LA REPRESENTACIÓN E IDENTIDAD DE QUETZALCOATL, por Hugo Santander

Uno de los grandes desaciertos de la antropología es la representación e identidad de Quetzalcoatl, deidad mesoamericana de lo femenino y lo masculino, de la perfección y el pecado. 
            Dado que una de las figuraciones más abominables de la Serpiente Emplumada (Del náhuatl Quetzal, pluma y cōātl, serpiente), fue la de un hombre de piel lechosa y barba clara, se han conjeturado una variedad de hipótesis inconsistentes sobre el origen europeo de la diosa fecundadora; desde la presencia verosímil, si bien milagrosa, de Jesucristo en Centroamérica, avalada por los mormones en razón de los mandamientos altruistas que Quetzalcoatl predicase en abierta contradicción con Huitzilopochtli, dios del sol y de la guerra,  hasta la divinización de un soldado de Eric el Rojo, el cual, inverosímilmente, habría apostatado de sus virtudes vikingas, esto es, del belicismo y del desprecio hacia la vida agraria, para impartir conocimientos sedentarios.
Las crónicas de Indias consolidan dicha representación; cuando Hernán Cortés y sus huestes llegaron a Centroamérica los indígenas asumieron que su comandante era la personificación de Quetzalcoatl, cuyo advenimiento había sido anticipado por sus sibilas y profetas como preámbulo de su destrucción.  Para el habitante del nuevo mundo la imagen de un hombre barbado cuya piel transpiraba el color de su osamenta sobre un caballo, era la materialización de una pesadilla inculcada desde su temprana infancia, cuando sus abuelos describían a Quetzalcoatl como un dios traicionado por sus súbditos.     Dado que ningún habitante de lo que sería Nueva España ostentaba piel nívea o vello en abundancia, podríamos equiparar a Hernán Cortés a los imaginarios más inquietantes de nuestra cultura, como el Yeti o Mefistófeles sentados a horcajadas sobre el grifo o el chupacabra. Dicha comparación no sería exclusiva de nuestra cultura ni de la de los aztecas; cuando las huestes de Atila descendieron de las cumbres alpinas sobre los valles de la península itálica en el siglo quinto, los cronistas describieron a los mongoles como animales de colmillos descomunales, afines al jabalí; más recientemente, en un filme infame los nazis se esmeraron por ilustrar los prejuicios del malestar europeo, sobreponiendo imágenes de judíos empobrecidos con ratas de alcantarilla.
            Se debe considerar, por otra parte, que las supersticiones y temores propios a cada civilización no han sido ni son unánimemente compartidos por los miembros de cada cultura; los delirios posmodernistas, expresadas en las películas de Werner Herzog y Peter Jackson, insisten en ver a las culturas antiguas como presas de una ciega devoción religiosa, ignorando que el ateísmo o el anticlericalismo, así como  el escepticismo y la envidia, son sentimientos que cada ser humano alberga, sea éste de Babilonia, de la Roma antigua o de Teotihuacán.           Dos siglos después de la revolución francesa, durante los cuales los gobernantes de las naciones más prósperas se han esmerado por desacralizar al hombre, los sociólogos no han logrado disociar la república francesa de su religiosidad, y tanto las multitudes de Lourdes como las conglomeraciones alrededor del Papa cuando éste va a Paris, por no mencionar el fervor de sus mezquitas , los enrojece; no sería sorprendente que en quinientos años los agnósticos de nuestro siglo fuesen considerados como personajes excéntricos que desafiaron el credo de las masas, de igual modo que los historiadores consideran hoy a los agnósticos de la antigua Grecia.
Desde hace unas décadas, y a partir del auge de la ciencia ficción, el imaginario colectivo de occidente ha sugerido la existencia de seres de piel verde, de mediana estatura, lampiños y de ojos rasgados. Su existencia ha sido asociada al secuestro y estudio de seres humanos en naves ovaladas que surcarían los cielos imperceptiblemente, recurrencia corroborada por su excepción, esto es, por un sinnúmero de testigos que los han visto o fotografiado desde Nuevo México hasta Surrey.
Hernán Cortés
             Supongamos ahora que un congénere nuestro desciende en una nave desde otra galaxia, ostentando una piel verdosa, una cabello escaso y unas pupilas gigantes; ¿no sería acaso recibido con temor por cierto sector de la población, con veneración por otro y con abierta desconfianza y hostilidad por su mayoría? El declive y caída del imperio azteca ratifica dicho postulado; cuando Moctezuma recibe en su palacio a los españoles se dirige a Hernán Cortés como descendiente de un antiguo rey propietario de sus dominios, el cual habría sido destronado por sus súbditos, quienes lo habrían enviado hacia el levante en un navío, obviamente con el fin que se ahogase.
            No sin ironía, y sin duda con el fin de desacralizar a su temido dios, Moctezuma alzó sus vestiduras y mostrándose desnudo dice: “Veisme aquí que so de carne y hueso como voz y como cada uno y que soy mortal y palpable”.  A la postre su política de cautela o temor fracasa y Cortés ha de confrontar en Cuitláhuac, hermano de Moctezuma, a un oponente que lo trata con hostilidad y desconfianza, haciendo caso omiso de las leyendas, supersticiones y mitos de su civilización. 
Cuitlahuac
La irreligiosidad de Cuitláhuac es contraria a la ingenuidad de los exegetas que insisten en postular que los indígenas mesoamericanos veían en Cortés y en cada uno de sus soldados la encarnación de Quetzalcoatl, a la par que corrobora la certeza que aquel dios, como tantos otros, pertenecía a un mundo inmaterial e imaginario. Los aztecas que aspiraban ver en Cortés o en Carlos V a Quetzalcoatl acaso no difieren de los feligreses de nuestras sectas pseudocientíficas, comunidades ansiosas de solucionar sus inquietudes metafísicas mediante la adoración de ídolos extraterrestres por venir.
Los orígenes de Quetzalcoatl no se remontan a un hecho histórico concreto, tal y como nuestros antropólogos, arqueólogos e historiadores pregonan, sino a la fabricación de un imaginario elaborado a partir de postulados negativos, en el cual descolló fatal e irremediablemente el abominable hombre de cuatro patas, cráneo hueco,  barba ensangrentada y piel que traslucía los matices de sus huesos.