EN DEFENSA DEL TIRANICIDIO, JUAN DE MARIANA, por José María Gómez Gómez

PADRE MARIANA
El ilustre jesuita talaverano, P. Juan de Mariana, uno de los personajes más entrañables de nuestra historia, fue un hombre de larga vida: 88 años había cumplido cuando murió, 50 de los cuales (desde 1574 a 1626, fecha de su muerte) pasó en Toledo dedicándose fundamentalmente a la enseñanza, la predicación, el estudio y la vocación de escritor. En su sabio retiro toledano redactó la monumental «Historia de España», obra a la que se une gloriosamente su nombre y su fama. Otros tratados memorables publicó y detenidos trabajos de depuración de textos, que le acarrearon fama de erudito y humanista. Pero no le faltaron persecuciones y detractores. Algunas de sus teorías resultaron atrevidas y molestas en su tiempo. Y especialmente ruidosa fue la polémica que levantó el célebre tratado que hoy conmemoramos: «El Rey y la Institución Real» (que apareció en latín con el título «De Rege et Regis Institutione», y él nunca tradujo).

La obra fue un encargo que Mariana recibió del arzobispo de Toledo García de Loaysa, talaverano ilustre también, a quien Felipe II había escogido como preceptor (educador) de su hijo, el príncipe Felipe (futuro Felipe III). Mariana accedió gustoso a la petición y escribió un espléndido tratado, concebido no sólo para la educación del príncipe sino como exposición de toda una teoría política. En 1599 se publicaba la obra y muy pronto se iniciaba la polémica en torno a ella y aparecían los detractores.

El tratado está dividido en tres partes o libros y el mismo autor anuncia el esquema del contenido en una entretenida y talaveranísima introducción, en que describe con morosidad y delectación el paisaje de la Sierra de San Vicente, concretamente El Piélago, como un encantador «locus amoenus» renacentista, un agradable lugar ideal donde pasa sus días de vacaciones en compañía de ilustres y sabios amigos. Pues bien, de acuerdo con su propia división, las tres partes del tratado versan, respectivamente, sobre «cuál sea la más excelente forma de gobierno, cuál sea la mejor educación del príncipe y de cuántas virtudes necesita».

RETRATO DE JUAN DE MARIANA
La primera parte de la obra es la que suscitó la polémica. En ella, al tratar de definir la mejor forma de gobierno, contrapone lo que él considera «el buen rey», que gobierna rectamente para bien de su pueblo, con el «tirano», especie de monstruo inhumano que gobierna para su propio beneficio y engrandecimiento a costa del trabajo y el sufrimiento del pueblo. En este caso, expone Mariana, a los hombres les asiste el derecho de levantarse y deponer al tirano, combatirle y derrocarle y, si se resiste, es justo incluso matarle. El jesuita P. Mariana, nuestro talaverano ilustre, hombre pacífico y religioso, venía así a sostener y defender la teoría del «tiranicidio», resumida en la expresión: «es justo matar al tirano». Y para mostrar más a las claras sus ideas ponía el ejemplo de la muerte del «tirano» rey francés, Enrique III, apuñalado en 1589 por el joven Jacobo Clemente.

Ciertamente la teoría del tiranicidio no era rigurosamente nueva ni sorprendente en la época de Mariana. Esto ya lo ha señalado sagazmente el último gran estudioso y editor del tratado, Luis Sánchez Agesta (en su edición en Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1981), para quien el P. Juan de Mariana viene a ser «un humanista precursor del constitucionalismo». Para Sánchez Agesta «su originalidad no está en los temas, sino en el modo de tratarlos». El insigne jurista resume sabiamente las fuentes que inspiran a Mariana y aclara que lo que él hace es añadir una vehemencia en la defensa de las tesis del «tiranicidio», no utilizada hasta ese momento. Y fue esa vehemencia lo que propició que, en el siglo XIX, el siglo de las revoluciones, los liberales y los intelectuales revolucionarios en general encomiaran la obra de Mariana y lo tuvieran como un precursor.

