EL PERRO PACO, por José Manuel Mójica Legarre

Una de las historias más tiernas del último tercio del siglo XIX, es la del perro Paco que, durante algún tiempo fue testigo de excepción de la vida madrileña. Su historia no tiene desperdicio y por ello la contaremos. En la esquina entre la calle de Alcalá y la de Peligros, a unos cientos de metros del teatro Apolo, que estaba junto a la iglesia de San José, se encontraba el Café de Fornos llamado así por la familia propietaria, la familia Fornos que, en 1879, acababa de mudarse a esa ubicación desde un callejón en lo que hoy es la calle Arlabán, y de montarlo con todo lujo de detalles con reloj de dos esferas, vajilla de plata y cuadros de autores reconocidos como lo son Sala, Vallejo, Gomar, Araújo y Zuloaga. El local tenía restaurante, con entrada independiente desde Alcalá, y unos reservados en el entresuelo que estaban numerados, en los que se podía conspirar tranquilamente, ya que no cerraban en toda la noche.

Aunque Barbieri Archidona en la revista “El ruedo” sostiene que el perro Paco había sido propiedad de Frascuelo, la historia cuenta que Don Gonzalo de Saavedra y Cueto, marqués de Bogaraya, grande de España, hombre muy querido en la corte y persona de futuro político, pues algunos años más tarde sería alcalde de Madrid, se dirigía en compañía de sus amigos en dirección al Café de Fornos donde habían decidido cenar cuando se encontraron con un perro vagabundo de color negro que, según se supo después, dormía en las cocheras del tranvía que estaban en la calle de Fuencarral, y cubrían el trayecto de la calle de Alcalá a la glorieta de Cuatro Caminos. En ese instante nació el mito del perro Paco.

Mariano de Cavia «Sobaquillo»

Bogaraya y los suyos, en plena juerga etílica, decidieron en ese momento, en son de broma, dar de comer al perro y entre el jolgorio general lo llevaron al Fornos, le arrimaron una silla y lo subieron encima. Una vez allí, tratándolo como a un comensal más de la cuadrilla, pidieron para él un plato de carne asada, que el perro engulló lentamente con tal mesura que todos supusieron que había recibido alguna educación. Terminada la cena, pero no las ganas de juerga, el señor marqués pidió una botella de champaña y, derramando gotas sobre la cabeza del estoico perro, lo bautizó con el nombre de Paco.

En el Madrid que no era entonces más grande que algunos barrios menores de los de hoy, la historia se conoció pronto. Tanto que, para cualquier parroquiano del Fornos que se preciase, en realidad casi para cualquier madrileño, invitar a Paco se acabó convirtiendo en una especie de obligación. Cada noche, el perro se dejaba caer por el Café de Fornos. Lo más curioso de este caso es que los camareros, por orden de los dueños, le dejaban pasar como a un parroquiano más y siempre había alguno que encargaba al camarero el consabido plato de carne. Al perro se le servía en una mesa, como a cualquiera y, tal y como había aprendido, se sentaba en la silla, y comía. Una vez terminada su colación, simplemente esperaba a que su mecenas de esa noche se retirase a su casa.

Según cuenta Natalio Rivas, que entonces era un joven político y que aseveraba haber visto personalmente todo lo referido, quien había pagado la cena del can nada más hacer el gesto de marcharse, Paco le acompañaba. Caminaba el perro despacito, junto a su dueño de esos minutos, hasta la mismísima puerta de su casa. Nunca aceptó las muchísimas invitaciones de entrar en la casa y dormir caliente esa noche. De hecho, quienes lo intentaron refirieron que, al segundo o tercer intento de tirar del perro hacia dentro, Paco comenzaba a gruñir y a ponerse nervioso. Porque Paco era un bohemio; por alguna extraña razón necesitaba volver cada noche a las cocheras del tranvía y rascar el portalón con la pata hasta que el guarda le abriese.

Felipe Ducazcal

Lo realmente increíble de Paco es que de la costumbre de ser admitido como un parroquiano más en el Café de Fornos pasó a ser admitido en los espectáculos públicos. Paco iba, en efecto, al teatro Apolo. Le dejaban entrar. Si había butaca libre, en ella se sentaba. Si estaba el teatro lleno, siempre había dos espectadores que se apretaban un poquito para dejarle sitio. Y allí se quedaba, viendo la representación, hasta que terminaba, aullando si a la gente no le gustaba el espectáculo. Una vez acabada la función, se dirigía al Café de Fornos para que alguien le invitase a cenar; pero lo que más le gustaba a Paco eran los espectáculos taurinos.

Los días de lidia, los madrileños subían a la corrida por calle Alcalá arriba y Paco subía como uno más. Ocupaba una localidad como cualquiera y asistía al espectáculo de principio a fin. Al terminar las faenas, muerto el toro, le gustaba saltar a la arena y hacer unas cabriolas, para regresar a su asiento con los clarines que anunciaban el siguiente toro. A la gente eso le gustaba. Salvo a los puristas.

El crítico taurino “Sobaquillo”, Mariano de Cavia, escribió crónicas protestando por esos espectáculos, que consideraba incompatibles con la lidia. La tarde del 21 junio de 1882, el tabernero José Rodríguez de Miguel metido a novillero con el apodo de “Pepe el de los Galápagos” lidiaba, malamente, a uno de los toros que le había tocado en suerte. En el momento de la suerte suprema, nadie sabe por qué, Paco, por primera vez en su vida saltó a la arena mientras el toro estaba aún con vida. Comenzó a hacer cabriolas, como reprochándole al lidiador su escasa pericia. Éste, temiendo tropezarse con el can, y para sacárselo de encima, intentó golpearle con la parte plana del estoque pero, al revolverse el perro con rapidez, recibió una estocada que lo dejó malherido en la arena.

Marqués de Bogaraya

A duras penas sobrevivió “Pepe el de los Galápagos” a las iras del pueblo de Madrid, que quería lincharlo. Finalmente, el empresario teatral Felipe Ducazcal, hombre muy querido en Madrid, consiguió apaciguar a las masas, y llevarse a Paco para que lo cuidasen. Pero a pesar de los cuidados recibidos, nunca se recuperó y murió poco después. Tras una etapa en la que permaneció disecado en una taberna de Madrid, fue enterrado en el Retiro.

Nunca llegó a reunirse dinero para hacerle una estatua que se había proyectado, no sabemos bien ni cómo era, ni dónde está enterrado. Pero Paco es, desde luego, un caso extraño, conmovedor porque todo el pueblo de Madrid, se aplicó a quererlo, a alimentarlo y a respetarlo. Lo que empezó como una broma terminó siendo un fenómeno de masas, pues incluso hubo avispados comerciantes que lanzaron productos «Perro Paco» y los sucesores de Rivadeneyra publicaron un libro titulado “Memorias autobiográficas de Don Paco” que eran una especie de reflexiones sobre la vida social y política atribuidas al perro.

Café de Fornos en 1914

En estos tiempos que tanto se mira por la salud de los animales, ¿no sería el momento de refrescar aquella primitiva idea de levantarle un monumento al perro Paco que, de algún modo, fue mascota de todos los madrileños?

 

REVISTA 32

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