El Haiku, un regalo del Oriente
Graciela Maturo
De una misma raíz: el sentimiento de asombro ante el misterio de la realidad, nacieron el poetizar y el filosofar. El hallazgo sensible y emocional que es el primer peldaño de la actitud poética, da paso en la conciencia despierta al ahondamiento reflexivo, que para Heidegger carecería de fundamento sin aquel. Es precisamente la fenomenología la actitud filosófica que ha vuelto a asentar en la instancia creadora el filosofar, recordándonos su carácter de pensar fundante y no adjetivo. Según Unamuno el hombre debería ser definido como animal intuitivo, emocional, sensitivo. Xavier Zubiri lo llama «inteligencia sentiente».
Considerar el haikú, género poético que tiene cultores en toda la América hispánica, plantea a la reflexión dos acercamientos relacionados entre sí: uno es el de filosofía y poesía; el otro, de orden cultural, es el de Oriente y Occidente.
Los poetas han sido en la tradición occidental los herederos de una docta ignorancia, –para decirlo en expresión del cardenal Nicolás de Cusa– que es la esencia del humanismo. En él han convivido una filosofía del misterio y la paradoja con un cierto ejercicio reflexivo que reconoce sus propios límites. Humanismo y poesía se corresponden íntimamente a lo largo de un amplio tramo cultural en que la filosofía se aparta del cauce intuitivo y sensitivo para tomar rumbos cada vez más racionalistas, objetivantes, analíticos. Es la fenomenología, que adviene desde la matemática y se revalida a sí misma en gran medida desde el campo del arte, el ámbito en que filosofía y poesía vuelven a unirse. Y no es extraño que este vuelco produzca a la vez una nueva aproximación de Oriente y Occidente.
La fenomenología de Heidegger, Merleau Ponty, Buytendijk, Bajtín, no sólo se ejerce con predilección sobre textos poéticos, sino que muestra con ellos rara afinidad. Visto de otro modo, muchos artistas de nuestro siglo se han sentido interpretados y esclarecidos por las tesis y método de la fenomenología en sus distintas vertientes. Análogo acercamiento se produce entre lo que llamamos genéricamente el Occidente, con su modo predominante de raciocinio crítico y acción práctica, y Oriente, con su modo de pensamiento intuitivo y su sapiencia de vida.
Ciertos estudios sobre la filosofía de Heidegger llegan a afirmar su raíz última en ese sustrato intuitivo que es la base de la filosofía oriental. Reiner Schürmann afirma: «en Meister Eckhart, Heidegger y Suzuki, la comprensión del ser en general tiene sus condiciones de posibilidad en una cierta actitud de quien lo interroga». (Schurmann-Caputo: traducciones de Carolina Scoto y Sergio Sánchez, Paideia, Córdoba, Arg., 1995)
Por mi parte quiero apelar a la noción de contemplación, frecuentada por los medievales, y eje de una amplia tradición en el arte y las escuelas místicas. El arte, a nuestro juicio, es también en sus más altos momentos, una vía contemplativa y mística.
Quien contempla entra en un templo, abre un espacio sagrado para la transformación de su interioridad en el encuentro con el mundo y el trasmundo. Frecuenta una escala espiritual que hace posible una ontofanía, una alétheia.
En toda tarea contemplativa surge la evidencia de lo percibido intuitivamente, y la imposibilidad de su aclaración racional plena. Algo inagotablemente significativo se hace presente a la intuición, conjugando los mundos visibles e invisibles. Esto no niega los caminos de ida y de vuelta, que Wittgenstein negaba, pero que una fenomenología hermenéutica acepta como desafío y puesta a prueba de la razón. En cada una de esas idas y vueltas queda algo importante en el camino, algo que será necesario asediar y volver a atrapar en encuentros sucesivos e intraducibles. La simbolización es el proceso creador que convierte esa inefabilidad en expresión.
La vida contemplativa puede conducir a la plenitud del silencio, pero en ciertos casos reclama su expresión, que no puede ser otra que la imagen, a través del acto simbolizante. Me opongo a cuantos hablan de símbolo, more semiótica, como si se tratara de un archivo sígnico a ser retomado por el poeta. Hablo en cambio del acto simbolizante, único, generador, que se universaliza por la profundidad de su nivel cognoscitivo. Musical, plástica o verbal, la simbolización artística es la vertiente que canaliza esta felicidad del contemplar, esta interrogación que se responde a sí misma en la plenitud del acto simbolizante y expresivo. Como lo dijo John Keats: En la espiritualidad milenaria del Oriente bebieron los poetas románticos, cansados de civilización y razón razonante. La esencia del Romanticismo es justamente esta vocación excéntrica a Europa. ¿Parecerá muy osado decir que Novalis anticipa posiciones de Husserl?
