LA CELESTINA Y LA SOCIEDAD DE NUESTRO TIEMPO, por Nicolás del Hierro

Fernando de Rojas

Demasiado sabemos que no es sencillo obtener una harina puramente personalizada cuando el trigo a molturar pertenece a cosechas comunes que llevan ya más de quinientos años recolectadas y expuestas a tolvas de luminosos resultados, y cuando el tiempo aportó en ellas brillantes luces de molineros y molineras literarias, ensayistas de enjundia.
Pero también sabemos (sé) que la harina de trigo es siempre blanca y con resultados nobles; por ello no me arredró el amasar esta cochura con un tema tan noble y tan antiguo, tan atrayente como es LA CELESTINA. Aunque demasiado sé que intentar exponer algo novedoso sobre la Trotaconventos, El Lazarillo, Don Quijote o La Celestina, todos ellos personajes conocidos, cercanos a nuestra tierra y a la literatura más nuestra, a la par que más internacionalizada, es algo casi netamente imposible. De cualquier modo uno sí puede recrearse imaginativamente en aquellos parajes que recorrieran, por ejemplo, Lázaro de Tormes mientras cruzaba territorios de Escalona; la Trotaconventos disponía sus artimañas en lugares de la Alcarria, o Don Quijote perseguía aventuras por las amplias llanuras manchegas y los montes que las circundan.
Quizá lo que resulte menos fácil es poder ubicarle lugares concretos a la actuación de Celestina, incluso al huerto y a la casa donde: “Entrado Calisto en una huerta en pos de un falcón suyo, falló ý a Melibea, de cuyo amor preso, començóle de hablar; de la cual rigorosamente despedido, fue para su casa muy angustiado”, tal como se nos dice en el argumento con que nos abre su primer acto.
Goya: Maja con Celestina
Picasso: La Celestina
Rivera: Vieja Usurera
Porque esta acción, bien sabemos que no tiene ciudad concreta; pueden serlo cualquiera, llámense Toledo, Salamanca, Burgos o Sevilla. “La Celestina”, comedia o tragicomedia de Caslito y Melivea, puede ubicarse en cualquiera con tiempo real de época. No cuenta el lugar, como tampoco lo hace el curso de los siglos. Todos y cualquier año está reflejándose en la fugacidad de su presencia activa. Ocurre con La Celestina como con toda la obra que soporta el paso de los siglos. No en vano transportan en su andar el apelativo de “clásicas”. Pueden ser leídas o representadas con ubicación en todo tiempo y escenario; supone traer al presente el pasado en que fueron escritas, porque aquel pretérito se hace presente desde entonces, como vivo se hace el lugar, llámese éste como se llame.
Acaso sí podemos situar a Fernando de Rojas y su tiempo de niño y adolescente paseando por La Puebla de Montalbán (Toledo), impregnando sus juveniles ojos y sensibilidad con el latido de un paisaje castellano, que ampliaba el sentimiento español por territorios más personalizados y de mayores dominios, sumándose luego en Salamanca a la vigorosa salud mental que las artes y las ciencias aportaban desde el nacer y crecer que supondría el nuevo Renacimiento. Podríamos también, aquí, pensarle en la cercana Talavera, luciendo su vara de Alcalde o ejerciendo leyes; pero esto sería posterior, cuando ya La Celestina anduviera por el mundo en ediciones y escenarios múltiples. Porque este paisaje de infancia, esta presencia y ambiente social en que nace y crece Fernando de Rojas, como su formación universitaria serían el nutriente que semillara las páginas de su inmortal obra, en la que no es nada complejo descubrir su conocimiento en los ambientes sociales de una burguesía que, reforzada por la picaresca y ambición de ciertos truhanes y bribonas (chulos y putas viejas, criados ambiciosos) resulta el mantenimiento principal del temas, si bien todo se crece ante el juego del amor imposible que lleva al fatídico desenlace de sus dos principales protagonistas.
Correlación escénica de causas y efectos que vivifican su enredo, aun cuando bastante antes de su conclusión ya el lector o espectador prevea el trágico final, pues la tragedia se está adivinando como celofán de la obra a través de la ambición, y luego muerte, de sus primeros personajes. Aquí vamos viendo cómo todos, o casi todos ellos mueren unos a manos de otros; únicamente Melibea, en ese arrebato o decepción que impone el trágico fin de Calisto, decide acabar con su vida por propia voluntad; pero esto será ya cuando casi cae el telón: “Padre mío (…  / …) Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Mi fin es llegado, llegado es mi descanso y tu pasión, llegado es mi alivio y tu pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de soledad”. (Despedida de Melibea en la escena final del Capítulo XX).
Vuelvo al metafórico párrafo inicial, aseverando que poco o nada original podemos aportar en un breve estudio sobre La Celestina cuando se viene estudiando y leyendo, viendo en escenarios, desde hace más de 500 años; sí reiterar en que, visto el ejemplo en varios de sus personajes “su drama representa la historia de la infidelidad humana”, y repetir con Cervantes que “sería una obra divina, si no abordara tanto lo humano”. 
