En la España del siglo XIII el pan era sin duda el alimento más apreciado por todas las clases sociales, de cualquier confesión religiosa. Pensemos que el cultivo del trigo era básico en aquel tiempo por lo bien valorado que estaba el consumo del chusco y porque con la harina de este cereal se elaboraban las gachas y otros compuestos; pero también hay que decir que, mientras los moriscos manufacturaban el cous-cous y el pan de pita, la tradición cristiano-judaica, con fundamentos claramente religiosos había impuesto el pan como alimento básico de la población.
Hay que llamar la atención sobre el hecho de que el año que no se conseguía una buena cosecha de trigo, o de cereales en general, la hambruna se convertía en algo extensivo y casi trágico; la abundancia de frutas y verduras, por su calidad de alimentos perecederos, no era capaz de aliviarla en absoluto. En muchos lugares, por su climatología particular, era muy difícil el cultivo de verduras y hortalizas, y en otros en los que se podían criar, se menospreciaba este cultivo salvo el de unas pocas especies.
Las comidas cotidianas de las clases acomodadas, según se refiere en la obra “El libro del buen amor” escrita por el Arcipreste de Hita, eran básicamente cinco, el almuerzo a primera hora de la mañana equivalente a nuestro desayuno, el yantar al mediodía que sería nuestra comida, la merienda a media tarde que no ha cambiado el concepto, la cena al llegar la noche, y una colación antes de acostarse llamada zahorar que hoy equivaldría a la recena.
A finales de la Edad media comienzan a llegar recetarios de cocina en los que profesionales de la talla de Martino da Como, o Guillaume Tirel, más conocido como “Taillevent”, entre otros, explican la manera correcta de elaborar rectas. Este hecho cambia radicalmente los hábitos alimentarios de las clases pudientes y modifica la cocina campesina por reflejo ya que, en la época, los cocineros y trabajadores de cocina eran de muy baja extracción social y, sin duda, al volver a sus casas aplicaban parte de los conocimientos adquiridos en su trabajo, a medida de sus posibilidades.
En el “Llivre de Sent Soví”, que es uno de los recetarios más consultados en la España de la baja edad media, aparece el llamado “menjar blanc” o manjar blanco, plato estrella de la cocina de aquellos años que consistía en mezclar leche con harina de arroz y azúcar, de remolacha o de caña y cocinar todo a fuego muy lento para perfumarlo, después de frío, con agua de rosas o de azahar. Pero hay una variante del citado «menjar blanc», apuntado por María Jesús Portalatín en su libro dedicado a la cocina medieval, que fue huésped asiduo de los manteles nobles hasta bien entrado el siglo XVII, y se diferenciaba del que ya se ha descrito, en agregarle pechugas de gallina o de capón bien desmenuzadas, junto con almendra machacada y, a veces, pan rallado. En el mismo “Llivre de Sent Soví”, también se puede encontrar una de las primeras recetas escritas de lo que luego llegó a llamarse “tortilla francesa”, del mismo modo que en el recetario de Ruperto de Nola aparece algo parecido a una tortilla de salvia.
Quiero hacer un alto en este capítulo para aclarar que la tortilla hecha únicamente con huevos, es un plato que se confeccionaba en tiempos del Imperio Romano ya que se conocen indicios que permiten suponer que fue ideado en honor al emperador Claudio, que tenía una bien merecida fama de glotón. Otro detalle para ser aclarado es el de la famosa tortilla española, la humilde y nunca suficientemente alabada tortilla de patata que, si bien es una receta posterior al tiempo que nos ocupa, por lo curioso de su origen, merece la pena tener un comentario especial en este libro. Aunque todavía no sabemos si la receta original se hacía con cebolla o sin ella, y sobre este punto nunca nos podremos de acuerdo, lo que si podemos decir es que la primera vez que se hallan vestigios escritos de esta receta es en Navarra durante la I Guerra Carlista por lo que no es descabellado pensar que la primera persona que pensó en maridar sabiamente elementos habitualmente presentes en las cocinas humildes, fuera de origen navarro. Quizás entonces tengamos que dar la razón al viejo pastor roncalés que me dijo un trece de julio en la Piedra de San Martín, cerca de Isaba que “para hacer una buena tortilla de patatas en las guerras Carlistas los franceses pusieron una sartén de hierro colado, los aragoneses pusieron el aceite de oliva, los vascos pusieron las patatas y los navarros… le echaron muchos huevos”. Sin comentarios.
