ANTONIO LÓPEZ TORRES, por Natividad Cepeda

 Lo conocí de la misma manera que se conocen los árboles de la plaza donde se crecí jugando. Tenía el aroma de las moras caídas en la glorieta de María Cristina y el olor a ova del estanque de la fuente de Lorencete, con sus peces oscuros entrando en oquedades artificiales que los niños llamábamos cuevas.  Lo conocí entrando en la sala de Madre Asunción, de la calle doña Crisanta, que era mi bisabuela, porque mi bisabuela estaba emparentada con su familia por casamientos familiares y aunque los niños nos enredábamos con los parentescos de la familia sabíamos que nuestro tío-abuelo Manolo, era  amigo suyo desde la infancia. Cuando las familias se reunían en torno ala Matriarca,  contaban travesuras de Antonio y del tío Manolo, festejando ocurrencias y atrevimientos de cuando los dos eran jóvenes.  Lo vi paseando un San Antón con una señora  que era su novia, afirmando mi abuela Ricarda, que no sería ella quien viera casado a Antonio.  No pasando mucho tiempo volví a escuchar que el vaticinio de mi abuela se había cumplido.

Galería doña Rita

Afirmaban los mayores de la familia que  Antonio pintaba muy bien. La primera vez que pude contemplar un cuadro suyo fue en casa de Juan Torres Grueso, escritor y poeta, primo de mi madre  y primo de Antonio, al que en la familia llamaban el primo Juanito. Yo solía ir a jugar con sus hijas Paloma, María José y Honestina, los domingos de invierno a su casa de la calle del Campo, en verano a la bodega de la Avenida de Záncara, donde nos bañábamos en una piscina familiar: recuerdo que Honestita González Manzaneque, la mujer de Juan Torres Grueso y madre de mis primas, pasó al salón comedor con algunos invitados para que estos vieran un cuadro de López Torres; cuando salieron  todas nos metimos corriendo en la habitación a mirar los cuadros,  como yo no lo veía muy bien me subí con zapatos y todo encima de la silla tapizada de terciopelo dejando allí mis delatoras huellas: huellas que nos apresuramos a limpiar con las manos para evitar  la regañina.

 

La cueva de la bodega

En aquellos años Antonio iba y venía al pueblo porque decían que daba clases y estudiaba en otras ciudades, y los niños escuchábamos hablar de él con la misma naturalidad que se hablaba de la confitería dela Lilia, el precio de las uvas o la bajada del precio del queso, mientras que en las fiestas nos daban para merendar bizcochos borrachos o mojicones. Luego por la anchurosa vereda de la vida el fruto de los años se hizo conjuro y un día; Rocío Torres Márquez, sobrina de Juan Torres Grueso y casada con Juan Luis López Palacios, sobrino de Antonio López Torres, me llamó por teléfono para preguntarme sobre un dibujo presentado por mi hija mayor al certamen  de Tomelloso de dibujo y pintura, donde  don Antonio, era presidente del jurado, porque él dudaba, de que una niña de 11 años hubiera realizado unas figuras varoniles vestidas con  blusa  y boina tan perfectas. Les dije que el mejor modo de comprobarlo era que la niña realizara el dibujo delante de Antonio. Ante mi respuesta, Antonio López Torres, no lo dudó más y él, personalmente, le hizo entrega a mi hija del premio enla Casade Cultura de Tomelloso.

Podador Manchego

Por entonces en Tomelloso  era habitual ver al viejo Maestro ataviado de su bata blanca llena de lamparones de pintura de diversos colores, cruzar, sin ver a nadie por las calles del centro – que siempre fueron por donde él vivió -, y contemplarlo las gentes como parte de un patrimonio frágil y tembloroso, con su barba de plata cayéndole sobre el pecho en idas y venidas de manera sencilla, como si fuera un gorrión más de los que volaban sin miedo por encima de nuestras cabezas.

Crecía su figura sobre el mantel de los días y sobre la noria de los años se remansaban los recuerdos y la sombra de los que se habían ido marchando.

