EL PUENTE SOBRE EL DRINA, EN BOSNIA, por Antonio Costa Gómez
Yugoslavia estaba llena de puentes. Era un país lleno de montañas, abismos y diferencias culturales y los puentes eran muy necesarios. Muchas películas y novelas hablan de puentes que se construyen o se destruyen. Consuelo y yo visitamos algunos d esos puentes.
En Zagreb estaba el Puente Sangriento, que separaba a los clérigos de los comerciantes, ahora es una calle que lleva ese nombre. En Belgrado vimos el puente Gacela, que parece saltar ágilmente a través del río Sava. En Novi Sad cruzamos bajo la canícula el puente de la Libertad que destruyeron los aviones de la OTAN, que cruzaba el Danubio desde la parte vieja hasta el castillo de Petrovaradin. En Mostar disfrutamos la magia del puente antiguo sobre el río Neretva, al que llaman la Luna Petrificada. En Sarajevo estuvimos en el puente de los amantes, donde los francotiradores mataron a un serbio y una bosnia musulmana, el puente del Nudo, que simboliza tantos lazos que se necesitan, el puente Latino, donde un nacionalista serbio mató al heredero del imperio austrohúngaro y acabó con el mapa de Europa. En Prizren, Kosovo, tomamos cerveza al lado del famoso puente otomano, desde el cual se ve la fortaleza en lo alto, las mezquitas y las iglesias serbias que se escalonan por la montaña.
Pero el más famoso es el puente sobre el Drina, en Bosnia, sobre el cual el gran escritor Ivo Andric escribió su famosa novela . Está en Visegrad, en la república serbia de Bosnia, en el corazón de la antigua Yugoslavia. Construido por orden de un visir turco de origen bosnio, unía oriente y occidente, lo turco con lo austriaco. Allí la joven Fata se tiró al agua para escapar del fanatismo paterno que la sojuzgaba y la obligaba a casarse con un hombre al que no amaba. Al lado en el edificio donde estuvo el Hotel Lottica , buscábamos el fantasma de la tía Lotte , la judía luchadora que había llegado de Cracovia y vitalizaba a sus parientes y conocidos con su coraje.
También en Travnik, donde nació Ivo Andric, en cuyo cementerio está su figura en piedra leyendo un libro, y sobre la cual escribió “Crónicas de Travnik”, abundan los puentes sugestivos. Uno de ellos lleva a la madrasa Elci y parece una pintura china. Otro cubre el manantial Agua Azul, un curso de agua chorreante que baja de la montaña lleno de entusiasmo, y alegra los restos del café Lutva , donde los comerciantes de la novela decían que nunca acabaría el imperio turco y que los cónsules occidentales no tenían nada que ir a buscar allí. Un muchacho nos ayudó desde que bajamos del autobús. Se parecía a Salko y luego fue a preguntarnos al café Cónsul si todo iba bien. Salko en la novela es el joven turco que está enamorado de Ágata , la hija del cónsul austriaco, se asoma al muro del consulado para vigilarla afrontando peligros y se gana palizas por su intrepidez amorosa. Él podría representar esos puentes tan necesarios entre las culturas.
Pero ningún puente es tan grandioso, tan lleno de evocaciones como el puente sobre el Drina. Ahora los jóvenes se reunían junto a la puerta de piedra que da a las aguas, otros tocaban la guitarra en el sillón de piedra, y Consuelo bailaba flamenco al ritmo de sus cuerdas. Y yo evocaba con nostalgia cuantas cosas terribles e intensas pasaron allí, en la novela y en la realidad. “Todo es una transición, un puente –escribía Ivo Andric- . Y toda nuestra esperanza está al otro lado”.
LA ALCAZABA 47