Volviendo a los recetarios del siglo que nos ocupa, entre otras fórmulas magistrales encontramos la manera de confeccionar el “almadroque”, que se elaboraba emulsionando ajo crudo, queso y agua, haciendo una salsa que es muy parecida a la del ajolio. También se hace referencia a una receta llamada “morterol”, que tradicionalmente se asomaba a las mesas el día primero de
enero. Esta especialidad se hacía mezclando en proporciones prefijadas arroz cocido con leche de almendras, pan rallado y huevos batidos, y se solía acompañar con algún tipo de barquillos endulzados. También encontramos una de las primeras recetas del mazapán, que se transcribe a continuación respetando la ortografía de la época. No creemos que sea necesario incluir una explicación a la receta porque esta versión de 1650 es bastante inteligible. Los mazapanes que hoy se hacen llevan muchas veces también miel y clara de huevo.
“Tomar almendras escojidas y sanas y bien mondadas en agua herviendo, y majarlas muy bien mojando la mano del mortero en agua rosada porque no se hagan aceitosas, y despues de bien majadas echar tanto açucar exaropado como seran las almendras: y sea muy molido: y passado por tamiz de seda: y hazer buena pasta encorporandole poco a poco el açucar: y no con grandes golpes porque no se haga viscosa la pasta: y estiendelos muy bien. Sólo falta cocerlo a horno templado y darle lustre”.
Siguiendo con el tema de los hábitos alimentarios, existe la creencia, tan extendida como errónea de que la realeza, así como muchas otras de la época, consideraba las cacerías como un deporte digno de nobles. Es hora de poner en claro que la caza servía más para llenar las despensas y surtir las mesas, que para diversión de la Corte.
Debido a los bajos aportes calóricos comunes en esa época, a los medios de cultivo al uso y a lo manirrotos que eran los soberanos, muy campechanos ellos, no era fácil alimentar a tanta gente todos los días por lo que se recurría a la caza como método ideal para suplir las carencias alimentarias. Del mismo modo, las especias utilizadas en las cocinas sirvieron en un principio más para enmascarar el mal olor de los alimentos a punto de “pasarse”, más que para mejorar el sabor de las recetas. También daban idea del poder económico de quien las usaba, por el alto precio que alcanzaban en el mercado.
La carne más consumida en las aljamas y fuera de ellas era la de cordero. La tierra era excelente para la cría de ganado lanar, aunque, como es natural, la forma de sacrificio de este ganado variaba según quiénes la fuesen a consumir, ya que, tanto musulmanes como judíos procedían a sacrificar los animales, unos mirando a la Meca, y otros desangrándolos porque no podían consumir sangre de animales, mientras los cristianos los degollaban y punto.
Los pastos, que en el llano eran de uso comunal, y en la montaña eran de exclusiva propiedad de los grandes señores, eran muy buenos y por la gran abundancia de ganado lanar, e incluso caprino, no es de extrañar que muchos de los quesos de la época se hicieran con la leche de estos animales. Hablando del consumo de carne, hay que partir de la base probada que estaba supeditado a las creencias particulares de cada grupo religioso, puesto que en esta época convivían los cristianos, como ya se ha dicho anteriormente, con moriscos y judíos que vivían en sus propios barrios llamados aljamas. A pesar de que todas las creencias estaban de acuerdo a la hora de aconsejar la abstinencia de algún tipo de carne en especial, como es el caso del cerdo, o sugerir como ya hemos visto que los animales fueran sacrificados de una u otra manera para que fueran consumibles, el papado de Roma, por su parte, prohibía su uso en algunas fechas, aunque permitía la relajación de estos conceptos para los católicos por medio de la venta de bulas que permitían el consumo de carne en la Cuaresma, mediante el pago de una cantidad de dinero. De este modo contra el que combatió fieramente Martín Lutero, sólo podían quedar eximidas del ayuno las clases pudientes, ya que los humildes no podían costearse la compra de estos documentos.
