MEMORIA DEL OCÉANO, por Irene Mercedes Aguirre, escritora y poetisa.

      El hallazgo del viejo baúl lo había conmocionado.  Permanecía, casi ignoto, olvidado, en el cuartito del fondo, donde  se  guardaban  las cosas en desuso. El  hecho      había    acontecido hacía ya unos días.  Entreveradas, como en un bazar persa del sentimiento, sus manos tropezaron con los escarpines de Lucía, su hija mayor, ya casada y con hijos; el primer cuaderno de Francisco, hoy en Estados  Unidos, y el vestido de novia de Ramona, su difunta esposa.  Debajo, muy al fondo, un manojo de cartas amarillentas, recibidas a través de los años, desde el otro lado del  Océano.

Fue como reencontrar el pasado, así, todo de golpe, bajo la tapa del vetusto arcón.

Releyó palabras de su madre, de trazo grande y desparejo, por donde circulaban, como torbellinos, el  amor y  la nostalgia por el hijo lejano. Repasó los consejos de su padre, escritos con aquella letra alta y apretada que le era tan propia.  Volvió a verlos de nuevo tal como los conservaba en la memoria, grandes,  fuertes, llenos de energía y calidez.  Ambos habían muerto hacía mucho tiempo, pero en ese momento, se irguieron frente al hijo emigrado como si  estuvieran presentes, con una plenitud de presencia que sólo  pueden alcanzar los seres que se han amado profundamente.

Los signos gráficos, algo desdibujados, le decían en una de las misivas: “Y recuerda que tu  madre y yo rezamos siempre por ti. Confiamos en poder verte algún día, cuando la economía lo permita”. Una rebeldía inusitada se le fue infiltrando en su espíritu con  esas invocaciones y evocaciones  tan hondas ¿Dónde quedó su antiguo hogar, la estructura familiar de la que había emergido? ¿La existencia era esto, sólo esto? ¿Todo consistía, simplemente, en nacer, crecer,  construir lazos, perder lo construido, y volver a  comenzar?  Se resistía a pensar así.  Buscaba, sin darse cuenta, algún punto de apoyo, sólido, invulnerable, al cual aferrarse, ya en  su vejez. Año tras año, sus movimientos se iban volviendo más débiles, y su estructura ósea se resentía visiblemente. Un poco encorvado, las manos sarmentosas, y el rostro, anguloso y cuarteado por  los años, esa era la imagen que el espejo del lavabo le ofrecía cada mañana.

  Matilde, su hija menor, seguía soltera. Vivía en la casa con él. Juan trató de disimular en lo posible su estado de ánimo por el hallazgo, para no preocuparla.  Esa tarde, aunque desganado, se fue a jugar un partido de bochas al club. No quería perder el dominio de sí mismo.- ¡Basta de sensiblerías!-  se dijo.  Por lo menos a la vista de los demás. Reconocía su carácter reservado, testarudo y un tanto patriarcal. ¡Y bueno, qué se le va a hacer! A él también lo habían criado así.  – como Dios manda- no  como la juventud de ahora que anda toda  revuelta-  sentenció para sus adentros.

    Había hecho lo posible para inculcar férreos principios a sus hijos, pero no le fue  fácil. La mansedumbre  y paciencia de Ramona, que siempre los “apañaba”, disculpando y no pocas veces,  disimulando sus travesuras  desde pequeños, le  había dificultado dicho propósito.

Quizá esa actitud era producto del propio ambiente argentino, que llevaba a conductas más sueltas, menos rigurosas. Porque aquí todo era enorme, extendido, difícil de aprehender y someter  a moldes más o menos rigurosos.

Visualizaba el país como un territorio provisto de   una vastedad impensada en el suyo, pero a la vez  reconocía un sinnúmero de semejanzas entre ambos.

Eran parecidos  y diferentes, más allá de las apariencias, debido a los  sincretismos tácitos, los potenciamientos  y la obcecación comunes, llevados a la quintaesencia de sus aspectos positivos o negativos. Un aquelarre cultural, desosegado y fascinante, que nunca terminaba de entender del todo.  Los argentinos poseían, a su juicio, una fórmula secreta para conjugarla Babelque los conformaba.

En su propio barrio, en ese sentido, podía constatar un mosaico inmigratorio  realmente sorprendente.  Sus vecinos de la derecha, eran descendientes de japoneses, los de la izquierda, de italianos. Enfrente, se alojaba una familia de raíz caboverdiana y en la esquina un matrimonio de judíos emigrados  de la última  guerra mundial. Completaban el complejo cuadro interracial un paraguayo y dos peruanos  cerca de la esquina opuesta -¡Vaya mezcla!- suspiró.

