LA BRUJERÍA EN LA ESPAÑA MODERNA DESDE LA HISTORIA Y LITERATURA María Lara Martínez, historiadora, escritora y profesora de la Universidad a Distancia de Madrid, UDIMA.
En las décadas de la Contrarreforma, el Santo Oficio de la Inquisición, puesto en marcha en Castilla por Isabel y Fernando en 1478, vigilaba atentamente la pureza dogmática de toda manifestación pública y privada. La delación convertía lo más personal de un individuo, sus creencias, en asunto público, pasando a ser así habitual en una monarquía que presumía de ser la capitana del catolicismo. Es lógico que, al acercarnos a la psicología del hombre o de la mujer que denunciaba al vecino ante el Santo Oficio, veamos como motivación más confesada el “descargo de conciencia”. Qué mejor, para no resultar cómplice, que distanciarse del reo mediante una firme defensa del honorable dogma, aunque tras la aparente sinceridad se escondieran otras motivaciones.
Al mismo tiempo, hemos de reconocer que pocas épocas de nuestra Historia poseen tan buena fama en el terreno cultural como ese duro siglo que hoy reverenciamos como edad áurea. Pero, junto con los bucólicos versos de la poesía renacentista, la trascendencia de la mística, el divertimento de la picaresca, los lances del teatro de los corrales y el eterno debate entre conceptistas y culteranistas, una de las virtualidades de esta literatura nacida en el vaivén del esplendor a la decadencia es que en sus páginas se intuye el lado oculto de una sociedad donde la magia, el misterio y la superstición fluían en casi todo como la lava por los corredores del volcán dormido. Quizás la fantasía fuera la única vía de escape ante un orden social asfixiante, donde cada día resultaba más caro comer pan y más fácil contradecir el canon.
Rastreando a los clásicos hallamos elocuentes muestras de lo que podía ser el palpitar cotidiano, con una masa de gente común aderezada por seres discordantes como el alocado Alonso Quijano y la alcahueta Celestina Duarte. Si repasamos los lotes que configuraron sus testamentos, percibimos la singularidad de sus últimas voluntades. El macilento caballero- que desfallece de melancolía por desajuste de los humores corporales según la medicina de la época, o de pesadumbre por la derrota ante el caballero de la Blanca Luna- reniega en el lecho de sus andanzas, azuzando a su sobrina Antonia a no desposar varón atrapado por el ensueño de Amadís. Por su parte, la hechicera enumera al escribano los bienes de la botica que heredarían sus discípulas Areúsa y Elicia: el “cofre encorado donde están los aparejos para bien y para daño”[1], el “pedazo de la tela que saca el niño del parto”, las “barbas de un descomulgado”, la culebra, el sapo, las orejas de mula, los sesos de asno, los ungüentos, las hierbas… Él, cuerdo tras la enajenación, admite su desengaño y busca el cielo. Ella, convencida de la eficacia de sus artimañas, se empeña camino del averno en que no quede yermo de logros su ajuar de aquelarres.
El objetivo del libro Brujas, magos e incrédulos en la España del Siglo de Oro. Microhistoria cultural de ciudades encantadas (Alderabán, 2013) es examinar las hendiduras de la pretendida uniformidad ideológica, estudiando las posturas heterodoxas que fueron surgiendo en los siglos XVI y XVII y que comprendieron desde el racionalismo hasta el ateísmo, pasando por el contacto con la astrología y las prácticas brujeriles.
Y es que los reinos hispánicos no constituyeron una excepción en lo relativo a los episodios de brujería que salpican de extravagantes destellos toda la Europa moderna. En el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), Covarrubias incluye literalmente y, por cierto, con amplia extensión, las voces de bruxa y mago, mientras que la de hechicero/a la podemos ver glosada en el infinitivo hechizar: “cierto género de encantación, con que ligan a la persona hechizada, de modo que le pervierten el juicio, y le hacen querer lo que estando libre aborrecía. Esto se hace con pacto del demonio expreso, o tácito”. Desafortunadamente reproduce la mentalidad imperante que asociaba el pecado con la hembra: “Este vicio de hacer hechizos, aunque es común a hombres y mujeres, mas de ordinario se halla entre las mujeres, porque el demonio las halla más fáciles; o porque ellas de su naturaleza son insidiosamente vengativas, y también envidiosas unas de otras”.
