DE LA COCINA MEDIEVAL A LA RENACENTISTA. LA COCINA CONVENTUAL, por José Manuel Mójica Legarre, cocinero sin igual.
Durante este periodo de la historia se vivía una existencia imperturbable, si excluimos las pestes, la baja calidad de vida de las clases menos favorecidas y las carencias alimentarias de gran parte de la población, que eran comunes en toda Europa y los padecimientos heredados de los tiempos feudales en que los reyes daban tierras a los nobles a cambio de servicios, mientras que los nobles las entregaban a sus amigos… tal y como hacen hoy en día. Debemos recordar que, cuando los refinados cortesanos musulmanes entraron en España para asentarse definitivamente, trajeron con ellos la caña de azúcar, que luego se llevó a tierras americanas, la palma datilera, los limones, las naranjas, los melocotones y otros frutos hasta entonces sólo conocidos por quienes habían participado en las Cruzadas; también aportaron el conocimiento avanzado de la agricultura, incluido el uso de irrigaciones y de norias, lo que dio un fuerte impulso al cultivo de la tierra.
Habrán notado que con frecuencia se hace alusión a los conventos, a las despensas y a las tareas culinarias que en ellos se desarrollaban, entonces, ¿cómo se comía en los conventos? Desde siempre ha existido la creencia de que en las comunidades religiosas no pasaban hambre y el “comer como un cura” es sinónimo de comer abundante y bien; también se dice que para alimentarse copiosamente, hay que seguir un consejo infalible que reza: “para comer bien, desayunar con el carnicero, comer con el cura y cenar con el carretero” Muy pocos quieren pensar que, si especialmente en esas comunidades se comía bien, era por la circunstancia concreta de que en los conventos nunca dejaban de recibir dádivas, voluntarias eso sí, por parte de señores así como de los campesinos, y que disfrutaban del cobro de bastantes rentas que se embolsaban en especies o en dinero.
Si a lo expuesto se añade que en casi todas las comunidades religiosas de la época tenían huertas, viñas y que la mano de obra estaba constituida por los mismos clérigos, podemos afirmar que, aunque no nadaran muchas veces en la abundancia, tampoco andaban escasos a la hora de la pitanza. De cualquier manera, dicho a modo de información orientativa, los ingresos de la Iglesia española a mitades del siglo XVI estaban calculados en cinco millones de ducados, que era poco más o menos, la mitad de la renta total del Reino, lo que nos ilustra un poco sobre la bonanza económica de la que disfrutaban los clérigos de entonces, sin contar que, oficialmente, aún no existía el concordato iglesia-estado ni recibían subvenciones.
Caso aparte es el del monasterio cacereño de Yuste cuya monumental riqueza gastronómica, y provisiones en la despensa, destacaba con mucho entre los demás conventos de la época por una causa muy especial. Cuando el Emperador Carlos V se retiró a este monasterio después de su abdicación, a mediados del siglo XVI, el rey Felipe II de España, que era su hijo, ordena en Real Cédula que en el retiro del emperador nunca falte de nada puesto que, además del gran apetito del que hacía gala el citado Carlos V, estaba rodeado de un gran número de asistentes y amigos que le acompañaron allí hasta el día de su muerte. Aparte del de Yuste, se pueden nombrar otros monasterios como es el caso del de Nuestra Señora de Guadalupe que, por la misma época servía a diario mil quinientas raciones.
Para ilustrar un poco la manera de alimentarse en estas comunidades, la mejor manera es acudir a las cuentas de gastos de una de ellas que, como es sabido, se detallaban con mucha atención porque debían rendir cuentas. En los apuntes de gastos del convento de Guadalupe, se reflejan cantidades que, hoy, pueden parecernos escalofriantes por su exageración. En el año 1543, pongo por ejemplo, se consumieron en Guadalupe doce mil fanegas de trigo, diecinueve mil ochocientas arrobas de vino -319.374 litros de morapio-, casi siete mil cabezas de ganado, además de aves y otras fruslerías.
