Huele a petróleo, al aroma que desprende el combustible de esa vieja lámpara al mezclarse con el del aceite de linaza. La llama va y viene, pero aún permite dar unos pasos para comprobar que el desorden sigue igual: ¿el de qué? Es complicado abrirlo, a no ser que un poco de aceite desengrase ese cajón. Pero es mejor así. Huele…, huele…, huele a rancio, el polvo se queda entre los dedos, ya sucios, que revuelven entre cajas de cerillas, flores de plástico, ratones blancos, ¡sí, ratones blancos! La vida entre ratones es mejor, entre ratones y retales viejos que les sirvan de alimento. Retales de colores, de diferentes formas y colores…
Amanece. Ya queda menos para dormir, para dormir y salir de este barco, o lavadero, o qué sé yo, porque ni es barco ni lavadero, ¿o sí? (1) Lo cruzo. Cruzo de nuevo el puente para acudir una vez más. Para acudir…, para acudir…, y ahí me quedo, colgado…, colgado de ese hilo del que pende la ilusión, pues ilusoria es la pirueta de ese acróbata en el aire burlando la fuerza de la gravedad. Y salto de nuevo, y salto y subo, y bajo, y voy y vengo hasta salvar esas tortuosas escaleras y rebuscar de nuevo entre el desorden.
Y ahí siguen…, ahí siguen esos viejos retales de colores, esos viejos harapos que ahora adoptan la forma de rombos; de rombos azules, verdes, rosas…, de rombos que conforman el mosaico de la creación, ¿pues qué es aquella sino el lugar donde se funden -o confunden- lo real e imaginario? ¿La verdad y el artificio?
Mírenme a mí, en medio de un polvoriento camino bajo la piel de un personaje que no soy yo, que reconozco y no lo hago, que admiro y extraño, porque es extraño ese arlequín que vuelve mientras su familia va, porque es su familia, ¿verdad? “¿Pero, quiénes son, dime, los errantes, esos hombres aún más fugitivos que nosotros mismos?”(2) ¿Esos trashumantes que tan bien encarnan nuestra existencia?
“En Roma, durante el Carnaval, hay máscaras que en la mañana después de una orgía, que acaba a veces con un asesinato, van a San Pedro (…). Bajo los oropeles relucientes de esos saltimbanquis hay jóvenes del pueblo versátiles, astutos, hábiles, pobres y mentirosos” (3). ¡Sí, mentirosos!, pues “las madres primíparas no dieron a luz a un hijo, dieron a luz a futuros acróbatas, y entre ellos, a monos familiares (…)” (4): enfermizos, destruidos ¿o destructivos? A personajes cuya vida ha quedado vagando entre la realidad y la ficción, entre la creación y la destrucción, ¿pues qué es aquello que ocurre cuando la faz se oculta tras una máscara? ¿Qué aquello que sucede cuando la ilusión se sobrepone a la realidad? ¿O la realidad es ilusión?
Nada importa ya. Nada lo hace ya bajo la piel de un uniforme de rombos de colores. O de un maillot de color arena. O de un bufón que no tiene piernas. Porque no, el viejo y gordo bufón se mantiene en pie sin piernas… Sostenido, quizá, por aquella pulsión que hace vivir tras una mueca durante un instante para desvanecerse después. Para avenirse a un mundo marginal en el que los colores empalidecen, los gritos se vuelven sordos, los aplausos no se oyen…
“Por dondequiera, gozo, lucro, liviandad, por dondequiera, certidumbre del pan de mañana, por dondequiera, explosión frenética de la vitalidad. Aquí, miseria absoluta, miseria embozada, para colmo de horror, en harapos cómicos”(5): en retales que se hilvanan para componer el juego de la creación, ese impulso creador y a la vez destructor, ese número que hace que la vida divague entre la verdad y la mentira, la decepción y la ilusión.
Y cruzo de nuevo el puente. Y abro de nuevo el cajón. Y deambulo por ese barco lavadero, ¡o qué se yo! Porque la vida es ahora de color de rosa… ¿o no?, de color de rosa: sí, el color que adopta la tragedia cuando se dulcifica entre acrobacias… ¡Pero no! Y cruzo de nuevo el puente…
(1) Max Jacob llamó Batoir-Lavoir a esa extraña nave deteriorada que a principios del siglo XX se convirtió en el centro de la bohemia en París, por accederse a ella a través de una especie de puente similar al que había que cruzar para acceder a los barcos. En ella vivió y tuvo instalado su taller Picasso desde 1904 hasta 1909.
(2) El poeta Rilke dijo estas palabras al referirse a los saltimbanquis que comenzó a pintar Picasso durante su etapa rosa.
(3) APOLLINAIRE, G., Picasso, peintre et dibujante, París, 1905.
(4) APOLLINAIRE, G., Manuscrito de los saltimbanquis, 1905.
(5) BUDELAIRE, CH., El viejo saltimbanqui, Biblioteca digital Ciudad Seva.
(6) Ibídem.