Recuerdo que fue un domingo a mediados de abril, con árboles vestidos de verde alzados al sol del mediodía cuando, con su sonrisa tímida, acompasó su andar al paso lento de mis hijas. Por entonces mis hijas eran niñas vestidas de domingo camino de la casa paterna de mis abuelos, ancianos entrañables, a los querían porque tenían gatos, un jardín y ricas palomitas de maíz hechas por el bisabuelo. Valentín Arteaga había celebrado la Eucaristía en la iglesia de la Asunción de Nuestra Señora de Tomelloso y, cosas del destino o de Dios, que todo lo puede, se dirigía a su parroquia de La Sagrada Familia situada allá en los paseos que circundan el pueblo. Yo, madre treintañera, me asombré de que nos saludara el mismo sacerdote que nos había bendecido al final de la misa, y tuviera la deferencia de andar al paso lento de las niñas. Aquél primer encuentro se multiplicó cuando cambió su residencia a la casa parroquial de la Asunción: la iglesia de la plaza donde toda mi familia había sido bautizada y despedida a la hora de la muerte.
Valentín Arteaga vivía con su madre y con su tía Josefa; viuda la madre y soltera la tía, dos madres cuidadoras del niño nacido a las puertas de la última guerra española un 25 de enero de 1936, y huérfano de padre. Su padre se quedó perdido mirando las estrellas desde una trinchera, añorando el pueblo de Campo de Criptana, del que salió para no regresar, donde todavía los primeros domingos de cada mes hacen molienda de trigo convertido en harina blanca, en la sierra del Albaicín criptano, con uno de sus molinos que mueve la rueda Catalina desde hace cuatrocientos años.
Durante siete años Tomelloso fue la casa del sacerdote católico, poeta y escritor Valentín Arteaga Sánchez-Guijaldo, hijo de Ángel y María de los Ángeles Paz. Niño al que su madre añoraba porque marchó al seminario diocesano de Ciudad Real cuando todavía llevaba pantalón corto. Años después profesa en la Orden Teatina de San Cayetano de Tiene el 15 de septiembre de 1959, recibiendo la ordenación presbiteral el 9 de marzo de 1963. No regresará al calor de las dos madres que aguardan al niño que se hizo hombre en el pueblo manchego… Sigue estudiando y es Licenciado en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, impartiendo clases de Estudios Eclesiásticos en 1965 en la casa «La Divina Maternidad de Nuestra Señora» y en el Seminario Diocesano de Mallorca, desempeñando al mismo tiempo el cargo de Maestro de Juniores. Después pasa a ejercer su Ministerio presbiteral en Menorca y Madrid, llegando a Tomelloso en el año 1980.
Por entonces yo escribía en el periódico “Iglesia en Tomelloso” con una entrevista mensual, que era mi colaboración y con artículos de opinión.
Lo anecdótico era verme llegar al despacho del párroco don Tomas Lozano, hermano del sacerdote don Leopoldo, popularmente conocido por “Lopoldo” por las gentes de Tomelloso a las que ayudaba desde Cáritas sin importarle tiempo ni lugar: artista del dibujo y el pincel que abandono por amor a los demás, y amigo de Valentín Arteaga. Yo, siempre llegaba con prisa y a punto de cerrar la edición del periódico, porque compaginar familia y periodismo no era nada fácil. Debió de ser por mi anarquía peculiar, por la que se me invitó a una reunión convocada por don Valentín Arteaga en uno de los salones de la casa parroquial, para formar un grupo literario. Así nació el Grupo Literario “Jaraíz” y la revista “El cardo de bronce” Durante siete años aprendí a conocer en profundidad la poesía en las reuniones semanales que dirigía Valentín Arteaga.