El tiempo con su queja de lamento fue rodeando la figura de Antonio López Torres de otras gentes, y como testigo de aquellos años ahí esta Serafín Herizo y las fotos magistrales que él con su cámara le hizo al amigo y al artista. Y están los jóvenes que ahora lo recuerdan como una figura de ensueño caminando al filo de la infancia y la leyenda. Una leyenda que cuenta que el pintor era excéntrico y huraño, que solía enredarse con el sol del verano y para  someterlo dentro de su pintura caminaba hacia él calándose  un sombrero de paja. Se iba hasta las eras con su caballete,  sus pinturas y sus sueños románticos metidos en el alma y en el asidero de los cielos.

Niños recolectando

La vida es miradero del laberinto del corazón, sobre la vastedad que el silencio amuralla al pasar los lustros, suele limar lo que hubo de desabrido, y lustra en las bisagras de los años genial de una vida. Chorro de luz es la obra pictórica de López Torres, que nace sin ceremonial inútil dentro de la retina de quien la contempla. Apasiona su desnudez figurativa. Nace la admiración ante el  realismo de amor que fluye en cada uno de sus cuadros. Se transfiguran los motivos plasmados en los lienzos porque nos muestran su conciencia sobre la vida que lo rodeaba, y  todo lo que a él, de alguna forma, lo hizo diferente.

 

Los borricos

En el verano del 2002 se conmemoró el centenario de su nacimiento y fue  justo que se le rindiera homenaje por su legado cultural. Y es justo que se trasiegue con su nombre y su recuerdo con el debido respeto. Desde el museo que lleva su nombre en la glorieta de María Cristina, su verdad es el silencio y la luz que caen sobre sus lienzos. Lo demás son miradas invasoras sobre la memoria de un hombre que forjó y dedicó su existencia al inapreciable esfuerzo de crear belleza. La belleza desnuda de su pueblo, Tomelloso, representada en sus gentes y en sus paisajes. Una belleza que no es otra que la belleza austera dela Mancha, su credo, su fuerza, su verdad desnuda que por siempre nos hablará de él desde sus cuadros. A todos los que lo conocimos,  a los que han llegado y llegan  desde el silencio y su ley de distancia entre la vida y la muerte.

Sin embargo en los veranos tomelloseros cuando el  sol del estío inunda con su luz las calles sin dejar resquicio para la sombra o el empañamiento de la oscuridad, cercano al mediodía, las calles largas y rectas suelen verse desiertas. Al pasar por ellas se percibe la geografía rústica que rodea al pueblo. Más allá del sol, por encima de los caminos que llevan a estas tierras auténticas de Mancha virgen, se divisan mares verdes y dorados que aguantan altivos los rayos del sol. En el cáliz  del verano huele a siega los días calurosos de  julio, cuando las cosechadoras lanzan al aire partículas doradas de polvo que aroman la ciudad asoma en Tomelloso su espíritu de pueblo que sueña en ser ciudad  asentada sobre  la tierra arada.

Niños en la era

Probablemente  por esa causa Tomelloso es todo  luz. Hasta los que se fueron son luz nacida en los recuerdos. En el silencio de la plaza de España la fuente lanza al aire su frescura de agua.  Vuelan palomas sobre el color inexistente. Vuela la vida sobre el verano de Tomelloso. Calla el Museo de López Torres en su refugio de la glorieta de María Cristina: calla, mientras la luz se hace materia de fuerza viva sobre los lienzos de Antonio López Torres que supo recoger como nadie el color y el calor de su paisaje.

No todo es tópico al recordar a un pintor de acusada personalidad que no necesitó de ninguna estratagema para ser auténtico y fiel a lo que él como artista fue descubriendo y como creador nos dejó en su pintura. Ni es honrado utilizar su memoria para hacerse un hueco en la literatura. Los artistas inolvidables jamás necesitan de lisonjas huecas porque al morir  no desaparecen al contrario se  afianza la belleza que fueron capaces de crear sin menosprecio del tiempo.

