GIBRALTAR, UNA NOSTALGIA, por Arturo Vinuesa Parral

Hacía muchos años que había abandonado Gibraltar, donde nací y todavía residía mi familia, para ir a estudiar a la trimilenaria ciudad de Cádiz, la antigua colonia Gadir fundada por los Tartesos, 
Cádiz
más tarde cartaginesa y posteriormente romana conocida entonces como Gades en el mayor Imperio de la época. No puedo ocultar que esta ciudad con su “salada claridad” ambiental y sus gentes, abiertas y alegres que encuentran en la “guasa de sus cantes” el bálsamo para todas sus escaseces y dolencias, cautivaron mi alma. 
Después, las distintas circunstancias de mi carrera profesional me mantuvieron alejado de esos lares tan queridos por un largo tiempo. Cuando, una vez vuelto de las ardientes tierras africanas, 
Castillo de Guzmán el Bueno
decidí visitar mi antiguo hogar de nacimiento, lo hice con mi familia y partiendo desde mi pasada residencia estudiantil. Recorriendo la estrecha franja costera el espectáculo es variopinto, de un lado poblada de fincas de toros bravos por oriente y, como contraste, jalonada de pequeñas ciudades pesqueras por occidente. La zona se extiende desde la veraniega y moderna Chiclana de la Frontera hasta la punta de Tarifa donde, desde la ciudad-fortaleza cristiana, según la historia poéticamente fabulada, Guzmán el Bueno ofreció su puñal al jefe sarraceno para que matara a su hijo, antes que acceder a entregar la asediada plaza.
Puerto del Cabrito en la Sierra de Bujeo, (Cádiz)
Una vez coronado el Puerto del Cabrito en la  Sierra del Bujeo, como ocurriría a cualquier otro viajero cada vez que hiciera ese camino, quedé inevitablemente sorprendido ante la impresionante majestuosidad del escarpado Calpe, el peñón de Gibraltar enfrentado al Yebel Musa, en las estribaciones septentrionales de la cadena africana del Atlas, y separados entre sí por una bella lengua de agua que, en días claros, exhibe y presume de un increíble azul: el Estrecho que se adorna con el mismo nombre que el peñón.
La imaginación, sin poderlo evitar, se evadía hacia un sueño prehistórico, tratando de buscar un porqué épico a ese fantástico fenómeno geológico del Estrecho de Gibraltar. En ese vano intento de encontrar una justificación heroica ante tal maravilla de la naturaleza, mi memoria se dirigió hacia lo atribuido a los héroes mitológicos griegos.

Monumento a Hércules en el puerto de Ceuta
La narración que hace la mitología de los doce trabajos encargados al semidiós Hércules y consecuentemente de las proezas llevadas a cabo por éste para alcanzar el triunfo en cada uno de ellos, describe los portentos realizados por el héroe mitológico, hijo de Zeus dios del cielo y de Alcmena, mujer mortal casada con Anfitrión. Los encantos de ésta habían seducido al dios quien, vencido por la tentación y mediante una estratagema, consiguió yacer con ella germinando su vientre, con evidente disgusto de Hera, la reina del Olimpo.
La mitología menciona que, en la penúltima de las pruebas encomendadas a Hércules para obtener su perdón, la reina exigió al héroe que le ofreciera los frutos del árbol de oro, unas manzanas de ese rico metal que la harían eternamente fértil. Para encontrar el árbol que se encontraba plantado en el jardín de las Hespérides, habría de enfrentarse a serios peligros.
Conseguido su objetivo, tras derrotar a Anteo, y para evitar ser capturado por los hijos de éste que le perseguían, convenció a Atlas, su propio hermano, para que mientras éste soportaba la bóveda del mundo, él apoyando sus manos en la gran roca de Calpe y en la cara norte del Yebel Musa, con un esfuerzo supremo pudiera separar el continente africano del europeo. En ese momento, según la mitología había surgido el Estrecho de Gibraltar.

La aproximación a la estrecha franja de separación entre el absurdamente llamado campo neutral y la verja que limita el aeropuerto ilegalmente construido en la colonia británica, durante los años de la II Guerra Mundial, aún siendo consciente de la dificultad que entraña el acceso al Peñón, por lo escarpado de la vertiente del lado español, me llevaba a buscar una razón lógica a la pregunta de cómo, después de tres siglos de intentar recuperarlo, los sucesivos gobiernos de España no habían sido capaces de conseguirlo. Un territorio, tan pequeño como querido por los españoles, había sufrido sucesivos sitios –diplomáticos, militares y políticos- hasta un número de catorce y todos ellos habían fracasado.