Se sucedieron actos literarios, homenajes, presentaciones de libros… Asistí durante cinco años a clases de teología y conocí a madre Ángeles y a tía Josefa; las dos madres del poeta que rezaban por el sacerdote a diario. Mis hijas eran las niñas que las visitaban, y la pequeña Inmaculada, a la que todos llamamos Macu; lloró a sus cuatro años al depositar un ramo de flores sobre el corazón parado de la tía Josefa de Valentín Arteaga, y ver la muerte en su rostro callado. En el pequeño piso de la casa parroquial de Tomelloso la madre se quedó sola, y para que no la ahogara la pena, visitaba a las gentes del pueblo, y el hijo sonría cuando a su regreso le contaba a quienes conocía.
A la señora Ángeles la queríamos, no, por ser la madre del cura, si no por ella misma. Y un día se marcharon, ella, a su Campo de Criptana, y él, a Madrid, sin ruido ni estridencia y algo se nos rompió a los que los amábamos que no hemos vuelto a recobrar.
Cuando septiembre asomaba con sus cepas cargadas de cosecha Valentín Arteaga se despide de Tomelloso en 1987 y vuelve a Madrid a la parroquia de Virgen de la Providencia y San Cayetano. En 1996 es nombrado Prepósito Provincial de los Clérigos Regulares de España, reelegido por tres veces hasta el 17 de junio de 2003, que es elegido Prepósito General de los Clérigos Regulares Teatinos. Como escritor tiene publicado más de 23 libros tanto en prosa como en verso. Está incluido en varias antologías y ha sido traducido al inglés, italiano y alemán. Ha cosechado premios de ámbito nacional e internacional, como el «Jorge Manrique», «Ciudad de Palma», «Florentino Pérez Embid», «Gerardo Diego», «Fray Luis de León», «Ciudad de Cuenca», «Bahía», «Teresa de Jesús de Poesía Mística», Premio Mundial de Poesía Mística “Fernando Rielo”… y muchos otros. Poeta del espíritu y de la intimidad del alma, sin olvidar que el ser humano camina y se hace persona sobre la tierra. Este sacerdote y escritor es un hombre que sale y entra por las calles con los pasos serenos de quién sabe qué el mundo es una balada de ausencia que sopla desde el cerro de la Paz, su lugar de origen, y que llegó al mar desde su tierra manchega, para hacer de sí mismo un mar diverso desde la espiritualidad del cosmos y de su fe.
Poeta fértil como el fluir de la música en el alma, con memoria imaginativa que remonta edades y ciclos, y se asoma a ellos escribiendo los nombres de las cosas con la libertad sagrada de quien mira más allá de lo que los ojos nos muestran.
No es fácil escribir del amigo y del maestro que me inicio en la poesía, pero si es posible cuando se conoce su identidad. Y la identidad de Valentín Arteaga es una identidad indescriptible de poeta donde el numen es por excelencia su modo general de ser La poesía es un estado de vida y para un poeta lo terrible es no vivir en ella.
El sacerdote que el 9 de marzo celebró 50 años de sacerdocio tiene la alma labradora y campesina a pesar de ser un viajero incansable que busca a Dios en la palabra y en el reflejo de las personas de buena voluntad. Porque para el hombre de fe que es sacerdote y poeta la escritura es un medio que espabila el espíritu. Valentín Arteaga escribe poesía hasta en las circulares que redacta para su Orden Teatina, le cuesta escapar y dejar a un lado la poesía. Así lo reconoce cuando hablamos de los vastos conceptos de vivir y existir. Siempre cuando escribe vuelve al recuerdo, a ese impulso que tienen las palabras cuando al atardecer se mece la nostalgia de la tarde en la brisa íntima del corazón humano. Y comprueba que su temblor de hoy, es el temblor que ayer vio en las manos de su madre.