En resumen, que “si las pones” hay perdón y puedes echarte al coleto un chuletón en viernes santo. De todos modos el consumo de carne es tratado de diferente manera en las crónicas que han llegado hasta nosotros. En las crónicas cristianas, por ejemplo, la carne es vista como un revitalizante para personas débiles, o para aquellas que tienen un gran gasto físico pero, al mismo tiempo se la hace responsable del origen y desarrollo de algunas enfermedades. Aunque tiene a su favor ser una productora ideal de fuerza, también se le acusa de que favorece la violencia y el temperamento iracundo de quien la consume y, al mismo tiempo que el clero declara que su consumo excesivo puede llegar a desarrollar la lujuria, ayuda a resolver problemas de impotencia sexual. Así pues da la impresión de que, si se usa en cantidades comedidas, es buena, convirtiéndose en un veneno para el alma y el cuerpo si se consume en exceso. Aún a pesar de que los sacerdotes y monjes cristianos señalaran su uso abusivo como facilitador del pecado, el hecho de ser consumida sin tasa por las clases más pudientes, la gota era una enfermedad de ricos, y que los más nobles caballeros de las castas guerreras extraían su fuerza y valor de ella, su consumo se convirtió en todo un distintivo del poder económico de quien la ofrecía en su mesa, tan importante como lo eran las joyas y los ropajes ricamente bordados entre moriscos y judíos.
Las fuentes referentes al consumo de carne en las aljamas que se han consultado, no se extienden demasiado en comentar qué tipo de carne era consumida preferentemente, aunque todas aluden a la manera de ser sacrificadas conforme a los escritos sagrados, sea la Biblia o el Corán, según los casos, así como consejos recomendando el uso de ciertos tipos de carnes por prescripción médica. No obstante, de la lectura atenta de la Biblia y el Corán se desprende que la del cordero y la del vacuno serían las preferidas por estas comunidades. El consumo de carne siempre se asocia al de los vinos y la fama de éstos es parecida en los textos de las tres religiones. También es muy similar a la valoración que estas confesiones religiosas hacen de la carne; es decir que el consumo moderado es aconsejable, y el abuso lleva a la comisión de pecados varios.
Desde que San Pablo escribiera en una de sus epístolas que los obispos de la protoiglesia cristiana debían ser moderados en su consumo de vino, se acepta como norma que la mesura en el beber es aconsejable para no llegar a la trasgresión; aunque es necesario recordar que Pablo no hace sino recoger las ideas de los profetas del Antiguo Testamento, de los proverbios de Salomón y las palabras de Jesús el Nazareno. El abuso del vino, pues, parece conducir sin remedio a la ruina moral y física del hombre, convirtiéndolo en un ser poco social y muy inclinado a no respetar las leyes, ni al acatamiento de las normas de convivencia establecidas.
El abuso del vino, por norma de la época, conduce a la borrachera y al descontrol, convirtiendo al hombre en un animal lúbrico que carece del autodominio suficiente como para llevar una vida plena en el terreno espiritual; sin contar que entonces no existía ni el alka-seltzer ni el suero oral para combatir la resaca. Mientras que en algunas crónicas cristianas el vino tiene una connotación positiva, haciendo de él alimento básico junto al pan debido posiblemente al maridaje que aparece en la liturgia cristiana de la eucaristía, junto a que en la sociedad se alababa el vino con refranes como “con pan y vino se anda el camino”, y su versión francesa llegada desde el norte que reza que “du bon pain et du bon vin font plus court le long chemin”, en las aljamas de la zona es contemplado casi como un producto del demonio y generador de pecados; pero todos los cronistas de las tres grandes religiones parecen ponerse de acuerdo en que, si se toma moderadamente se convierte en un estimulante del ánimo y en un buen cordial, y no olvidan mencionarlo como una buena bebida que sustituye al agua de boca, debido posiblemente a las condiciones higiénicas comunes en un siglo en que los nobles y reyes se bañaban una vez al mes aunque no lo necesitasen. También se aconsejaba que niños y enfermos tomaran pequeñas dosis de vino mezcladas con miel, como reconstituyente o como complemento a su menguada alimentación, que en la época era más de subsistencia que completa.