Almirante George Rooke
No había más remedio que buscar la respuesta, especialmente durante los primeros años de su pérdida, a manos del almirante inglés Rooke el 4 de agosto de 1704, y tras la Guerra de Sucesión y la firma del Tratado de Utrecht en 1713, en la incompetencia y corrupción de los respectivos gobiernos de la ineficaz monarquía, más preocupada por asegurar la permanencia de su Casa Real en el trono de España, que en erradicar los espurios y bastardos intereses personales de los sucesivos e ineptos validos reales, entregados a amoríos prohibidos u homosexuales, intrigas palaciegas y ansias de poder y, como consecuencia sujetos a sobornos y chantajes de todo tipo. Los nombres de favoritos reales, desde Patiño, Alberoni, Floridablanca, Aranda, hasta Godoy, irán sembrando de dudas y desconfianza sobre la valía como políticos y hasta sobre posible traición el relato de nuestra historia, encarnados en dichos gobernantes.
Una vez afianzada en el trono la Casa de Borbón, los distintos y adversos vaivenes independentistas en política exterior del vasto Imperio Español, fueron explotadas en su propio beneficio por la diplomacia británica que, muy hábilmente, iba prolongando su permanencia en la ciudad y ganando el favor de una colonia humana artificialmente impuesta. La población española expulsada de su tierra, y más tarde sustituida por inmigrantes genoveses, malteses, judíos y británicos procedentes de la metrópoli, obviamente prefería las ventajas garantistas de la libertad y democracia de la protestante Inglaterra a la oscurantista y rígida disciplina de la católica monarquía hispana.
Siglos después, las circunstancias de la imparcialidad de España durante la I Guerra Mundial y la ambigua posición del gobierno franquista -apoyado por las fuerzas del Eje en su levantamiento contra las fuerzas de la 2ª República- en la II Guerra Mundial, determinaron el alejamiento de nuestra Patria por los problemas europeos. Todo ello motivaría el decidido apoyo de los países aliados a la permanencia de los británicos en La Roca, frente a una sospechosa España, tachada de filo fascista. Nuestra soledad en la escena internacional se había consumado.
Continuando con la visita familiar a mi hogar de la niñez, y dejados atrás el control policial británico, con sus típicos “bobbies”, y el cuerpo de guardia de los soldados de su guarnición, con frecuencia usando las pintorescas faldas escocesas, mientras atravesamos el aeropuerto, nos enfrentamos con la mole gris y rocosa, coronada con la bandera de la “Union Yack”. En su ladera destaca el llamado por los locales “castillo moro”, fortaleza construida por las huestes de Tarik, el invasor musulmán de la península a quien se atribuye el origen del nombre de la colonia “Yebel Tarik” o el monte de Tarik.
Casemates Gates
Pasadas las grandes puertas de acceso a la fortaleza “The Grand Casemates Gates”, cuyo anuncio en grandes letras negras sobre fondo blanco presiden las anchas murallas defensivas construidas en un principio para protegerse de los ataques españoles y posteriormente reforzadas contra las posibles acciones ofensivas de la armada nazi, me encontraba de nuevo en el corazón de la ciudad, en “The Main Street”. La calle Real, que es como popularmente es conocida en ese “Spanglish” andaluz en el que se entienden sus habitantes, la larga calle comercial por las que tantas veces había transitado en mi adolescencia y donde más de una vez fui saludado con un “adió pisha” por mis paisanos gibraltareños.
Main street
El actual paseo peatonal constituyó en el pasado el verdadero emporium de comercio y riqueza de la ciudad y, durante los años del bloqueo económico a España tras la contienda mundial, sus cientos de escaparates eran recorridos con ojos de asombro por las decenas de miles de visitantes y obreros que, desde las ciudades del Campo de Gibraltar se trasladaban a trabajar a la colonia.
El palacete-residencia del gobernador británico de la colonia a mitad de la calle, con su guardia personal constituida de nuevo por soldados británicos, a la entrada de la misma nos sorprendió por su carácter militar en pleno siglo en el que todo parecía tender a una desmilitarización.
Después de atravesar la Puerta de Carlos V y el cementerio de los caídos en Trafalgar, será muy difícil encontrar nuevos recuerdos hispanos en la colonia. Estos últimos emplazamientos constituyen una especie de punto de división entre la ciudad vieja y la zona más residencial que da acceso a los lugares que conducen a la ruta turística de subida al monte donde sus miradores, con los populares monos –de los que la leyenda dice que mientras permanezcan en la Roca, la Unión Yack ondeará en la cima de la misma- y las Cuevas de San Miguel, acondicionada para un espectáculo de  luz y sonido, constituyen un especial atractivo.
Cima del Peñón
Una vez en la parte más alta del Peñón, a la que tienen acceso los visitantes civiles –la cima está reservada para instalaciones militares de mando, control, comunicaciones e inteligencia- el panorama que se divisa es de una majestuosidad indescriptible.

A los pies de quien se asoma al mirador, se encuentra Punta Europa, cerrando la bella bahía de Algeciras y separada apenas quince kilómetros de la costa Africana, en la que la constitución geológica nos vuelve a recordar la hazaña de Hércules, el héroe mitológico que materializó con su esfuerzo la separación entre ambos continentes y, entre ambos, el azul discurrir de las aguas mediterráneas hacia el Océano Atlántico, por donde navegan en ambas direcciones decenas de barcos con distintos destinos bandera y carga.
Túneles del Peñón