La avenida Mayo de Buenos Aires era espléndida y elegante, nos encantaba pasear por ella, íbamos lentamente bajo los árboles por las aceras tan anchas mirando los edificios parisienses, el edificio La Prensa con su grandeza pasada, el café Tortoni, el edificio de la Casa de Cultura, la infinidad de librerías, las cafeterías modestas o pretenciosas donde los trabajadores o los ancianos se hacían personajes, cruzábamos la anchísima avenida 9 de julio y seguíamos hasta la plaza del Congreso, mirando hoteles de otras épocas llenos de pasados esplendores, edificios con balconadas y molduras, alturas de buhardillas y de pizarras, óvalos y ventanales, nos encantaba ir por allá como si también nosotros fuéramos una elegancia pasada, haciéndonos interesantes solo por pasear por allí, formando parte de la Historia igual que aquel amante de Ibn Hazm que estaba satisfecho solo porque vivía en el mismo universo que su amada, también nosotros formábamos parte de Buenos Aires , esa ciudad donde muchas librerías no cierran de noche, donde hay cientos de teatros, donde se discute de literatura en todos los cafés, donde los vagabundos miran como Cortázar o como Borges.
Y un día encontramos el Palacio Barolo que quería representar la Divina Comedia de Dante, había sido construido por el arquitecto Mario Palanti para el millonario alucinado Luigi Barolo, Europa iba a destruirse por la Gran Guerra y Luigi Barolo quería salvarla en Buenos Aires con su mayor poeta, era al final de la avenida, cerca ya de la plaza del Congreso, el edificio tenía cien metros como los cien cantos de la Divina Comedia, tenía elementos de Gaudí e inscripciones en latín y recuerdos del templo de Bhuvaneswar en la India, representaba el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, terminaba en una cúpula con trescientas mil bombillas, su luz debía encontrarse sobre el río de la Plata con la del Palacio Salvo que Palanti construyó más tarde en Montevideo, también Oda y yo éramos dos faroles cuyas luces se encontrarían igual que las obsesiones de Castel y María en la novela de Sábato, por fuera se levantaban cristaleras rematadas en óvalos, forjaduras de metal y esculturas en lo alto, detalles extravagantes, toques inesperados, entramos y había un vestíbulo encerrado en curvas y sorpresas, unas escaleras como caracolas, un ascensor de hacía cien años, vagamos por allí asombrados y apasionados, celebrando el edificio como muy pocos lo habían hecho, acariciando los pasamanos y los encajes del ascensor, pensando que estábamos no en un edificio útil sino en el retrato de una Nostalgia.
Y el edificio tenía cantidad de historias, en la planta baja se reunía el Servicio Secreto Argentino, a principios de junio la Cruz del Sur se alinea con su eje, la Divinidad se representa como un faro bajo una cúpula, nos detuvo un portero y nos contó unas cuantas anécdotas, nos habló de antiguos inquilinos y de vecinos ancianos, vimos subir a una señora que tal vez vivía sola y había tenido experiencias caprichosas en su piso con candelabros, el portero nos dijo que el Palacio podía visitarse los lunes, que había un recorrido con explicaciones, tenía admiradores fervorosos, era como un templo que visitaban devotos.
Muchas veces nos dijimos que teníamos que volver, y ahora todo aquello está difuso en mi memoria, y solo puedo distinguir vagamente la ilusión que nos hacía movernos por aquellas salas , en aquellos recintos de llamadas esotéricas y delirios, allí dentro nos habíamos imaginado reuniones secretas o citas con señores cargados de saberes de París o de Venecia , habíamos pensado en fiestas en los salones, habíamos inventado veladas llenas de deseos y de sonatas, al salir nos quedamos mirando insistentes, pensando en todo lo que se ocultaba detrás de aquellos hierros , debajo de aquellas cornisas, por encima de los atlantes que sujetaban los lienzos, de modo que los viandantes que ya se han acostumbrado a todo se nos quedaban mirando, sé que volvimos pero no me acuerdo bien , no podíamos ir el lunes que nos había dicho el portero y fuimos en otra ocasión, y otra vez nos quedamos mirando las escaleras, las inscripciones, los simbolismos de las paredes, los apliques, y algo se reveló a nosotros que se escondía la primera vez, como si la casa accediese a desnudarse un poco más, Oda hablaba con el portero que se mantenía muy serio pero algo del entusiasmo de ella se le comunicaba y sonreía, hubiéramos querido asaltar el corazón de aquellos edificios, apretarlos todos como si fueran van goghs, convertirnos en pintores que les robásemos su aliento, andábamos por las calles queriendo atrapar el alma candente de Buenos Aires.
La Alcazaba 54