En su tiempo, sin embargo, Mariana tuvo que sufrir duros ataques hacia su persona y hacia su doctrina por la enorme tormenta que desató el tratado y el vigor con que defendió la tesis del «tiranicidio». Apenas se había apagado en España el ruido del proceso que se le había abierto a Mariana, a causa de su tratado «Sobre la mutación de la moneda», cuando en Francia se desataban las iras sobre nuestro autor por el tratado que comentamos. Otro tirano rey de Francia era asesinado, Enrique IV, a manos del célebre Ravaillac. Conocedores de los escritos del jesuita talaverano, intelectuales franceses volvieron contra él sus ojos acusadores. El Parlamento de París y la Universidad condenaron la obra y un ejemplar de la misma era quemado por mano del verdugo ante la catedral de Notre-Dâme, en medio de un serio ceremonial. Al mismo tiempo se sincronizaba toda una reacción literaria contra Mariana. Leclerc publicó ese mismo año un libro violento contra él. Otro tanto hicieron un tal Pelletier y un tal Rousell, defensores del poder absoluto del rey. En España se lanzaron también algunos ataques contra Mariana, pero sus numerosos amigos le defendían. La Sorbona y el clero de París instaron al Papa a que castigase y condenase a Mariana y sus «peligrosas» teorías… Dentro de la Compañía de Jesús, su propia casa, aparecieron ciertas reticencias y prevención contra él, que exclamaba: «Los mismos de la Compañía se han levantado contra mí». Luis Sánchez Agesta comenta así todos estos hechos: «Este debió ser el momento más doloroso de la vida de Mariana, que cumplía los setenta y cinco años envuelto en las mallas de un proceso al que se puso fin sin sentencia, al mismo tiempo que una de sus obras era quemada por el verdugo ante Notre-Dâme y otra era llevada al Índice como suspendida». Pero, a pesar del rigor de sus enemigos, ni el Papa, ni la Compañía de Jesús sancionaron a Mariana, que salió airoso de todos los ataques y asechanzas.

El tratado, que había sido publicado en Toledo en 1599, como hemos dicho, contó con todo lujo de requisitos legales y aprobatorios, incluido un amistoso homenaje al censor, Pedro de Oña, que era un religioso mercedario. Pero después del asesinato de Enrique IV por Ravaillac (año 1610), la cólera desatada en Francia perjudicó el devenir del libro. Éste era quemado el 8 de junio de 1610. Las autoridades de la Compañía tomaron medidas en prevención de posibles incidentes. El Padre Acquaviva, General de los Jesuitas, dictó una orden el 8 de julio de 1610 prohibiendo a sus subordinados «admitir o sostener en público, en las cátedras o por escrito, o en privado, como consejo u opinión, la doctrina según la cual se considera lícito, so pretexto de tiranía, atentar contra la vida de un príncipe o de un rey». Este prohibición se convirtió finalmente en un precepto estricto «in virtute sanctae oboedientiae»: el 5 de enero de 1613 el propio Acquaviva estableció penas graves contra el que desobedeciera. Y su sucesor, Mutius Vitelleschi, las renovó.

La exposición y defensa de la tesis del «tiranicidio» fue, sin duda, el aspecto más llamativo y comentado del tratado del Padre Juan de Mariana, publicado hace ahora cuatrocientos años. El asesinato del rey francés Enrique IV, a manos de Ravaillac, en 1610, contribuyó a su fama y celebridad, pues levantó una espesa polvareda contra nuestro autor. Pero nuestra visión quedaría muy pobre y escasa si redujéramos nuestro comentario, y las referencias al contenido del tratado, a sólo este tema puntual, bien que puntero y fundamental. «El Rey y la Institución Real» es un amplio estudio, con propósito erudito y didáctico, para educar el príncipe Felipe, el hijo de Felipe II, futuro rey de España Felipe III. Se trata de un estudio sobre Filosofía Política. Así lo entendió Günter Lewy, especialista que dedicó a nuestro autor un modélico libro: «A study of the Political Philosophy of Juan de Mariana S.J.», editado en Ginebra, en 1960. También lo ha visto así, sobresaliendo entre otros muchos investigadores, el insigne jurista español, ya fallecido, Luis Sánchez Agesta, que redujo y editó el tratado en 1981 con un interesantísimo prólogo («El Padre Juan de Mariana, un humanista precursor del constitucionalismo»). Se trata, pues, de la sistemática exposición de toda una Filosofía Política, de manera ordenada y racional, con claro propósito didáctico: aleccionar a un príncipe, futuro rey de España.

MONUMENTO AL PADRE JUAN DE MARIANA

Juan de Mariana divide su tratado en tres partes, a las que llama «libros», y cada libro en capítulos. Confiesa haber procedido así, de manera tan ordenada, «para evitar el fastidio que naturalmente produce todo asunto tratado sin que estén compartidas sus diferentes partes». Esto es lógico, además, al plantearse la obra como una especie de manual de enseñanza y aprendizaje. Juan de Mariana es un auténtico pedagogo, con muchos años ya de experiencia cuando redacta el tratado, como hemos dicho por encargo del también talaverano ilustre, García de Loaysa, Arzobispo de Toledo, Confesor de Felipe II y Preceptor del Príncipe Felipe.