Claro que el vino de aquellos años era áspero, denso y con una graduación excesiva para su consumo en la mesa, si nos regimos por los cánones enológicos actuales; pero me gustaría ver qué opinarían aquellos cronistas musulmanes y judíos, si se encontraran en el paladar, en lugar de aquel vinazo rasposo, uno de los cuidados caldos que hoy en día salen de las bodegas españolas, que hoy se cuentan por centenares, llegando a exportar caldos hispanos a Francia ¡Toma ya! ¡Vino de Cariñena en las mejores mesas de Burdeos! Para que lo sepan los creadores de los guiñoles franceses, les voy a descubrir un secreto: los deportistas españoles de élite que ellos tanto atacan, se dopan, sí: Pero con vino y jamón ibérico
Una de las incógnitas que muchas veces se plantean las personas que no conocen mucho la cocina del siglo XVI es el tipo de pescado que se consumía en aquella época. El uso del pescado en la España de entonces parece estar más determinado por la dificultad de su conservación, por los problemas que representaba su transporte y por los preceptos propios de cada religión, que por las bondades o defectos organolépticos del producto en sí mismo. El pescado fresco que no se conseguía de los ríos cercanos a las poblaciones, o de la orilla del mar en el caso de los pueblos costeros, se acarreaba envuelto en nieve y paja; pero la lentitud en el paso de las caballerías y lo descuidado de los caminos, a veces intransitables, convertían el pescado marino fresco en un lujo inalcanzable para el común de los habitantes del interior del Reino. Quizás por eso sentenciaban aquello de que “cuando un pobre come merluza…uno de los dos está malo”.
El pescado en conserva, salado, era de utilización bastante generalizada, sobre todo si tenemos en cuenta que formaba parte de los preceptos religiosos del cristianismo que ya hemos explicado. Pero nunca obtuvo carta de naturaleza en una parte de la sociedad por el hecho de ser considerado como un sustituto menor de la carne; es decir, que se consumía en caso de necesidad, bien sea por orden litúrgica, o por carecer de carne. Por eso la preferencia era por pescados grandes, con muy pocas espinas y que, si era posible “supieran poco a pescado y carecieran de su olor”. Por otra parte, aunque en la Biblia y en el Corán se dictan normas estrictas para el consumo de pescados y mariscos, en general, el empleo del pescado en las mesas de las familias pudientes no estaba demasiado extendido entre los musulmanes.
En cuanto a los judíos, en el “Shephardic Cookbook”, se da una lista exhaustiva de todos aquellos pescados que eran consumidos normalmente por moriscos y hebreos entre los que se nombran el boquerón, la lubina, el bacalao, la merluza, la caballa, la sardina, el salmón, el lenguado, la trucha y el atún; lo que sí parece estar bastante extendido es el consumo de frutas en esos tiempos, aunque hay diferencias muy claras entre las tres grandes confesiones religiosas de la época tanto en la motivación como en el aprecio de las mismas.
Se observa que el carácter poético de musulmanes y judíos contrasta claramente con el pragmatismo español. Mientras que los habitantes de las aljamas cantan la belleza de los frutales, los aromas, el colorido y la belleza de la fruta que conforta el corazón, regala los ojos y endulza los labios, los cristianos de la piel de toro, aún no convertida en colcha de retazos, las colocan en la mesa para comer algo mientras llega el plato fuerte, como para entretener el estómago, o la utilizan para regalarla como un presente. En realidad las frutas, así como las hortalizas, sólo aparecían en las mesas cristianas cuando la cosecha de cereales no había sido todo lo buena que se esperaba; sin embargo las legumbres eran conocidas como la carne de los pobres.
Por cierto que en el siglo XVI llegan de América dos productos de la huerta que con el paso de los años se convertirían en protagonistas incontestables de la gastronomía española: Por un lado llegó el pimiento y, por otro, aunque un poco más tarde, el tomate. Como curiosidad diré que el tomate no empezó a consumirse hasta el siglo XVIII, ya que se le consideró venenoso en un principio y sólo era utilizado como planta ornamental en huertos y jardines de la nobleza y la realeza.
Mientras que la leche, tanto de cabra, oveja o vacuno, y la mantequilla complementaron muchas veces el parco aporte calórico de las comidas en las casas campesinas, el queso, entonces rey de los lácteos por su larga duración y por lo sencillo de su fabricación, no faltaba en casi ninguna mesa por muy pobre que esta fuese. Compañero de pastores, agricultores, arrieros y viajeros, junto con el pan y el vino formaban el “companaje” ideal de aquellos tiempos. Debido a las características climáticas de España, el curado de los quesos se veía facilitado por la meteorología, elaborándose normalmente dentro de las “parideras” y en los alojamientos que los pastores usaban para guarecerse. El ambiente fresco, cuando no frío, de las noches hacía que los quesos hechos con la leche de cabras, de vacas y de ovejas, dispusieran de un ambiente ideal para su curación y maduración.