Claro que en su pueblo natal, cercano a las montañas,  tampoco faltaron ocasiones en la historia para  la presencia de grupos diversos de toda clase, cultura y coloratura. Sólo que en Argentina todo era aluvional y reciente, mientras que en su   tierra originaria las mezclas habían ido decantando en una población que estabilizaba sus rasgos  culturales y sus costumbres  con mayor firmeza, según él creía.

Contaba, entre sus coterráneos, con “un amigo de ley”, como se dice en Argentina. Se llamaba Martín Pérez.  Existía entre ambos una estrecha amistad y solidaridad, dado el trasfondo común que los hermanaba. Era con él con quien Juan recuperaba los aromas, los olores, esas sensaciones del animus  de un ambiente que sólo pueden comprender aquellos que han vivido las mismas experiencias y han compartido emociones similares de vida. Los unía, asimismo, la sutil melancolía del exilio autoimpuesto.

Reconoció que todos esos pensamientos tenían que  ver con el episodio del baúl. Porque el desasosiego que le provocó lo llevó a replantearse quién era él  en realidad.

¿Podía considerarse un español, por haber nacido allá, en la península, donde pasó su infancia y primera juventud? ¿O era casi un argentino, por los largos años transcurridos aquí?   El océano volvió a su memoria, iluminado por la nostalgia y  las aprensiones de aquel gigantesco cruce de  una a otra de sus orillas, junto a tantos otros seres doloridos como él. Provisto de una valija de cartón y algunas escasas pertenencias, sus emociones  durante la travesía  oscilaron  entre  el  deseo de echarse  al agua (como los marineros de Ulises ante el canto de las sirenas) y nadar de vuelta a su patria desolada, y la esperanza de  una vida mejor  en la mítica  tierra rioplatense. Se mantuvo melancólico durante el viaje. Pero era joven, y lleno de esperanzas. Al acercarse a Buenos Aires, se sintió más animoso. Tenía la vida por delante. Por entonces, no se cuestionaba tanto las cosas.  Aún no sabía de la amargura que provoca la muerte de los seres queridos, la vejez, la soledad cada vez más solitaria….

 Pronto recibió el mote de “gallego”. -¡Estos argentinos, que creen que todos los que venimos de España somos gallegos! ¡No conocen nada de nuestra geografía! -criticaba con sus

compatriotas .  Lo cierto es que estaban a la recíproca. Tampoco conocían  ellos demasiado de este país y sus provincias.

Consiguió trabajo de dependiente de almacén por la zona de San Telmo. El sitio le agradaba. Con sus calles angostas, sus plazas recoletas y las  viejas arquitecturas circundantes, le traía una vaga recordación de su terruño. Tomó la costumbre de visitar seguido el Parque Lezama, cubierto de frondosos árboles centenarios, en la barranca que delimitaba, durante la época colonial, el río y la ciudad de Buenos Aires.  En el extremo norte, sobre la calle Brasil, se alzaba el museo Histórico Nacional, y, como la entrada era gratuita, lo recorrió en múltiples  oportunidades. Le agradaba sobremanera la semipenumbra del lugar, los pisos relucientes y las numerosas vitrinas que conservaban valiosos objetos del ayer.

Se detenía largo rato frente a los cuadros, y meditaba sobre las escenas representadas. Procuraba interpretar el sentido de la obra de cada autor.  Gustaba incorporarse  imaginativamente a la situación presentada.  Así,  junto a Cristóbal  Colón, el gran Almirante dela MarOcéana, compartió la emoción del desembarco en Guanahani, y revivió el asombro mutuo de navegantes e indígenas al verse por primera vez. En la pintura de las Invasiones Inglesas,  se ubicó al lado de Santiago de Liniers  para recibir la espada del  vencido Guillermo Carr Beresford.  Se sintió orgulloso del valor y del heroísmo de los criollos en la defensa de la ciudad de Buenos Aires.

Frente al óleo referido al Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810  se vio envuelto en un conflicto difícil de solucionar.  Finalmente se posicionó, como era dable esperar,   junto a los que exigían la continuidad del virrey Cisneros –  ¡Estos revolucionarios! -se indignó.  A cada mueble u objeto lo ubicaba, durante sus habituales visitas al Museo,  en aposentos imaginados, animando las escenas con los personajes de los óleos o bustos circundantes.  Eso sí. Él, siempre él, como protagonista o como acompañante, pero integrado sin vacilaciones en la mismidad de la representación respectiva.

