TRES PINCELADAS EN ZOCOCOVER (TOLEDO)
Alfredo Villaverde Gil
(Premio Mundial de Poesía Mística Fernando Rielo)
I
Desde Santo D omingo el Antiguo hasta Zocodover, la gente del pueblo inclina sus cabezas en señal de respeto al tiempo que saluda al paso del deán de la Catedral, don Diego de Castilla que va en animada charla con ese hombre de mediana edad, de bigote y barba recortados, manos largas y ojillos que brillan en el luminoso mediodía.
–Y bien Doménico ¿estáis contento con nuestro encargo?- interroga el deán a su compañero que asiente con la cabeza mientras empieza a imaginar como iluminará esos retablos de Santo Domingo que le acaban de ser confiados.
Ha llegado decepcionado de la Corte donde sus cuadros no han agradado al rey Felipe II y siente nostalgia todavía de los Canales venecianos y los palacios de Roma donde su pincel ha ido desvelando esa magia casi impalpable de la realidad que él hará suya durante toda su vida. Siente crecer en su interior una llamada, una intuición;por un momento el cretense siente que en vez de ser conocido por El Greco quizá la historia debería recordarle para siempre como Doménico Theotocopuli el Toledano.
II
El poeta sube por la cuesta de San Justo hasta alcanzar la plaza del mismo nombre y luego bordeando la catedral va por las Tornerías hasta la Magdalena en su camino hasta Zocodover. Se celebra una Justa Poética y él, gran señor de la poesía y del teatro, Félix Lope de Vega,se ha empeñado en ganar uno tras otro, los premios principales.
Al llegar a la plaza reparte sus hojillas y al darle a Hernando el poema sobre San Juan Bautista, un tanto satírico y burlón, le dicta al oído:Por una tarde vas a ser el poeta más grande de las Españas. A lo que el toledano, con media sonrisa, le responde: Sea para ti la gloria y para mi el anillo de oro con cinco rubíes y dos brillantes con el que premian al mejor. Un par de horas más tarde, Martín Chacón, organizador y vocero de las Justas entrega el premio a Grandío y atribuye los versos a Lope que se encoge de hombros y sonríe mientras se pierde en los ojos verdes de Micaela y más tarde en el cielo tachonado de estrellas que pregona en Zocodover la gloria de su nombre.
III
Es ya la madrugada. Desde el callejón de la Sillería escucho un bastón golpear la piedra, los pasos leves que se acercan a la plaza. No necesito mirar para ver. Es aquel poeta pálido y flaco, de ojos atormentados y pelo rojo que llegó aquí en busca de la montaña de la revelación y sólo encontró misterio, silencio y desesperación. Éste era su paseo desde el hotel Castilla hasta la orilla del Tajo en busca de la cábala judía y del misticismo cristiano que le ayudaran a reconocerse en sus orígenes. ¡Ah, ese Reiner María Rilke¡ siempre viajero y huésped de cien casas distintas en cien países diferentes. Él está también sólo en la noche estrellada y la ciudad nimba en sus ojos el resplandor que guía el pincel de sus amigos (las manzanas de Cézanne, la piedra domada de Rodin, los paisajes de Zuloaga) y la nostalgia de las mujeres amadas (Lou Andreas-Salomé, Clara Westhoff, Marie von Thurn and Taxis). Atormentado, no puede escribir poesía y busca entre los soportales, al pie de las sinagogas y en el claustro catedralicio ese soplo divino que alumbre en su pecho la palabra, esa palabra que fue su gran amante en Duino y que ahora se le niega como se le niega el descanso en las callejas oscuras que le acercan al río, allí donde se ve reflejado en el agua y siente la desazón de encontrarse con un rostro en el que no se reconoce.
Ha pasado el poeta tras cruzar Zocodover y en la madrugada fría su sombra perfumada ha dejado en mi corazón el rastro de sus últimos versos, aquéllos que le sirven de epitafio en su tumba: “Rosa, oh contradicción pura, placer, ser el sueño de nadie bajo tantos párpados”.