Por otra parte, el grado ideal de sequedad que tenían estos quesos, sin perder por completo su cremosidad, alargaban su duración lo que los convertía en excelentes compañeros de viaje. Ahondando en este período, algunos expertos aseguran que la verdadera Historia de la Cocina comienza en la Edad Media, cuando la imprenta comenzó a trabajar con tipos móviles a partir del invento de Gutemberg. Los primeros escritos impresos dedicados a la cocina aparecen en el siglo XIV, como es el caso del «Livre de l’honnête volupté» de Platine de Crémone, y los ya citados de “Taillevent”, y de Martino da Como, que Nola se dedicó mejorar explicando sus recetas de manera detallada. Si bien todos son unos verdaderos tratados de cocina en esencia, el “Viander” nos ha permitido conocer de manera perfecta lo que se guisaba en las cocinas de los palacios.
Bien es cierto que a veces las recetas de la época son toscas, casi rudimentarias, remitiéndose al hervido, asado, fritura y estofado de las piezas. La entrada del Renacimiento está más marcada por el refinamiento en las mesas de los nobles, con la llegada del tenedor y el uso de la porcelana para la fabricación de los platos y las piezas del servicio de comedor, modas copiadas en parte del Rinascimento italiano, que por la evolución de la cocina propiamente dicha.
La llegada de cocineros italianos de la familia Médicis a Francia, supone un salto enorme en la calidad de las cocinas de aquellos nobles que tienen tratos con la corte francesa, como es el caso de la corona de Aragón. Aquellos artistas de los fogones recién llegados de Italia, perfectos conocedores de su profesión, que dominaban con magnificencia las gelatinas, confituras y helados, entre otras técnicas no menos interesantes y refinadas, cambian totalmente el aspecto de los banquetes; pero sobre todo su mayor logro consiste en hacer que se modifique la etiqueta en la mesa, cambiando copas de plata por cristal de Murano, madera y barro por porcelana, y efectuando el servicio en platos individuales; aunque a veces se sigue comiendo con los dedos, es sólo después de haberse servido en el plato con un tenedor.
La palabra vianda definía entonces a todos los alimentos en general, no sólo a las carnes, y de ahí el interés de este tratado ya que en sus “inventarios” aparecen capones, conejos, jabalíes, cisnes, pavos, cigüeñas, avutardas, cormoranes y tórtolas junto a la charcutería, lampreas, anguilas, carpas y pescados de río, mientras que los pescados de mar son más raros y únicamente se citan los congrios, los arenques, lenguados, bacalao, esturión, mejillones, ostras y, aunque parezca mentira, también la ballena.
Puede sorprendernos en principio la poca variedad de verduras que aparecen, aunque se pueden encontrar grandes cantidades de especias. También hay que resaltar el hecho de que los huevos y los lácteos también son muy utilizados. Ya antes de que la imprenta popularizase estos tratados circularon copias manuscritas entre los grandes señores y, en muchas publicaciones del siglo XV, aparecían referencias y apuntes sacados de este famoso “Viander” que conoció muchas reediciones en Francia hasta principios del siglo XVIII.
La cocina medieval es, sin lugar a dudas, la madre de la cocina renacentista. Aunque pueda parecer una perogrullada, mientras que los modos de cocinar varían poco a poco, la transición de la cocina medieval a la del renacimiento es un salto violento, brusco, en el que se pasa de unas recetas básicas, a otras realmente refinadas y mucho más elaboradas.
La cocina que se consumía en palacios y casas fuertes en los siglos X y XI, era más cara que otra cosa, con alimentos cocidos en vino o miel y profusión de especias. Contrariamente, los más desheredados tenían que pasar hambre las más de las veces, llegando incluso al canibalismo en casos extremos, como desgraciadamente ocurrió en algunos territorios de Europa Central, en Alemania especialmente. Menos mal que la difusión de la cría de ganado porcino palió en parte esta situación por lo que podemos afirmar que los germanos les deben en parte su existencia como raza a los humildes cerdos. Ya a partir del siglo XIII, el hambre va retrocediendo ante el honrado empuje de las gachas, de los cereales, del pan, de las legumbres, las aves criadas en el corral y a la carne de cerdo salado o embutido. Las especias que llegaban desde lugares exóticos, por lo elevado de su costo, tampoco eran de uso generalizado. Las hierbas aromáticas eran en las mesas campesinas los sustitutos pobres de las especias.