Debemos recordar que, si había señoríos mayores o con más rentas que otros, también sucedía de igual manera con los obispados. Por dar un dato contrastado, en Andalucía, el año citado, el obispado de Almería poseía rentas por valor de diez mil ducados, mientras que el arzobispado de Granada disfrutaba de veinticuatro mil ducados. Además de estos ingresos, hay que contar con el hecho de que en momentos puntuales del año, la vendimia o la cosecha, los frailes salían a pedir por los pueblos cercanos a sus monasterios por lo que, a veces, había muchos clérigos en misión mendicante, lo que desesperaba a los vecinos. Incluso se llegó a pedir al obispo de alguna diócesis que no dejara que frailes ajenos a la zona pidiesen limosnas. Estas limosnas, y donaciones, al no significar desembolso por parte del convento, no solían ser anotadas en las cuentas, por lo que, en general, se desconoce cuánto ingresaban por esta causa en particular, circunstancia que no ha cambiado nada llegando hasta nuestros días con el mismo secretismo.
En los conventos era normal la existencia de una persona que desempeñara el oficio de cocinero y una que ejercía las labores de despensero. El que oficiaba de cocinero debía ser siempre el mismo, debido a que era necesaria una cierta habilidad profesional para el desempeño de sus labores, aunque el de despensero podía ser puesto rotativo ya que aunaba las funciones de almacenero y administrador de las reservas.
El hecho de que los monasterios fuesen comunidades cerradas, implicaba la necesidad de tener un conjunto de útiles de cocina de diferentes capacidades y tamaños, que pudieran usarse en cualquier momento, para cualquier necesidad eventual. Así en las partidas de compra de los conventos aparecen, entre otras cosas, trébedes, cribas, cuchillas, cazuelas, calderos, ollas de diferentes tamaños, cazos, perolas, sartenes, cestos, morteros, pellejos para vino, botos para aceite, tinajas, cántaros, jarras y servicios de mesa. También junto a las partidas por la compra de estos utensilios, aparecen gastos por adquisición de leña para uso de la cocina. Al carecer de buenos métodos de conservación, se utilizan las salazones, el ahumado y el escabechado de ciertas piezas de carne o pescado, y las confituras y dulces que, en algunas órdenes religiosas femeninas se elevan a la categoría de maravillas culinarias, del mismo modo que algunas órdenes masculinas hacen con el vino, los licores o, en menor grado, la cerveza. La lista de compras en un convento a mediados del siglo XVI, tenía aproximadamente los epígrafes que a continuación se citan.
De cualquier manera, como ya se ha apuntado, en estas partidas de gastos no aparece todo aquello que se recibía como limosna por parte de los señores que agradecían alguna curación, misas y otras actuaciones de los religiosos a favor de los donantes, que llegaban a entregar en pago de los favores hasta seis ovejas o incluso una vaca. Hay que tener en cuenta, para comprender un poco su filosofía alimentaria que, según precepto religioso, ni en Cuaresma, ni en viernes, era lícito el consumo de carne, por lo que el cocinero debía adaptar sus recetas a estas necesidades. Lo que nunca faltaba en el consumo diario durante todas las semanas del año es el trigo, el vino, la carne, el pescado, las legumbres, la verdura, los huevos, el vinagre, las especias, las frutas, algunos dulces, leche, queso, tocino y, en siglos posteriores… el tabaco y el chocolate ¡Pa’ que veas! En cuanto a las bebidas, además del vino de boca y el de consagrar, que aparecen en partidas distintas, se hacía un consumo razonable de aguardiente y anís, como medicina, ya que, como dice Andrés Laguna, médico del siglo XVI, es bueno para las frialdades de estómago, restituye el apetito, corta los vómitos, resuelve “los regüeldos acedos”. También afirma que es bueno contra la gota, deshace las piedras, favorece la sudoración y provoca… sueños dulces -no podía ser de otra manera-. Algunas de las compras especiales que hacían, eran para celebrar festividades diferentes, de las que estaba plagado el santoral católico, o con motivo de la visita de algún representante de la jerarquía eclesiástica que pasaba por el convento en labores de supervisión.