JUAN EL SILLERO, OFICIOS CASI DESAPARECIDOS, por Luc Demeuleneire


<>

Al oficio debía la impagable dicha de un apodo notable para toda la vida. 
Extracto del cuento anónimo El sillero.


 ¿Quién no conoce a Juan el sillero? No sólo es un hombre jovial y afable que suele saludar a todo el mundo por la calle, sino que además, y sobre todo, es una de las grandes figuras del artesanado de nuestra región.
Abrid un catálogo turístico de la localidad, entrad en una de las páginas web del ayuntamiento y tendréis todas las cartas para encontrarlo, como si se tratara de un símbolo de nuestra identidad.
            Juan el sillero, cuyo verdadero nombre es Juan García Galiano, nació en Mula en 1936, en los albores de la Guerra Civil.
Siempre ha sido sillero. Es más: el trabajo de la enea se confunde con su infancia.
«Mi familia siempre ha estado metida en el oficio. Recuerdo a mi bisabuela, que murió a los ciento tres años, arreglando sillas con noventa. Yo, en todo caso, aprendí con mi padre a los once, tras mi jornada de trabajo como peón».
A los dieciséis dominaba tanto la técnica que el dueño de una fábrica de sillas del Palmar, le pidió que fuera a enseñar su arte a sus seis empleados.
«Me acuerdo de la manera que me presentó, lo recuerdo como si fuera ayer: “Os traigo a Juan”, dijo, “podría ser vuestro hijo o vuestro nieto, pero os demostrará que lo que hacéis se puede hacer mejor”».
            Juan ha sido sillero toda la vida, pero no siempre a tiempo completo. En efecto, durante cuarenta y siete años trabajó de albañil y arreglaba las sillas sólo por la noche.
A decir verdad,  nunca había pensado en ser sillero profesional. Aunque respira equilibrio y alegría de vivir, es un hombre nervioso y jamás había contemplado la idea de quedarse encerrado todo el día arreglando sillas. Sin embargo, el destino es el destino, nadie lo escoge, y a finales del siglo xx, Juan el albañil-sillero, por fuerza, se convirtió en Juan el sillero a secas.
«En el 94 sufrí un accidente de coche y me estropeé la rodilla. Muy a mi pesar, tuve que dejar la construcción».
 