Este es el caso de don Antonio López Torres, cuando la mirada de cualquier desconocido visitante se posa en la formidable pintura que puebla el museo que lleva su nombre, nadie pregunta cómo fue su vida, ni si era excéntrico o vulgar.  Su mérito está en sus cuadros ante los que se detienen fascinados, atrapados en la  luz del estío que emana desde  su pintura. Se quedan gratamente sorprendidos por la calina que parece flotar en los cuadros; por la irrealidad plasmada que rodea el realismo puro de Antonio López Torres. Todo lo que escribo es absolutamente cierto, he sido testigo de como ante la contemplación de su pintura  el silencio se prolonga ante  sus cuadros costumbristas, por donde una sociedad concreta deja ver la grandeza de las gentes que la hicieron posible desde la magia de los pinceles.

Este hecho irrefutable de la pintura de Antonio López Torres demuestra la admiración que él sentía por su entorno. De esta admiración nace el amor del artista hacia sus campos y sus gentes, hacia los niños del pueblo que nos deja en un legado mágico y humano, junto al fervor y la pasión que ejercía el paisaje de Tomelloso duro y hermoso, seco, alto, soberbio y majestuoso como las gentes que lo habitan que no se repliegan ni ante el sol de julio que siempre es un sol de justicia.

Es ésta la faceta primordial de su carácter, sin ella no hubiera podido plasmar la luz dentro de sus lienzos, porque en el realismo puro de López Torres hay humanidad y amor junto a una alta valoración de conceptos y actos de la vida cotidiana.

Niño jugando a las canicas

López Torres no idealizó el verano al mostrarnos sus mieses, ni al gañán que guisa su comida en medio de la soledad de la llanura rodeado de tierra que labrar. Ni engalanó las cabezas de las cepas uniformes y cuidadas, al contrario las mostró rudas, ásperas y duras bajo el cielo manchego. Miró lo que le rodeaba prolongando su mirada en las obras sencillas y necesarias de los hombres, en su patrimonio que es donde se asienta su existencia y subsistencia. Y sin traicionarse ni traicionar a nadie, supo que sin el aljibe y el pozo, con sus pilas para echar el agua, nuestra descendencia no habría  proliferado. Y los pintó, porque significaba progreso, avance y persistencia, sin olvidar la vivienda rural del bombo, con su visión de lejanía, mostrando en la pintura la materia extraída a la tierra, para ponerla en pie con forma y base sobre la vida de unas gentes que no eran otras que las suyas.

Antonio López, en su estudio de pintura

Cada cuadro de Antonio López Torres es un trozo de vida, no hay objeto mostrado en su pintura que antes no pasara por la mirada del filosofo que convivía con el pintor; bodegones con manteles de telas adamascadas, encajes, copas de la casa familiar, retratos de personas cercanas, una galería donde se muestra la armonía que las mujeres infunden a la casa… Paisajes asumidos y concretos vistos bajo la individualidad que asiste y cohabita en cada uno de los tomelloseros. Análisis expresivos contemplados desde su libertad de artista. Entendimiento paralelo, mezcla de sabiduría popular y academicismo que hace posible palpar  la soledad de una tierra sedienta en ocasiones, pero que se sostiene impávida en su hermosura. Impacto del alma que crea escuela, hasta el punto, de que sus seguidores, copian hasta la saciedad los temas del Maestro, orgullosos de su genética y de poder ser llamados alumnos de López Torres.  Al recordar su vida la perspectiva del hombre se difumina y crece la del artista  sin fronteras ni evasiones ante comentarios acerca de su peculiar forma de ser y existir. Y no sorprende que así ocurra, porque a través del tiempo solo perdura la obra.  El hombre y su materia es vaga trasparencia o luz vertida sobre las calles por las que anduvo.

Amó el verano y la belleza inédita del cardo. Amó los pájaros y su canto perfilado en el espacio. Amó la vida, y sus valores, que nos legó desde sus cuadros. Y amó a Tomelloso siendo simiente bajo su sol.