El tema no resulta extraño ni excepcional en buena parte de nuestra literatura clásica; las escenas de alcahuetas y criados, con sus enjuagues amorosos, tienen ya su precedente principal en el Libro de Buen Amor, continúan en varias novelas de la picarescas castellana y se aborda en algún que otro romance del Cancionero Tradicional; si bien es cierto que estos que acabo de calificar llanamente como “enjuagues”, y que no son otra cosa que ambiciones personales o carnales deseos, imponen su astucia sobre el puro amor de los dos jóvenes que hacen posible tan inmortal obra.
Afortunadamente para él y para quienes después le hemos leído, más aún para quienes le han estudiado, libre de sotanas y, como adivinamos, sin ciertos prejuicios de sables ni ideologías, aunque viniera de familia de conversos, al conocer bien esa clase media a que pertenecía y la metamorfosis política y gobernante que operaba en la España de su tiempo, Rojas plasma en el tema de La Celestina un trágico estudio de la burguesía de entonces, amparándolo en el desafortunado amor de Calisto y Melibea.
Manuel Acedo Lavado: Calixto y Melibea
Esa tragedia con que se transforma y amplía el encabezamiento de La Celestina en su segunda aparición titular, la podemos ver patente ya desde su mismo comienzo: cuando el halcón desaparece en el huerto o jardín de Pleberio. Aquélla irá creciendo con la desventura del desdichado amor de los jóvenes, la muerte de sus propios personajes y de casi todos los que a uno y otro le son cercanos, las intrigas y maldades de ciertos criados, la intencionalidad de la dueña (“¡Bulla moneda y dure el pleito lo que dure!”), y, sobre todo, cuando más nos parece crecerse es en el monólogo final, como soledad y frustración del padre, quien a través de su propio infortunio y desengaño, puede pensarse que ésta refleja la desazón de la clase social a que pertenece y en la que Rojas centra la sociedad del drama. Por qué, si no, tras hacer el padre mención del dolor familiar, recurrir a ejemplos de pasajes bíblicos, literarios y mitológicos, consumado el suicidio de Melibea, se pregunta algo tan materialista como: “¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árbores? ¿Para quién fabriqué navíos? 
Pienso que para llegar a la convicción socialmente decepcionante de este monólogo final, habría que detenerse un poco en la esencia de algunos de los grandes párrafos de la obra, en la fuerza que alguien ve en la ambición (“no hay lugar tan alto que un asno cargado de oro no le suba”), porque ahí es donde no se detienen la avaricia ni el crimen; esto es lo que mancha el amor más puro. “¿Para qué es la fortuna favorable y próspera, sino para servir a la honra, que es el amor de los humanos bienes?”, como diría Sempronio a Calisto, pretendiendo con ello ampliar sus beneficios de su bolsa. Y, principalmente, las logradas economías de Celestina hilvanando argucias entre unos y otros.
Monumento a La Celestina
en el Huerto de Calisto y Melibea
Amparados en el amor de los jóvenes o valiéndose del mismo en su deseo, todos los personajes se utilizan buscando cada quien su beneficio personal. A excepción de Melibea, todos tienen prisa por hallar provecho. Visto así, se diría que el ser humano, la sociedad, ha cambiado muy poco en los últimos quinientos años; quizá tampoco lo hizo en los miles, millones, que nos han precedido a lo largo de la historia del hombre.
¡Nuestro gozo en un pozo! ¡Nuestro bien todo es perdido!”, como nos dirá Pleberio al principio de ese monólogo al que pretendemos llegar como interpretación personal de la tragedia. Interpretación suya, y por qué no de cualquiera, pues viene a demostrar, junto al dolor familiar que origina la muerte de la hija, su suicidio, la propia situación de padre, quien desde ese momento considera inútil y perdida la lucha social de toda su existencia, al saberse sin continuidad posible de herederos directos.
Quiero terminar con otra redundancia social de aquél y de nuestro tiempo, pues, vista la educación que Pleberio y Alisa imprimen en Melibea, como sucede hoy en algunas familias, resulta poco ejemplar, al comprobar no conocerla en sus inclinaciones ni desdicha. El encuentro con Calisto, la llegada del amor y el peligroso juego del mismo, tras la astuta y malévola intervención de Celestina y todas las consecuencias de criados, servidumbre, recaderos y amistades llevaron este desconocimiento a límites tan extremos que, en su crudo resultado, se regaría con la pasión del crimen y se cerraría con la tragedia del suicidio lo que naciera por amor.
No en vano, para Pleberio, el mundo terminaría siendo “una morada de fieras”, un “prado lleno de serpientes”, y lo que resulta peor, acabar convencido de que: “Iniqua es la ley, que a todos igual no es”. Algo que viene a demostrarnos, que la sociedad ha cambiado muy poco a lo largo de la historia.
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