Seguro que más de una vez, tras el suceso, contemplando su pierna maltrecha, Juan debió de acordarse de la recomendación que le había hecho su progenitor, y que, por supuesto, él había seguido al pie de la letra: «Aunque tengas otros proyectos, hijo mío, aprende el oficio. El saber no ocupa lugar, y la vida es larga e incierta».
Para decirlo todo, el padre sabía de qué hablaba. El destino tampoco le había ahorrado a él sufrimientos. En efecto, con treinta y ocho años, y debido a un accidente laboral, se había quedado imposibilitado de la cintura para abajo y tuvo que aprender lo más rápido posible un oficio compatible con su minusvalía para atender a las necesidades de su familia.
Juan recuerda perfectamente a su padre sentado sobre una tabla de madera, para aislarse del frío del suelo, arreglando las sillas que le traían.
« Mi padre no podía andar pero estaba bien de salud. De vez en cuando, explica riéndose, levantaba sillas con la boca… ¡para sorprendernos y demostrarnos su vigor!».
En Mula, Juan el sillero es todo un personaje, en el buen sentido del término claro.
Para empezar, suele pasearse con traje y corbata, con una elegancia que contrasta con el característico descuido de nuestra época. Luego, nuestro artesano demuestra una generosidad poco común, siempre está dispuesto a hacer favores, a dar lo que tiene… De hecho, un día  me encontré con él en la calle del Caño, y después de dirigirme unas palabras amables, me regaló los huevos que acababa de recoger de su gallinero y que llevaba en la mano.
Por último, pero no por ello menos importante, Juan es poeta. En sus ratos libres compone versos como éste: «Quisiera ser un ángel y poder volar, y en el día de tu santo poderme despertar». Sueña también con escribir un libro sobre su vida: «Un libro lleno de poemas», afirma con aire inspirado.
Naturalmente me hubiera gustado oírlo declamar un texto de su creación, o cualquier cosa sobre los silleros, pero me advirtió de que justamente sobre el tema no había redactado nada.
«Sin embargo, puedo proponerle algo», aseguró con una mirada picante, «¿qué le parece esto?: “ El oficio de sillero es muy chulo, porque vamos de casa en casa diciendo: Señora, ¿le arreglo el culo?”, o lo que respondo cuando la gente me dice que me haré popular: “ De joven, Juan García Galiano ya era popular; fue cantante, futbolista y novillero, pero por no tener padrino, se quedó en albañil y en sillero”.».
Ahora bien, Juan no sólo es un personaje en el aspecto humano: también lo es en el profesional.
Es curioso constatar que, de no ser  por el accidente de coche, nuestro hombre sólo sería un albañil retirado, uno entre muchos, mientras que ahora está considerado como uno de los embajadores de nuestra ciudad.
Hace algunos años, por ejemplo, fue a Madrid para participar en el programa de televisión Así son las cosas: «Aunque no pude hablar mucho de mi trabajo, diez minutos, más o menos, tengo un buen recuerdo.  Vinieron a buscarme en taxi, comí en compañía de artistas famosos, lo pasé muy bien », cuenta orgulloso.
También fue el protagonista de varios programas de la televisión regional, así como de muchos artículos de prensa, el más reciente publicado en La Verdad.
Juan recibe numerosas propuestas para asistir a ferias, a veces incluso internacionales, pero las rechaza sistemáticamente.
«Me invitaron a una feria en Bruselas, pero no fui. En realidad, sólo voy a la feria que se organiza cada último domingo de mes aquí en Mula. No salgo de mi región».
Está claro que Juan no es un producto de nuestra época ególatra. Aunque no desdeña un elogio ocasional en los medios, no busca hacerse importante.
El oficio de sillero no es muy apasionante, no nos engañemos. Es una profesión  poco creativa, sedentaria. Ninguno de los siete hijos de Juan lo seguirá, sólo uno aprendió los rudimentos y sería capaz de reparar un culo de silla en mal estado.  «No lo niego»,  afirma Juan, «es un trabajo muy repetitivo, pero a mí, ahora, me gusta. Llego aquí, me pongo la radio o una cinta, y me quedo a gusto. Suelo estar solo, pero de vez en cuando viene alguien a visitarme; entonces paro y charlamos».
El taller de Juan, una habitación contigua a su vivienda, es minúsculo: 15 metros cuadrados tirando por lo alto. Además, el día que fui para hacer fotos, unos cuantos botes de pintura, vestigios de una reciente reforma, reducían aún más el espacio.
Afortunadamente, no falta la quietud. Estamos en la calle Espinoza, en el corazón del casco antiguo. Ningún coche, ninguna moto ruidosa, sólo algún grito  que resuena a lo lejos antes de desvanecerse en la dulzura de la atmósfera.
Observo a Juan, sentado en un pequeño taburete a ras del suelo, frente a una bonita silla. Sus manos manejan la enea a la velocidad del rayo, sin dudar lo más mínimo.
«En general, arreglo sillas», explica nuestro septuagenario, «pero he reparado de todo: mecedoras, sillas dobles, reclinatorios… de todo».
Tengo la impresión de que aquí, en este local, pocas cosas han cambiado en cincuenta años, puede ser que incluso: en un siglo.
Me pregunto entonces si no estoy ante uno de los pocos artesanos dignos aún de llevar ese nombre, una de las escasas personas cuyo oficio habría escapado de las garras de la tecnología.
Como es lógico, el trabajo de sillero no se limita únicamente a la actividad en el taller; consiste también en recoger el material básico: la enea (o anea, se puede llamar de las dos formas). Una o dos veces al año, es necesario acercarse al río para, pies en el agua, recoger  provisiones de esta planta herbácea.
Un soleado día del mes de febrero fuimos a Curtir, no muy lejos del campo de fútbol. No era la estación de la recolección, pero Juan me había asegurado que valía la pena ver la planta en estado salvaje, así como la forma de recogerla.
Reconozco haberme quedado conmovido más por la agilidad de nuestro artesano –quien, sin embargo, pretende tener una salud frágil–, que por el proceso de la cosecha. Juan, en efecto, tras descalzarse y arremangarse los pantalones, ¡se puso a saltar en el agua fangosa como un joven de veinte años!
Los clientes no le faltan. Aunque los negocios ya no son lo que eran –el mundo no es tampoco lo que era–, no van mal. Hay que decir que la reputación de sillero de Juan ha traspasado las fronteras de nuestra localidad.
«La gente viene de todas partes: de Murcia, Alicante, Albacete, Valencia…  Cuando uno le tiene cariño a una silla, no cuenta los kilómetros».
¿Cuántos silleros quedarán en el país? «No tengo ni idea », afirma nuestro interlocutor, «pero supongo que no muchos. Si la televisión nacional tuvo que venir a buscarme a Mula… ¡!».