  No comprendía entonces que esos juegos inocentes a los que se entregaba, eran un intento de rescatar su entorno sin pérdidas de identidad. Quería, casi sin darse cuenta, reencontrarse con sus raíces,  vincular a la nueva patria con la  de origen.  Su fantasía trabajaba en ese hueco  de tiempo suspendido  que le brindaban las salas del lugar,  y donde podía religar  el trasfondo común que unía a España con   Argentina.

   Al paso del tiempo, otras experiencias vitales lo reclamaron más. Noviazgo, casamiento, hijos, un  negocio de almacén propio,  en fin, la esforzada vida de un hombre honrado  y sencillo, que luchaba  arduamente para conseguir la felicidad.

La muerte sorpresiva de su esposa lo desmoronó.  Fue por un infarto. El año pasado.  Se quedó con el peso de la soledad sobre sus hombros.  Extrañaba a  “su” Ramona, criolla, querendona y comprensiva como pocas. Siempre había sabido perdonarle sus arranques temperamentales.  Lo entendía muy bien.  Incluso después de una discusión, sabía dejar a un lado rencores  y se daba tiempo para cebarle unos mates de reconciliación ¡Esos mates de los dos, bajo el cómplice silencio nocturno, mientras los niños dormían, los unían a través de un grato vínculo de afecto y distensión!  -Qué tiempos!¿Por qué  debe acabar así la felicidad?- se lamentó.

   Matilde notaba  que su padre era presa de la melancolía. Lo veía cada vez más abismado en sus pensamientos y más callado que de costumbre. Para animarlo, lo instó a realizar una excursión al noroeste argentino a través de la institución  que nucleaba a los jubilados. Los precios eran accesibles y el costo  se descontaba en módicas  cuotas mensuales.

    La novedad del viaje lo  distrajo un poco de sus lucubraciones.  La mañana del 5 de enero subió al autobús que lo llevaría  ala Quebradade Humahuaca, no sin antes atosigar  a su pobre hija con  mil recomendaciones y advertencias a tener en cuenta durante su ausencia.

    Cuando llegó al lugar, después de un largo trayecto,  debió reconocer que el paisaje era  soberbio. Le  agradó sobremanera el pintoresquismo de las ciudades enclavadas  en los valles, llenas de tradición  indígena y de edificios coloniales.  Pudo observar a los nativos, descendientes de las antiguas civilizaciones del lugar,  diezmados cada vez más por los continuos mestizajes o desplazamientos.

Al verlos en su hábitat, todos sus preconceptos se esfumaron como por encanto. Comprendió la grandeza de esa cultura  que había conocido sus días de gloria y admiró la silenciosa altivez  y  sobriedad  de que hacían gala. Aún en medio de su pobreza extrema, eran discretos y educados con el forastero.

Lo conmovieron los chiquillos, uno de ellos vagamente parecido a su nieto menor, claro que más moreno.  Trató de calcularle  la edad, pero la desnutrición que se percibía en él lo hacía ver más pequeño de lo que en realidad debía ser. Le quedó grabado en su memoria el rostro sufrido de la madre, su expresión triste y resignada frente a una vida sin mayores perspectivas.  Con sus polleras superpuestas, su sombrero pequeño y el  cuerpo moreno, se confundía casi con el paisaje circundante. La mujer repercutió en sus sentimientos con una fuerza impensada y visceral, tal como si cayera una venda de sus ojos y supiera, por fin,  que no había nada humano que otro humano no pudiera sentir y comprender. Porque el desasosiego que él tenía era similar, en el fondo, al de la colla  con su drama a cuestas. ¡De tan lejos venía él! ¡De tan lejos era ella! Y sin embargo, allí estaban, frente a frente, ambos sin hallar su lugar, su sitio, su locus. El uno , por haberse trasplantado de su país, la otra, por no ser reconocida en el suyo. Eran dos caras de una misma moneda y a los dos los perseguía la misma inquietud: saber quiénes  eran y para qué.

   Un acontecimiento fortuito trajo nuevas respuestas a los interrogantes de Juan sobre su identidad. Unos meses después, a comienzos de octubre, Martín lo invitó al club para escuchar la conferencia de un famoso historiador que se referiría al V Centenario del Descubrimiento de América. Al cierre, habría música  y cantos alusivos a  la  conmemoración. -¡No podemos faltar, Juan- enfatizó -¡Tenemos que sumar españoles para esta noche! ¡A ver si los italianos, que son mayoría en la zona, quieren birlarnos  nuestro aporte, anteponiendo la figura de Cristóbal Colón a la de los Reyes Católicos!- enfatizó .Debió convenir que era verdad lo que su amigo le decía y, aunque a regañadientes, aceptó ir. 

