EL LHARDY DE AQUELLOS DÍAS, por Almudena Mestre
Entre las tazas humeantes de aquel consomé delicioso y exquisito de Lhardy, después de cocerse a borbotones las suculentas verduras y los trozos frescos de pollo durante horas, las conversaciones suaves en un principio entre aquellos finos tertulianos, pasaron a animarse y a recordar los “viejos tiempos” en que Pérez Galdós paseaba por aquellos lugares tan famosos y participaba activamente en los encuentros literarios y filosóficos del momento.
—¡No tengo la menor intención de tomar más consomé aunque he de reconocer que es delicioso! —dijo sumamente serio Luis a su fiel amigo de la infancia con el que, los domingos solía tomar el aperitivo.por distintos lugares típicos de la gran capital..
—¡Éste si que es muy buen consomé, típicamente castizo y elaborado con los mejores productos! —dijo Manuel, admirado totalmente por el sabor tan aromático, delicioso y suculento al tiempo que miraba el servicio tan bien vestido y exquisito en el trato con la clientela que frecuentaba aquel día festivo.
—¿Te das cuenta, Luis qué valor tendrá este espejo tan enorme y grandioso? —preguntó fascinado y entusiasmado por aquel descomunal trozo de cristal que abarcaba medio mostrador en el que a los clientes les da la impresión que les miran fijamente hasta, las botellas y los licores.
Uno de los camareros perfectamente pulcros y bien avenidos con ese uniforme blanco de antaño nos relató que desde su fundación en 1839 en una casona típica del mundo de Pérez Galdós, en el número 8 de la calle Carrera de San Jerónimo siempre ha existido ese espejo, tan señorial y atrevido en el que los contertulios se peinaban con ademanes elegantes y mantenían vivas sus tertulias para pasar después, a alguno de los seis salones perfectamente decorados a discutir y conspirar los distintos temas filosóficos, políticos y literarios de la época.
— Cuenta la leyenda y, posiblemente fuera verdad – dijo nuestro cómplice y didacta del lugar al tiempo que servía unas cervezas a los clientes – que, Azorín admiraba este lugar. Para él no se podía imaginar uno Madrid en su tiempo sin “Lhardy”. Explicaba a su público la grandiosidad del espejo, con esa talla dorada, al fondo de la tienda; expresaba una gran belleza la consola con su tablero de mármol blanco. Azorín – dicen – era un gran admirador del lujo desmedido en muchas ocasiones de este local en los que han pasado personajes muy famosos y emblemáticos del mundo de la literatura, artistas o filósofos.
Según dicen y cuentan el Salón Japonés era el escenario perfecto de las conspiraciones políticas y el que guarda más secretos de la historia de España; llegó a ser el rincón preferido del general Primo de Rivera en el que se celebraban consejos de ministros y reuniones o tertulias más bien dedicadas a diferentes personalidades de la dictadura al igual que, fue el lugar idóneo donde se decidió el nombramiento de Alcalá Zamora como presidente de la República.
— Cuente, cuente… es realmente interesante la historia de este lugar tan famoso en los Madriles. Es posible que si sigue hablándonos y explicándonos los hechos tal y como sucedieron, esos fantásticos recuerdos históricos que usted sabe muy bien y rememora cada vez que habla con los clientes, mi amigo y yo nos quedemos a comer hoy aquí. Dicen que el cocido madrileño es el plato típico de ese exquisito restaurante.
— Por supuesto, señor. Es uno de los platos deliciosos y exquisitos del local. Si quieren y al final, se deciden pueden pasar al Salón Isabelino, al Salón Blanco o al Salón Japonés. En cualquiera de ellos, si es de menester señor, se lo serviremos a los señores con mucho gusto. Realmente estos salones conservan el papel pintado de la época, las chimeneas y de más, citados en todas o la gran mayoría de las obras de Pérez Galdós, en las de Azorín y en las de Gómez de la Serna.
— ¡Qué bien se conoce la conoce la historia y el mundo literario de las épocas de poderío y florecimiento de Lhardy!. Cualquiera diría, que usted, además de camarero es historiador. ¡Qué bárbaro¡
— Señor, aquí nos instruyen al llegar. No sólo es servir y cocinar los platos que agraden a los paladares más exquisitos de la gente que habitualmente viene aquí sino además nos enseñan las costumbres, las normas y la historia desde los tiempos de su fundación, es decir, desde 1839 como les he dicho a los señores antes, hasta los tiempos que corren ahora.
— Bien, yo invito – dijo Luis a su amigo de la infancia – ¡Entremos ya! – después de tomarse unos vermúts y unos aperitivos variados en la barra donde siempre charlaban.
Pero, esta vez, fue ágil y veloz, rápidamente se decidieron a comer y siguieron a su fiel servidor. Dejaron atrás la barra, el mostrador y aquel bello y señorial espejo en el que, como decía Azorín “ nos esfumamos en la eternidad, entramos y salimos del más allá” y pasaron por unos pasillos para adentrarse en el Salón Japonés, de sueño colonial y fantasía oriental.
Pidieron el plato “estrella”, el auténtico cocido madrileño Lhardy y un Rioja Lhardy. Les trajeron como aperitivo, unas croquetas deliciosas, de las cuales era un entuasiasta completo el rey Alfonso XIII y como cuenta la leyenda se escapaba siempre que podía para hacer una visita y “pegarse” un gran banquete. Él siempre curioseaba y preguntaba a sus consejeros por lo que se hablaba en Lhardy a todas horas, lo que se cocía en sus salones, en ese ambiente cortesano y señorial de cual Madrid podía alardear.
Los camareros sorprendieron con prontitud y rapidez a Luis y a Manuel, mostrándoles una gran sopera con la sopa de fideos recién hecha y en la mesa adyacente dos fuentes de plata preciosamente repletas de garbanzos que se deshacían en el paladar, gallina, tocino, morcilla, zanahoria, patata, chorizo, morcillo, punta de jamón, repollo, nabo…En fin un verdadero plato castizo madrileño en toda “regla”, uno de los platos más típicos, populares y conocidos que cualquier viajero español quiere probar. El cocido – dicen – “tiene personalidad propia” y obviamente no sólo depende de los ingredientes sino que depende fundamentalmente de la voluntad y de la maña del cocinero.
Admirados ante el delicioso olor y el exquisito sabor de la sopa recién hecha y en “su punto” a nuestros protagonistas un señor elegante y fino de la mesa más cercana a ellos les contó mientras comían que, ya en su tiempo, Alejandro Dumas y Julio Camba denostaban los garbanzos del cocido, es decir, “los gabrieles”, sin los cuales no existe tal plato, realmente son “la razón, la esencia y el cuerpo de él”.
Sin poder acabar obviamente esos manjares tan exquisitos y después de quedar saciados por completo, les trajeron un souflé sorpresa tan delicioso y agradable a los paladares y a los sentidos que, únicamente con eso no hizo falta ni café ni copa ni licor alguno. Como no, la magia y el embrujo de los diferentes salones por los que pasaron y en el que comieron, el japonés, fue instaurándose entre los dos comensales que sin quererlo y poco a poco fueron en busca del pasado y de sus hazañas en ellos. Vieron las fotos de diversos políticos, filosófos y pensadores del siglo pasado. En una vitrina y con marco de plata presidía un acto la reina Doña Sofía y al lado una carta del Rey D. Juan Carlos aceptando la invitación de los dueños para visitar el local y disfrutar de buenos momentos en este señorial restaurante y café de tertulias.
revista la alcazaba 48