En nuestro tiempo la aproximación al Oriente se hace más profunda en muchos artistas europeos y americanos. Octavio Paz, que ha frecuentado esa «ladera este», dice de este acercamiento: «lo que buscamos en la cultura japonesa es otro estilo de vida, otra visión del mundo y también del trasmundo». La palabra de los japoneses “haikú” corresponde a corazón, y en efecto se trata de la mente cordial, intuitiva, afectiva y perceptiva, y no de la mente refleja y discursiva, o de la capacidad pragmática.
El mundo incondicionado, indeterminado, abre sus puertas al poeta, buscador de sentido. Los objetos, los seres de la naturaleza, los lugares que habitualmente visita, vienen a mostrarse en un escorzo nuevo, creando una conciencia de la fragilidad de la vida, y la oscura certidumbre de su continuidad en otra escala del ser.
La naturaleza, en que el hombre se halla situado y condicionado, es a la vez el centro de un magisterio permanente que lo hace discípulo e interlocutor.
Es la unidad del sentimiento religioso la que prevalece en el haikú, emparentado con las escuelas filosóficas y místicas que cimentaron la espiritualidad japonesa desde el siglo octavo. Cultores del haikú, como del budismo zen que es una de las escuelas que le sirven de marco, han sido grandes dignatarios y sacerdotes japoneses.
Hombre, naturaleza y Dios son polos intercambiables en la dinámica del haikú, activadora de la felicidad expresiva del poema. El haikú tiene algo de ceremonial y ritual. Sintetiza en tres líneas un acto contemplativo y meditativo que puede haber germinado en largas horas, y se agolpa en una imagen momentánea. Posee un contenido estético, moral y religioso que aproxima Belleza, Verdad y Bien en la indivisible unidad del Ser, pese a mantenerse al margen de las conceptualizaciones.
No es imprescindible una total compenetración con la cultura japonesa para acercarse al haikú, y compartir su mundo interior. En los cantos de San Francisco hay contenidos sapienciales y gérmenes de celebración, paradoja y descubrimiento similares a los que se hallan en la atmósfera del haikú. De allí que defendamos su universalidad.
Los trovadores medievales cultivaron el terceto, que da origen en su combinación con la estrofa de cuatro versos, a la espléndida forma del soneto. Tercetos encadenados o enlazados de diversa forma hacen el trovar clus, la trova, el hallazgo poético de los medievales, por excelencia contemplativos.
Heredero del tanka, combinación de estrofas de 3 y 2 versos que se siguen en rengas, renga, el haikú adquiere su forma breve de tres versos en el siglo XIII. Combina dos versos de 5 sílabas con uno de 7 intercalado entre los dos. El arte japonés nos devuelve esa vena espiritual, cultivada a través de un género sutil y delicadísimo como el haikú.
La combinación más arcaica es siempre de dos; es el descubrimiento de que el lenguaje mismo puede albergar las analogías que percibe en el mundo. Analogías fónicas, de ritmo, de rima, de métrica; analogías de timbre y sonoridad; analogías de imagen, de forma, de sentido. La mente poética trabaja sobre el lenguaje como sobre un teclado. De la sencillez del dístico se pasa cabalísticamente al terceto, por afirmación del 3, número de plenitud. El terceto logra una totalidad poética, un micromundo regido por un principio secreto, no dicho.
En lo inacabado vive la poesía, como vive también en la plenitud. El haikú se halla al borde de caer en el filosofema o en el juego de ingenio. Lo preserva de ello una inocencia fundante, la del encuentro espiritual.
Bashô, el célebre kaikista del siglo XVII, ha dicho: «Todos tenemos algo llamado espíritu, como una cortina muy sutil que se mueve de un lado a otro con la brisa, en este pobre cuerpo compuesto de cien huesos y nueve orificios. Este espíritu fue el que me ha movido a hacer poesía.»
Metafóricamente se refiere a esa brisa que hizo que los poetas ingleses románticos comparasen al poeta con el arpa eolia, aquellas arpas del Himalaya colocadas para ser tañidas por el viento. La poesía, para el maestro japonés, es beatitud instantánea, que resuelve en armónica e inacabada unidad la lucha de los opuestos. Entrega, asombro, reticencia, indecisión, felicidad, hay en el haikú, esa forma poética despojada y frágil, reacia a lo explicativo.
La mariposa revolotea
como si despertara
en este mundo
Kabayashi Issa (1763-1828)
Una campana.
Tan solo una campana
se opene al viento
Mario Benedetti (1920-2009)
El cazador de libélulas,
¿hasta qué región
se me habrá ido hoy?
Chiyo-Ni (1701-1775)
Pájaro muerto
¡Qué agonía de plumas
en el silencio!
Juan José Domenchina (1898-1959)
El bote se aleja
y forma un camino blanco
mi dolor y su huella
Akiko Yanakiwara (1868-1492)
revista 53