  A las 7 en punto, apareció en el salón. Era temprano, pero él siempre tenía la costumbre de llegar temprano al trabajo, y no la modificó ni aún de jubilado. Se lo veía distinto. Traje dominguero, zapatos lustrados, camisa blanca. Eso sí,  no transigió con lo de la  boina. La llevaba puesta, imperturbable a las críticas de Matilde  que la consideró inoportuna para un atuendo formal. Se sentó en la segunda fila. La primera era para  las autoridades y visitantes expectables. Allí aguardó pacientemente la presencia del resto de los concurrentes. A las 8 apareció el orador. Lo flanqueaban, solemnes, el Presidente  de la institución y un Concejal municipal. Una jarrita con agua presagiaba, sobre la mesa, la exposición  del estudioso.

    De manera amena y didáctica, el especialista explicó, entre otros temas, por que a estas tierras se las denominó “Las Indias”.  América era considerada por entonces como parte integrante de Asia, dividida así en cuatro partes: La IndiaInfragangética;  la IndiaPregangética; la Indiapropiamente dicha o Gangética y la IndiaPosgangética u Oriental, que es en realidad esta en la que vivimos. – Por eso éramos “Las Indias” –  aseveró.  Se sabía que navegado cierto tiempo hacia el Oeste se llegaría a esta India Oriental, tal como antes los viajes al Lejano Oriente lo hacían, desplazándose hacia el Este. Dado que esta última  ruta se había vuelvo imposible por la presencia de los turcos que cerraban ese camino, no hubo más remedio que realizarlo por el extremo opuesto, cruzando el Mare Tenebrarum , hoy Océano Atlántico- expresó.

Al escucharlo, una emoción inexplicable invadió a Juan. -¡Yo también crucé el Océano!- pensó. Entonces, este no era un país perdido, allá, en el sur,  desvinculado del mundo  del que provenía.  Los contactos habían existido desde tiempo inmemorial, de cabo a rabo.

   El historiador abordaba ya otro  tema crucial: ¿Con qué objetivo navegó Colón hacia el Oeste? Pues para llevarle unas cartas al Gran Khan de Mongolia de parte de Fernando e Isabel. Actuó como un diplomático con una misión singular: construir la alianza con los Tártaros contra el  Islam. – No olvidemos que en aquella época los musulmanes eran una tremenda preocupación  parala Cristiandad.Dominabanel Mediterráneo, habían tomado posesión del Santo Sepulcro de Jerusalén y en 1453 se apoderaron  de Constantinopla, la hermosa ciudad capital del Imperio Romano de Oriente – señaló el orador.

– ¡Ni que hablar de la lucha dentro del propio territorio español1- enfatizó. Largos siglos de ocupación y reconquista, de  puebla y repuebla,  obligaron a los españoles al ejercicio permanente de la defensa y el ataque contra el invasor –. Aún más, esa contienda de cientos de años  fortaleció particularmente la fe y el espíritu de lucha de los hispanos. Por eso, sus monarcas fueron capaces de expulsar a los moros del territorio en forma definitiva pocos meses antes de la epopeya colombina-, recordó.

-Animados por ese espíritu ecuménico, también concibieron la posibilidad de concertar la alianza con el Lejano Oriente,  como antes les mencioné- remarcó el distinguido profesor.

   -Como pueden comprender, mucho antes de la existencia de los mass media y de los satélites,  el hombre ya concebía emprendimientos planetarios, que hoy no se recuerdan a menudo. Como hacen la mayoría de  los historiadores, remató su conferencia con la consabida conclusión que usan como latiguillo: -Si entendemos el pasado, actuaremos mejor en el presente y nos proyectaremos con más posibilidades hacia el futuro- aseveró.

   Juan se levantó transfigurado.  Sus antepasados eran aquellos hispanos que tanto habían hecho por la fe y la libertad. Ellos pusieron en práctica la concepción abarcadora de todo el planeta. Vaya, vaya, resulta que lo de “aldea global” ya nos la sabíamos nosotros!- fanfarroneó con Martín a la salida del club.  Sintió el ramalazo  emocional de su identidad.  No de una identidad personal, egoísta, individual, tenazmente aferrada a un entorno fijo. La suya era la gran Identidad Humana. El también, como  los grandes españoles del descubrimiento, había cruzado el océano, siguiendo la ley humana de búsqueda de nuevos y esforzados horizontes. Ley que recién ahora entendía.  Ley del cambio, del movimiento y de las transformaciones.  A Las Indias había llegado él. A una de  ellas.  Y por eso, para siempre, formaba parte  indubitable de  esa estirpe generosa y aventurera, volcada hacia todas las regiones dela Tierra.Él. Juan Abaurre. Sí señor.

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