Los actos de nuestras Bodas de Oro con la profesión se remataron con un apacible y entrañable crucero fluvial por el Rin durante ocho días, con sus noches, de navegación para recorrer una longitud aproximada de mil cuarenta y seis kilómetros.
El vuelo de Iberia fue plácido como el planeo de las inexistentes cigüeñas que, según las guías, esperaban en Estrasburgo…
Nos recibió Düsseldorf y nos acogió el Rin al que yo identifico, si hacemos al Danubio la aorta de Europa, con la arteria pulmonar e, incluso, con la vena del mismo nombre, porque su recorrido es más corto (circulación menor), pero purifica todo.
El Rin en Alemania es caudal; son esclusas (diez regularon nuestro paso, con unas longitudes entre doscientos setenta y ciento ochenta y cinco metros); son señoriales meandros. Es corriente silenciosa, es la canción de Doreley, es romanticismo aunque más en sus orillas que en su curso. Pero el Rin es, sobre todo y ante todo, vida tranquila y tranquilizadora en el tramo medio del río que ahora recorremos, una vida cuya sedimentación bien podría ser esta escritura mía, mucho más perezosa que sus aguas.
Hemos reencontrado compañeros de Bodas de Oro farmacéuticas y esta mañana hemos visitado un pueblo, Boppard, vestido y revestido con la pátina del tiempo, con la crianza del silencio, con la gran reserva de la tranquilidad.
Casas del siglo XVI y del siglo XVIII se han ofrecido a nosotros enmarcando sus calles, estrechando sus cielos y descubriéndonos, como salpicaduras o eritemas inmortales, vestigios de la siempre presente civilización romana.
Presente y varad en el pasado, pero no el barco que se mueve por un Rin que nos lleva, eso nos dice el guía, hacia su tramo más romántico. (¡Dios mío, pero si ese tramo está en mi corazón y ahí no llega más barco que el del amor aquilatado en el taller de los años!…)
¡Y verde! No el verde lorquiano, agresivo y meridional, si no el verde callado por la humedad y frondoso por unas temperaturas suaves como besos.
Una música suena. Es agradable y casi romántica, pero yo preferiría escuchar la canción del Rin o, mejor, el sístole de mi corazón al ritmo de sus aguas.
Pero, ¿qué es el Rin? O, mejor, ¿quién es el Rin?
¿Es un simple paisaje, un camino de agua, un ser inerte?
El Rin, proclamémoslo, es un ser vivo que nace, crece, se reproduce y muere. Es un ser con una vitalidad máxima en las células y tejidos de sus aguas que soportan la actividad incansable del hombre(¿Cuántas toneladas de mercancías, cuántos pasajeros surcarán a diario sus aguas?). Es paciente con el transporte, es bello en sus recodos, es tranquilo en su amplitud; surcado por románticos cisnes y acogedor, quizá de suspiros, en su vaivén callado y caminante.
Es, tal vez, un peregrino de agua que convierte en peregrinos a los hombres que lo surcan y que lo encauzan y que lo doman llegando a convertirlo, esclusa tras esclusa, en un acuático perrillo faldero.
¡El Rin! Canción de épicos castillos, asombro de brujas escondidas, amor de amores que reclaman el beso de la luna, la caricia del sol, el paseo de los hombres, la música de Beethoven, la imprenta de Gütenberg, la inteligencia de Voltaire, el pensamiento de Erasmo, la irrenunciable construcción de Europa, la paz imprescindible para todo ello. Paz de estrellas, de aguas dulces, de orillas verdes. ¡Paz, paz, paz, más allá de bárbaros de cualquier nacionalidad y época!
Paz de Dios en su obra de creación…: ¡El Rin!
Y en sus orillas, engarzadas como diamantes esmeradísimamente tallados, las inolvidables ciudades de Boppard y su silencio dominical; Estrasburgo y sus cigüeñas prometidas e invisibles, pero con su europeísmo latente y manifiesto; Colmar, capital de la feraz Alsacia; Basilea y su símbolo: la espléndida catedral ; Breisach, llave del “camino español” durante la Guerra de los Treinta años; Friburgo a la que se asoma permanentemente la Selva Negra, inmediata y serena; Maguncia: Gutenberg y su imprenta y la arenisca rojiza de sus edificaciones; Coblenza en la que confluyen en bellísimo espigón el Rin y el Mosela y Colonia con su gótico hecho oración, con su cofre de los Reyes Magos y con un riquísimo Museo que custodia la memoria de la presencia romana en aquellas tierras.
A todas las besa el Rin, a todas las fertiliza, igual que ha hecho con nuestro corazón y con nuestra memoria que le guardará mientras viva.
(Hemos evitado hacer de este artículo una mínima y siempre pobre guía de viajes, intentando hacer llegar al lector la corriente sentimental de sus aguas, porque el Rin, al menos para mí, ha sido eso: un sentimiento…).
¿Y Loreley? Es un saliente rocoso que estrecha el curso del río haciéndolo peligroso para la navegación. Pero Loreley es un mito medieval, una leyenda: Loreley es una sirena, una ninfa o una ondina que atraía a los navegantes hasta hacerlos naufragar. Hoy una estatua sedente de ella preside el peligroso recodo y su leyenda se sigue transmitiendo y refiriendo para añadir, si cabe, más magia al Rin.
Revista 56