También la acepción femenina antecede a la masculina en lo relativo a la brujería. Es la bruxa: “cierto género de gente perdida, y endiablada, que perdido el temor de Dios, ofrecen sus cuerpos, y sus almas al demonio, a trueco de una libertad viciosa, y libidinosa, y unas veces causando en ellos un profundíssimo sueño, les representa en la imaginación ir a partes ciertas, y hacer cosas particulares, que después de despiertos no le pueden persuadir, sino que realmente se hallaron en aquellos lugares, y hicieron lo que el demonio pudo hacer sin tomarlos a ellos por instrumento. Otras veces realmente, y con efecto las lleva a partes donde hacen sus juntas; y el demonio se les aparece en diversas figuras, a quien dan la obediencia renegando de la santa Fe que recibieron en el Bautismo, y haciendo (en menosprecio della y de nuestro Redemptor IesuChristo, y sus santos sacramentos) cosas abominables y sacrílegas…”.
En relación a mago señalaba el que fuera canónigo de Cuenca que “esta palabra es pérsica, y vale tanto como sabio, o filósofo”, aclarando que a esta razón se debía que dicho término fuera el empleado para aludir a los tres hombres que adoraron al Niño si bien, a diferencia de los magos del Faraón y de “todos los que usan el arte mágica condenada, y reprobada”, ellos no eran “encantadores”.
En el tribunal de Toledo el proceso más antiguo por hechizos fue el de Juana Ruiz, anciana de Daimiel, cuya causa data de 1530. En el auto de fe celebrado en Zocodover el 9 de junio de 1591 abjuraron de levi los delitos de brujería las ancianas Olalla Sobrino, Catalina Mateo y Juana. En 1571 existió un activo núcleo hechiceril en Montilla (Córdoba) en torno a Leonor Rodríguez, conocida como La Camacha, compañera de la Cañizares y la Montiela en El coloquio de los perros. En Salamanca se amedrentaban ante a la Pastora, en 1616 fue acusada la Hospitalera de Torrelaguna (Madrid), en Miraflores de la Sierra (Madrid) delataron en 1644 a María Manzanares y a Ana de Nieva, de 60 y 64 años, respectivamente, y al año siguiente, en la ciudad de villa y corte, fueron procesadas cuatro mujeres. En Guadalajara sembraban el pánico las brujas de Pareja y en Cuenca las de Tinajas en un amplio elenco de casos de hechicería entre los que sobresalen el cervantino licenciado Torralba, que vaticinó el saco de Roma por las tropas de Carlos V, y la beata de Villar del Águila, la cual supo granjearse la adoración de los fieles al afirmar que Cristo le había revelado la consagración de su cuerpo para sellar su unión amorosa con ella.
Pero aunque la persecución de las brujas prosiguió hasta la extinción del Santo Oficio en tiempos de Fernando VII, el multitudinario auto de fe de Zugarramurdi, acaecido en Logroño en 1610, marcó un punto de inflexión en la represión de estas experiencias esotéricas por parte de la Suprema. El inquisidor Alonso de Salazar y Frías se distanciaría de la opinión de sus compañeros, defendiendo que nadie debería ser condenado por brujo, pues la superstición y la incultura se encontraban en la base de estas prácticas. Las dos culturas, la académica de los teólogos y la llana del vulgo debían converger en una, pero quitar de raíz al pueblo la confianza en los sanadores y adivinos podía extinguir en las ciudades y aldeas sólidas nociones de fe. Teniendo en cuenta que la curación de la enfermedad colectiva pasaba por la aplicación de buenas dosis de silencio hemos de entender la aseveración del inquisidor razonante: “No hubo brujos ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar y escribir de ellos”.
[1] BRAVO, Cristóbal: Testamento de Celestina, 1597.