Así, la parte primera o «libro primero» trata «del origen de la potestad real, de la utilidad relativa de esta forma de gobierno, del derecho hereditario entre agnados y cognados, de la diferencia que media entre la benignidad del rey y la crueldad del tirano, de la gloria que se puede alcanzar matando al príncipe que se atreva a violar las leyes del Estado, por más que esto sea de sentir profundamente. Explico hasta dónde llegan los límites del poder real, y examino si el de las repúblicas es mayor que el de los reyes, para lo cual indico los argumentos emitidos por una y otra parte». En esta primera parte, Mariana sienta con claridad meridiana los fundamentos de su Filosofía Política: el poder lo detenta el pueblo, cuyos representantes hacen las leyes de común acuerdo y eligen un rey para que las haga cumplir. El rey no puede estar desligado de las leyes, sino sujeto a ellas como cualquier otro ciudadano. Si no las cumple, y se convierte en un tirano, es lícito levantarse contra él y derrocarle, incluso matarle si insiste en su tiranía.

En la parte segunda, o «libro segundo», Mariana entra en lo que podemos llamar propiamente la pedagogía del príncipe: «la manera cómo han de ser educados e instruidos los príncipes desde sus primeros años, deteniéndome, por considerarlas como las que más pueden adornarlos y servirles para la dirección de los negocios públicos, en la honestidad, la clemencia, la liberalidad, la grandeza de alma, el amor a la gloria y sobre todo el culto de nuestra santa religión, el más poderoso tal vez para dominar y cautivar el ánimo de la muchedumbre». Aquí se revela Mariana como un genuino pedagogo propio del Humanismo de su época: el príncipe debe ser educado en los inconmovibles pilares de los valores humanos, que además deben adornarse con las virtudes de la religión.

En la tercera parte, Mariana expone, con su proverbial rigor y amenidad, «las obligaciones de los reyes». El príncipe, educado para ser hombre, ahora debe conocer sus deberes como rey, las peculiaridades de la «Institución Real». He aquí, en su propio resumen, la guía o programa: «para lo cual he sacado de la más profunda filosofía y del ejemplo de los varones más ilustres los preceptos que se deben dar al príncipe al llegar a la mayor edad para que no caiga en error por ignorancia o por descuido. Explico cómo debe ser gobernada la república en tiempo de paz, defendida en la guerra y si conviene ser ensanchada y dilatada ya por contrato, ya por la fuerza de las armas. Examino a quiénes debe encargarse la administración de la justicia, quiénes deben entender más directamente en los negocios de la guerra, cómo y con qué recursos puede hacerse, hasta qué punto pueden exigirse tributos, cuánto y cuán grande ha de ser el respeto a la justicia, qué motivo legítimo tienen las diversiones públicas y hasta qué punto deben permitirse, cuánto cuidado ha de ponerse en no consentir innovaciones peligrosas en materias de religión, sin cuya pureza es imposible subsista una república». Todo un curso sobre la función pública y gestión de un rey.

La simple enumeración de los diversos puntos o temas del programa es lo suficientemente elocuente para obtener una visión general de la importancia del tratado. En efecto, se trata de uno de los compendios más acabados que se hayan redactado para la educación de un príncipe, literatura pedagógica o pedagogía literaria que, ya en época de Mariana, contaba con muy ilustres antecedentes. No es difícil identificar ideas y expresiones tomadas del «De Regimine principum» («De la educación de los príncipes») de Santo Tomás. Algunos más añade M. Ángeles Galino, principal estudiosa del tema, en su libro «Los tratados sobre la educación del príncipe», de 1948. Podemos considerar a Mariana un ilustre perfeccionador del género, en que se mezcla lo didáctico con lo filosófico-político, de obras tan importantes como «Reloj de príncipes», de fray Antonio de Guevara, publicada en Sevilla en 1534, «Religión y virtudes de un príncipe cristiano» de Pedro de Rivadeneira (Madrid, 1595) y el «Norte de príncipes» de Antonio Pérez o Álamos Barrientos.

La mayoría de estos autores se manifestaban declaradamente polémicos y opuestos a la célebre teoría de Maquiavelo. Según éste, al príncipe le es lícito mentir para obtener un bien para su estado o república, pues el fin justifica los medios. Y a ello dedicó el famoso tratado «El Príncipe». Mariana no cita a Maquiavelo, pero al tratar si al príncipe le es lícito o no mentir, indirectamente está polemizando con el maquiavelismo. Mariana, al analizar la utilidad de la mentira, reconoce que, de momento, puede producir resultados favorables, pero a la larga imposibilita toda negociación, pues si el príncipe miente, su palabra empieza a dejar de ser fiable. Y ello es, además, un mal ejemplo para los cortesanos que pueden, aprendiendo mal de su príncipe, llegar a considerar la mentira como justa y necesaria. Otra cosa es que el príncipe deba, en muchas negociaciones, ocultar sus designios e intenciones, rasgo maquiavélico que nuestro autor de alguna manera asume, aunque no cita al italiano, sino que se apoya en «autores de grande y excelente ingenio y que tienen fama de prudentes».