La alimentación de las clases populares estaba compuesta principalmente por pan, raramente carnes, y algunos componentes de origen vegetal. Salvo para quienes tenían capacidad adquisitiva suficiente, era una alimentación de subsistencia hecha de estofados, guisados y potajes enriquecidos como se verá más adelante.
La carne más popular era la de cerdo, quedando el ganado vacuno, las aves de corral y la carne de cordero para ocasiones muy especiales, lo mismo que el pescado. Podríamos resumir de manera radical diciendo que la mayor diferencia entre la comida popular y la noble era que, en la Baja Edad Media, los ricos comían asados y salsas mientras que los pobres comían guisados y cocidos; pero las simplificaciones de este tipo son muy peligrosas ya que, si la mesa de la Corte de Aragón tuvo influencias francesas, no menos las tuvieron las mesas humildes de aquellos que tenían contacto con los peregrinos que recorrían el Camino de Santiago.
Las salsas, en las mesas de los potentados solían servirse en recipientes aparte, bien fueran frías, principalmente en verano, o calientes. Como en Cuaresma las carnes, los huevos y la mantequilla estaban más que prohibidos, eran causa de pecado según las connotaciones religiosas de la época, solían comerse pescados en casa de los nobles que no adquirían bulas, y potajes viudos, es decir sólo con vegetales y legumbres, en casa de los pobres quienes, de vez en cuando podían acceder al pescado ahumado o salado; por otra parte la inclinación a los pasteles de carne o de pescado está más que explicada por el hecho de que todavía no se utilizaban los cubiertos y con esta forma de presentación se ganaba en comodidad.
Todavía no se había dictaminado un orden de presentación de platos en las mesas por lo que cada invitado podía comer lo que quisiera o lo que tuviera más cerca. Esta es la explicación a la enorme cantidad y variedad de viandas que se colocaban sobre las mesas ya que los señores, queriendo demostrar su riqueza, ordenaban que se cocinasen gran cantidad de recetas, en cuantías enormes, para que ningún invitado tuviese que renunciar a un plato que le agradase de manera especial. Al final de la comida aparecían dulces hechos con miel, torrijas, arroces con almendras y miel, frutas confitadas en vino y frutos secos. Además, si se trataba de grandes celebraciones, aparecían bocaditos dulces, al estilo de los actuales petit-fours, y mazapanes, que también servían como un regalo o detalle de bienvenida, tal y como se estila en bodas y bautizos actuales.
Claro que estamos hablando de mesas lujosas en mansiones o castillos en los que la penuria no solía quedarse, si es que pasaba alguna vez. Otra cosa era en casa de la gente humilde. Si el padre nuestro puntualiza que “el pan nuestro de cada día dánosle hoy”, nunca como en aquel tiempo tuvo más razón de ser, puesto que el pan era primordial en la alimentación de los menos favorecidos por la fortuna. Junto con los quesos, uvas, y algún derivado del cerdo, si lo había, el pan era la base de todas las comidas.
En muchas casas, las mismas rebanadas de pan servían como plato, y más de una comida se resolvía con pan untado con algo, al estilo del pan mojado en vino y azúcar que hasta no hace mucho servía de merienda en la posguerra española, o a las turradas de ajo y aceite, o de tocino sobrante del cocido que durante algunas décadas del siglo pasado alegraron muchos estómagos afligidos. Cuando se ponía el sol los trabajadores volvían a sus casas y, una vez atendido el ganado doméstico para acomodarlo en los corrales o en el pesebre, cuando no lo metían en la misma vivienda en tiempos de mucho frío, se reunían todos para la cena en familia que no solía ser demasiado alimenticia pero sí abundante.
Cenaban generalmente las llamadas ollas, pucheros o cocidos, complementados de vez en cuando con frutos secos, con productos grasos del cerdo, con embutidos, queso o cecinas. A veces, si la cosecha de trigo había sido buena, horneaban unos panes y cortaban rebanadas encima de cada una de las cuales colocaban un guisado consumiéndolo en silencio, acompañándolo con queso, consumiéndolo en silencio, sentados, posiblemente con los ojos fijos en el rectángulo de paisaje que se veía por la ventana.