La poesía arteguiana tiene referencias a la luz y al incendio de la tarde. A las huellas de las calles y a la esencia del paisaje. Escribe prosa, ensayo y poesía desde la dimensión humana del creyente, elevando sus textos hasta la belleza poética, sabiendo en todo momento, que al espíritu de Dios hay que entenderlo humanamente. Y cuando se le pregunta la importancia que tiene en la sociedad actual la Orden de Clérigos Regulares de San Cayetano; el General de la Orden responde con la sonrisa leve de quien conoce el mundo diciendo con sencillez y voz tranquila: – Nuestra Orden es muy pequeña. ¿Importancia? No, no la tiene. San Cayetano, en su tiempo, no buscó tener “importancia”, sino reformar en silencio, sin trompetas ni tambores, con gran humildad, con honda modestia, desde lo profundo del alma. Es “teatino” cuanto se refiere al “corazón” del Evangelio: la vida fraterna en comunidad, sobre todo. El modo de vida de los Apóstoles. Y parece al escucharle que algo trascendente no está del todo despojado de la rutina diaria pasa seguir andando por los diferentes recovecos de la vida. Más ¿qué es la espiritualidad y creer en Dios? le pregunto en uno de nuestros encuentros; y responde sin inmutarse, quedamente… Aire puro en un ambiente irrespirable. Creer es dejarse querer. Sin espiritualidad no hay hombre entero. El hombre para serlo necesita de Dios.
Los dos hemos cumplido años. Y despedido amigos y familia. En el álbum de fotos familiares, al pasar las hojas, aparece madre Ángeles con su amplia sonrisa y su aureola de pelo blanco al terminar un acto literario, acompañando al hijo sacerdote y escritor; se nos marchó una tarde de septiembre cuando el aire traía aromas de membrillos y uvas maduras por los campos manchegos. Y al calor de la amistad le sigo preguntando ¿cómo ve un manchego afincado en Roma al personal de por aquí?- Con grandísimo respeto y hasta veneración. La mancha está, radiante, en el cogollo de mi ser. No suelo “ejercer” de manchego, pero miro el mundo, la anchura del mundo, la diversidad del mundo, con el talante que nos es propio a quienes nacimos y nos criamos en esa bendita región desde cuyo paisaje se vislumbra el universo entero sin trocear. El niño creciendo al lado de dos madres, después de 50 años de sacerdocio, ha ampliado conocimientos, ganado premios, títulos y distinciones apuntados en libros prestigiosos sin fronteras, y con el cuentagotas del tiempo enfoca los días recordando los zócalos azules y la cal de las casas de su pueblo natal. El teólogo y el humanista que hoy es, en nada recuerda al niño que creció en la plazuela de la Cruz de Santa Ana. El ayer con sus años gastados se secará al sol y, Dios, por el que apostó fuerte desde el recinto de la infancia, un día lo llevará hasta el libro donde todas las cosas se guardan y le dirá: -Escribe un nombre- y con sus caracteres perfectos de amanuense escribirá el nombre de La Mancha; o lo que es lo mismo, María de los Ángeles Paz Sánchez –Guigaldo, el nombre de su madre, que dejó en él imperecedero linaje de amor.
Roma queda alejada de la sierra de los molinos criptanenses, también de las calles lineales tomelloseras, de la urbe madrileña y de la parroquia “Virgen de la Providencia y San Cayetano, donde asistí a la celebración del cincuentenario de un sacerdote que rezó recordando a su madre, mujer humilde de un pueblo español, igual que otros millones de madres repartidas por el mundo. Hasta Roma lleva el mar el beso de las playas mallorquinas, y queda desdibujada entre los montes del monasterio de Nuestra Señora de Iranzu y Nuestra Señora del Castañar de Bejar, y de la condal Barcelona, si no fuera porque en todos esos lugares rezamos el Padrenuestro igual que en la basílica de San Andrés del Valle, sede de la Orden de los Teatinos, desde donde el General Valentín Arteaga, viaja con el espíritu y con las alas de los aviones hasta Brasíl y Ámerica con un exiguo equipaje material, y grande en fe y cultura.
Cuando lo conocí era incansable en su afán. Todavía hoy lo es, a pesar de tener su corazón algo cansado, por lo que su ritmo lo sincroniza un macapasos, por eso y otros muchos motivos creo que Dios le marca sus impulsos con frecuencia.
He encontrado con Padre Valentín el verano pasado, a Roma – ¡qué suerte! Cómo feliz estoy yo por eso. Gracias para el articulo, estoy disfrutando la lectura tanto.