Pero, aunque la ocasión inmediata fuera escribir un tratado didáctico para enseñanza del príncipe, Mariana, según fue realizando su obra, la fue reconvirtiendo frase a frase en la exposición apasionada de sus propias convicciones filosófico-políticas. Sagazmente Luis Sánchez Agesta lo ha visto así: «Hay en ella un fuego polémico que hace pensar en un libro que va a difundirse en círculos amplios, eso sí, de lectores europeos eruditos, que para eso se escribió y se imprimió en latín. Fue desde luego un «encargo» al que el autor dio deliberadamente un alcance mayor, consagrando un género literario. Mariana no sólo pensó probablemente en un solo lector o en un pequeño círculo de preceptores, sino en infinitos preceptores de príncipes, en los príncipes mismos, en sus ministros y magistrados, y aun diría que en profesores teólogos o juristas para uso de las aulas. El único límite era ese lector del vulgo, que quedaba excluido por el uso de una lengua que empezaba a ser patrimonio exclusivo de las cancillerías y de las aulas». En efecto, Mariana no sólo satisface la solicitud de su amigo el arzobispo García de Loaysa, encargado de la educación del príncipe Felipe, sino que realiza una obra maestra, consagrando con ella todo un género literario: el tratado político.

Otra peculiaridad importante de la obra es el enorme éxito que alcanzó, debido sobre todo a la abierta defensa del «tiranicidio» y las circunstancias históricas comentadas, ocurridas en Francia. Otros tratadistas sostenían las mismas ideas. Éstas eran patrimonio común de la escuela jurídica española de los Siglos de Oro. Pero nadie las expuso con tanta vehemencia y en un tratado tan coherente, tan oportuno y de tanta difusión. Mariana había enseñado varios años en Roma, en París y otros lugares, donde era muy conocido. Y su tratado se convirtió, como ha escrito Sánchez Agesta, en «un best-seller europeo». Tanto fue así que en Francia el escrito de Mariana, y su nombre mismo, quedaron para la posteridad como sinónimo de «muerte al tirano», libertad y revolución. Los ilustrados lo esgrimían como el azote del Antiguo Régimen y el Absolutismo. Y así, cuando los revolucionarios de finales del XVIII cambiaron la historia con la Revolución Francesa, crearon un símbolo, una mujer semidesnuda, libre, a la que llamaron «La Marianne», es decir, «Mariana», el nombre de nuestro autor, pues su libro, defendiendo el «tiranicidio», había sido quemado víctima de la represión en 1610. Así razonaban aquellos revolucionarios que llamaron a su constitución, a su revolución y a su libertad «La Marianne». También en la España del siglo XIX, el Padre Juan de Mariana fue un símbolo para los liberales y republicanos. Pi y Margall contribuyó a la fama de nuestro autor, al colaborar en la edición de sus obras en la Editorial Rivadeneira (Biblioteca de Autores Españoles), Madrid, 1854, con un interesante «Discurso preliminar», en que expresa el sentido magnánimo que a todo estudioso debe guiar siempre: «Todos los hombres han de ser juzgados con relación a su época y a su pueblo».

Y, en fin, en nuestros días, en que España ha visto consagrarse entre sus conciudadanos la pacífica convivencia del constitucionalismo más moderno y responsable, la democracia actual, un estudioso tan eminente y de tan reconocida y universal autoridad como Luis Sánchez Agesta ha tenido a bien traducir y editar el tratado de nuestro Juan de Mariana como «un humanista precursor del constitucionalismo», en el Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1981. Duradera ha sido, pues, la fama y la gloria del tratado del talaverano más universal que jamás haya existido. Talavera de la Reina, la patria chica que le vio nacer y que él siempre confesó como su cuna, le dedicó en su día un magnífico monumento en bronce.

 

Monumento al Padre Juan de Mariana

“Luz de la Libertad, Llama del Genio”

P. Fidel Fita.

Este regio manteo, esta sotana,

esta faz enigmática y severa,

esta antorcha de bronce duradera

es la estatua del gran Juan de Mariana.

Circundada de libros la peana,

firme se yergue el sabio, que naciera

en el solar feliz de Talavera,

por ver crecer el sol cada mañana.

Con ágil pluma y abismal memoria

iluminó de España la ardua historia,

fulgor que irradia ya el Tercer Milenio.

Y España agradecida le proclama

en los altos catastros de la fama

“Luz de la Libertad, Llama del Genio”.

            

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