A poco atentamente que hayan leído el párrafo anterior habrán observado que, si la teoría de la evolución es cierta, en aquellas casas campesinas ya se estaban definiendo los caracteres genéticos que nos impulsan en la actualidad a pedir una pizza por teléfono y consumirla mirando la televisión.
En el consumo de frutas también hay una diferencia entre las mesas de los nobles y las de los villanos. Los primeros consumían, en poca cantidad hay que decirlo, los frutos de la región además de dátiles, higos, melocotones, o ciruelas puestos de moda por los cruzados que los habían traído de Oriente. La sufrida plebe tenía que conformarse con los frutos de temporada, junto a los silvestres que recogían del campo como era el caso de las moras, arándanos o grosellas en los terrenos que se daban. Mientras que en las casas campesinas más humildes carecían de asientos y mesas, lo que les obligaba a comer sentados sobre trozos de madera, piedras o sacos sujetando la escudilla en una mano, las mesas de los nobles eran tablas montadas sobre caballetes, que se cubrían con telas gruesas, o con manteles suficientemente amplios para que los invitados pudiesen cubrirse muslos y rodillas, y se repartían paños para que se limpiasen las manos y también aguamaniles, esto es, recipientes con agua, para que pudieran lavarse los dedos. Los convidados tomaban asiento sólo en un lado de las mesas, colocándose por orden de importancia, y dejando el otro lado libre para que los servidores pudieran realizar su labor de servir las viandas.
En las mansiones donde el poderío económico era muy fuerte, en las mesas, además, se ponían especias finas en polvo, para que los huéspedes se sirvieran a su antojo, y no faltaban los contravenenos como el polvo de cuerno de unicornio (?), los polvos de sapo o de lengua de serpiente a los que se atribuía la virtud de cambiar de color o de sangrar al contacto con alimentos emponzoñados.
En general solían comer con los dedos, dejando las cucharas para servir salsas y comer caldos o sopas, y hasta la llegada de tenedor, muchos de los guisados, aparecen servidos, sobre gruesas rebanadas de pan. Sin embargo, para el uso de cuchillos en la mesa no había ningún problema ya que todos llevaban el suyo en el tahalí o colgado de la cintura, además de que el maestresala presentaba la mayoría de los alimentos ya cortados. A la hora de beber, copas, jarras, jarros y otros recipientes por el estilo, eran utilizados de manera comunal, aún en los banquetes más lujosos. Lo único que no se comparte es el cuchillo, por razones de seguridad, y la rebanada de pan puesto que, incluso las escudillas de caldo, eran compartidas por dos o más huéspedes. Sólo los señores o principales que están en la cabecera de las mesas, lo que hoy sería la presidencia, tienen derecho a tener servicio individualizado.
Eran tiempos en los que todavía se seguía cumpliendo con unas costumbres arcaicas heredadas de los prejuicios religiosos y judeocristianos. A pesar de que Carlomagno fue el primer rey que permitió a las mujeres sentarse a su mesa, no pasó de ser un espejismo de igualdad y en el siglo XVI, las damas comían separadas de los hombres, quienes eran servidos en primer lugar y, por supuesto tenían “derecho” a recibir los mejores bocados de las fuentes y escudillas, dejando para las mujeres lo que no querían cuando se encontraban hartos en demasía. Pero desde los tiempos en que el Emperador Carlomagno hacía servir a su mesa asno salvaje, relleno de pajarillos, aceitunas verdes y trufas enteras, las cosas habían cambiado mucho y, en las mesas y cocinas medievales, comenzaron a soplar venturosos vientos de cambio.
Sabemos que quienes vivían en el Medievo eran grandes comedores, al menos quienes podían hacerlo, y que en sus celebraciones consumían gran cantidad de platos; pero el punto culminante del arte de la mesa y de la cocina elaborada no se alcanzó hasta la época renacentista, en la que los profesionales de la cocina comienzan a “destaparse”.
En realidad este fue un período de grandes aparatos y de montajes inigualables, y la importancia y el interés que se le da a la comida se acentúan muchísimo en el siglo XVI con el auge de la actividad editorial. En esa época no se editaron sólo los recetarios, sino que también llegaron a ver la luz algunos manuales de comportamiento y tratados sobre la manera correcta de poner y servir las mesas, ya que, como se verá más adelante, los caballeros de la época no eran un dechado de educación cuando estaban sobrios, así que imagínense cuando iban “hasta las trancas”.
