Con los moros de Consuegra…”
Tal vez, allí donde acampan buenos labriegos de fina estampa, sobrevive aquel lugar que hiciese huella el romano cuando habitó Consabrum, poniendo un anfiteatro para abrir fastos de honor, tiene más pasado rico que pobre y digo rico en naturaleza e historia. Romanos sabios que dieron paso a los árabes conquistadores.
Y es, en aquellos finales del siglo XI, cuando la historia nos habla de hechos de leyenda que hacen más grande Consuegra. Conquistada Toledo en 1085 por Alfonso VI y verificada la entrada de los almorávides en España a la llamada de Al-Mutamid de Sevilla, todo alcanzó situaciones de extrema dificultad, más no en vano en el año 1090 Castilla tomaría posesión de esta gran fortaleza castellana, muy notable a la sazón, pero que muy pronto, unos años después, sufriría el acoso de los temibles almorávides donde Alfonso de Castilla intentaría resistir, perdiendo la batalla y refugiándose entre sus muros firmes.
Finalmente, tras la batalla de Uclés, el castillo de Consuegra caerá en poder de los bereberes y solamente en 1147 será reconquistado por Alfonso VII cuanto toda la comarca de Calatrava caiga en sus manos.
Y aún antes en el famoso Liber Regum nos dice que “…este Mio Cid el Campiador ovo por mugier a doña Ximena, nieta del rey don Alfonso, filla del comte don Diego de Asturias, et ovo della un fillo et dos fillas, et el fillo ovo nombre Don Diego Ruyz, et mataronlo en Consuegra los moros; de las fillas, la una ovo nombre doña Cristina, la otra doña María…”
¡Qué buen lugar para morir¡, pues en estas tierras la sangre noble correría a raudales, tal cual bien dijeran Crónicas del tiempo.
Al tiempo, sería la Orden Militar de San Juan, con sus insignes caballeros sus deudores como señores a bien tener, defendiendo estas tierras durante todo el siglo XII frente a almohades, reorganizando las aldeas y tierras de pan llevar, repoblando con buenas gentes que ahora heredaron esa raza y carácter y haciendo cabeza de un Priorato poderoso.
Pero yo quisiera resaltar su bello castillo. Construido a la usanza de una fortaleza de órdenes militares cumplió con buen tino su función. Primitiva planta árabe sin huella actual, con un gran recinto externo en amplísimo albácar o patio de armas con unas amplias dimensiones que llegan a alcanzar unos doscientos metros de longitud.
En su interior, unos molinos construidos en época reciente le dan el simbolismo de su tradición, solariega y manchega, agrícola y belicosa, con esos cubos inmensos cuyo estado ruinosa, tal cual toda la fortaleza, le da ese aire de misterio que sus paredes encierran.
El largo pasadizo por donde anduvieran caballeros de la Orden, tal vez pudiéramos llamarlos juanistas del medievo, luego fue camino de aquel Hernando Alvárez de Toledo, allá por el XVI, cuando en su portada de acceso quedó bien plasmado el escudo de armas que lo dignifica.
Esas plantas circulares, auténticas y personales, desdentadas pero erguidas, tanto la del homenaje como las que definen su estampa hace de él, sinónimo de molino fortificado cuando a falta de aspas, encuentras en su Cerro de los Molinos, a estos últimos cabalgando en armonía, sino acertada por corte medieval, sí singular por emblema de futuro.
Un buen destino es este lugar para disfrutar de un turismo selecto. No solo en sus fiestas medievales, emblema regional, sino en ese Cerro Calderico con sus doce molinos de viento, recorriendo su Plaza de España o asistiendo a esas Fiestas de la Rosa del Azafrán.
Ahí, donde su castillo marca la solera de la historia, su gastronomía eleva los sabores hacia el infinito, sintiendo en el placer de transitar sus calles la somnolencia del descanso del guerrero o, tal vez, parlotear con sus habitantes, generosos y hospitalarios, haciendo de este lugar un emblema para toda Castilla La Mancha, tierra de hidalgos andarines y de sanchos atribulados, entre la tradición más honesta que riega costumbrismo, arte, naturaleza y bondad.
No dejen de visitarlo y admiren toda su estampa, es digna de ello. Yo así lo veo.
revista la Alcazaba 47
Septiembre de 2013