La cocina renacentista tal y como aparece en los recetarios es una cocina plagada de técnicas nuevas, de platos originales, sin parangón en aquella época, a pesar de que los maestros cocineros sigan trabajando con muchos de los elementos comunes en el Medievo, pero abiertos a las nuevas materias primas que les llegan desde el Nuevo Mundo. Aunque las creativas recetas estén sujetas a las mismos preceptos religiosos del Medievo y, por ello, obligadas a respetar la prohibición de comer carne en momentos puntuales, en el Renacimiento, la cocina sufre un poco más de rigidez en este sentido, a causa de la Contrarreforma religiosa.
La parte positiva de esta dureza de origen místico, será el desarrollo de una cocina rica y elaborada, con elementos ajenos a la carne, que llegará a ser una parte muy importante de la cocina del siglo XVI y de los siguientes. Del Medievo queda como herencia en las cocinas el uso abundante de las especias y el azúcar que, a pesar de atenuarse, es casi un detalle distintivo de clase. Si se hace caso a los textos de cocina de este siglo, se puede decir que el sabor preferido es el dulce, sin olvidar que este ingrediente es un elemento de separación social entre la nobleza y la plebe. Así pues, es también muy posible que la presencia del azúcar esté más unida a la ostentación que a una sincera inclinación por el sabor azucarado.
También pueden incluirse en esta herencia del Medievo los estofados, las masas de harina de trigo rellenas, las tartas y los pasteles en los que van a desaparecer los animales enteros o vivos, para ser sustituidos por carnes y aves deshuesadas que, si nos damos cuenta, son la base de los platos tradicionales de las regiones españolas; sin embargo, en las mesas de los nobles más pudientes se siguen presentando todavía algunos animales recompuestos y revestidos de sus plumajes o de sus pieles, así como decorados con oro o acompañados de flores y detalles.
Aunque hasta entonces se había mantenido el dicho “de lo que come el grillo, poquillo”, la fruta y los cítricos permanecerán en las recetas como elementos aromáticos y adquirirán una posición de privilegio en las mesas, al ser presentadas como entrantes al principio de las comidas. Las técnicas culinarias de los profesionales acaban por desarrollarse increíblemente hasta que muchos de ellos alcanzan una madurez contrastada. Los cocineros del renacimiento ya no son aquellos que sudaban entre humo y hollín en los sótanos de los castillos medievales, sino que forman parte de los empleados “de lujo” por príncipes y señores. Las diferentes formas de cocción y tratamiento de las materias primas terminarán de perder ese cierto primitivismo, esa tosquedad inherente al Medievo, y serán procesos mucho más largos, más cuidados y elaborados, que darán como resultado unas recetas que, aún hoy en día, tienen vigencia, a pesar de que muchos profesionales de las actualidad no quieran mostrarse de acuerdo… porque no las conocen.
En el siglo XVI se verá muy acrecentado el uso de la carne cortada en trozos, y no se servirá en hueso como se hacía hasta ese momento, especialmente las de buey y de ternero, que habían sido relegadas a un segundo plano por los cocineros medievales, al tiempo que aparece una inclinación general a trabajar con las menudencias de los cuadrúpedos, de las aves, de los pescados y de las piezas de caza de todo tipo. No se desperdician ni siquiera las cabezas, especialmente las de ternero, jabalí, pavo, cerdo y cabrito, de las cuales se usa prácticamente todo. Así se pueden encontrar muchas recetas cuyos componentes principales son las lenguas, los hocicos, las ubres, los sesos, las carrilleras, las orejas o los ojos de muchos animales, en una vuelta atrás a los gustos romanos y bizantinos.
También se potencia el uso de los alimentos lácteos en la cocina renacentista. La mantequilla obtenida a partir de la leche de vaca, adquiere una importancia igual o superior a los sebos y la manteca. Además se introducen en la cocina diferentes tipos de quesos y requesones que se utilizan tanto en frío como en caliente. También comienzan a verse recetas en las que se usa la nata, elaborada a partir la crema que se forma sobre la leche hervida; es justo en este momento cuando los franceses se dan cuenta de que cualquier guiso al que se le añada este producto resulta más chic, y comienzan a cimentar las bases de su cocina.
Dejo un enlace de una app de android de comida medieval
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Creo que ayuda mucho <333