MILCIADES ARÉVALO, UN ESCRITOR COLOMBIANO Y VIAJERO DE LA VIDA. por Johanna Marcela Rozo Enciso.
El escritor colombiano Milciades Arévalo nace en el Cruce de los Vientos (Zipaquirá), en el año 1943. Su vida transcurre, en buena parte, conociendo el mundo en un barco y leyendo. Y cumpliéndole la promesa al capitán Ariel Canzani de fundar una revista donde le daría cabida a todos los escritores marginados, viejos y jóvenes, conocidos y desconocidos. Así, en 1972 ve la luz “Puesto de Combate” que, aunque con este nombre diera a entender lo contrario, no tenía que ver con ninguna tendencia ni política ni literaria.
Milciades Arévalo cree en la libertad. Sobre todo en la libertad literaria. Esta revista, uno de los grandes milagros de Colombia, sobrevive ante la fatalidad de la publicaciones fugaces y por estos días cumple con 73 números.
En esta revista dio a conocer a muchos escritores y poetas. Entre ellos, a Raúl Gómez Jattin, quien fue su amigo y a quien acompaño en la poesía y en la locura. Le debemos a la terquedad de Milciades conocer la obra de Jattin de quien el mismo diría “Raúl Gómez Jattin, una de las voces más auténticas de la poesía colombiana actual. No hay en sus versos resonancias que en otro tiempo pregonaron y magnificaron poetas como Rimbaud, los poetas del surrealismo, la generación Beat, sino la esencia misma del que ha vivido, amado y leído mucho”.
Milciades Arévalo, quien no pertenece a ninguna generación ni aparece en antologías, y que desprecia la fama y sobre todo a los escritores presumidos como lo afirma en la frase “todos los hombres son poetas alguna vez en la vida, pero los verdaderos poetas son irrepetibles. Los poetas de mi país parecían ungidos por la gracias de Dios y no por la vida…Tal vez por eso eran estridentes, vanidosos, bulliciosos, envidiosos y desleales” (del libro “Cenizas en la ducha”).
Viaja a París como un ser anónimo y la ciudad es retratada en la mayoría de sus cuentos. Sus textos están cargados de realidad y fantasía, de historias de vida mezcladas con viajes de marinero. También está presente la actualidad colombiana. El amor se manifiesta en su obra de una manera cruel, tomando la soledad de los seres humanos que nos impide acercarnos al otro. «El amor ya no tiene sentido en un país de muertos», afirma Irlena, la protagonista de su novela «Cenizas en la ducha».
Su obra es erótica, angustiosa y en ocasiones cruel. Sus personajes transitan por lugares buscando amor o compañía, pero son seres ermitaños incapaces de amar o incapaces de ser amados. Entre sus libros se destacan “El oficio de la adoración” (relatos-1988), “Inventario de Invierno” (cuentos juveniles-1995) y «Cenizas en la ducha” (novela-2001).
Tiene varios inéditos, entre ellos, “Manzanitas verdes” (cuentos), “El jardín subterráneo” (teatro), “Galería de la memoria” (ensayo), “La loca poesía” (antología) y “El héroe de todas las derrotas” (novela).
Participó de los siguientes encuentros: «Conmemoración de los 10 años de la muerte de Pablo Neruda», Universidad Autónoma de Santo Domingo (República Dominicana, 1983), «Viaje por la Literatura Colombiana», realizado por el Banco de la República (1984), “Primer Encuentro Iberoamericano de Teatro» (Madrid, 1985), con presentación de su obra «El jardín subterráneo» en Madrid, Granada, Palma de Mallorca y Toledo. Y realizó los tres encuentros de Revistas y Suplementos Literarios de la Feria del Libro en Bogotá 1988-1990 y el “Primer Encuentro de Revistas Culturales de América Latina y el Caribe” invitado por Casa de las Américas, en 1989. Fundó la Sociedad de la Imaginación.
El caballo del viento y la muchacha desnuda
Un sueño es una escritura, y hay muchas
escrituras que sólo son sueños.
Umberto Eco
El día que leí mi primer poema comenzó mi desgracia.
Si bien es cierto que ya había leído a Blake y a los poetas judíos de Toledo, todavía no era capaz de confundir a la congregación con poemas de este tenor: Ecia vlume veldé, eninoc qu, que en idioma vulgar no era otra cosa que una letanía de amor. Tal vez por eso y sólo por eso, y también para castigarme contra las tentaciones de la poesía, el prior del monasterio me mandó a refrescar el magín al río.
No había terminado de saborear el agua, que a esa hora de la tarde era de vidrio, vi a unas muchachas bailando en la orilla opuesta al son de un laúd, tanto que no parecían lo que eran sino plantas ornamentales, flores, parte del paisaje -digo, es un decir-. ¡Oh, hermosas muchachas!
Para comprobar lo que veían mis ojos, presto me zambullí en lo más terrible de la corriente, luchando a brazo partido contra la muerte, desorientado como un pez en extrañas aguas. A punto de saborear mi primer triunfo contra las tentaciones del demonio, las muchachas comenzaron a gritar en coro: «¡Cuidado con las serpientes! ¡Cuidado con la fauna acuática! ¡Cuidado con lo que no ve!», porque a decir verdad yo parecía un tronco a la deriva. Tan pronto hube llegado a la orilla opuesta sentí como un suspiro de agonías y caí de rodillas ante la más bella.
Ella se quedó mirándome como si acabara de encontrar la dicha, para que las demás muchachas se murieran de envidia o se tiraran los pelos de pura rabia o se fueran a sus casas a morderse los labios delante del espejo y nos dejaran solos para besarnos de la manera más deliciosa
Después de muchas cabriolas y equilibrios, ella desenfundó mi sexito, duro y templadito como un puñal de acero y comenzó a cabalgar sobre mí cuerpo corriendo desbocada, descocada, vaiviniéndose, haciendo olas con su pelo, ¿qué podía hacer yo bajo su cuerpo de luna refulgente? -¡Válgame Dios!-. Ella no quería oírme, sólo huir hacia ninguna parte, sentadita sobre mi puñal de tormento, con el pelo al viento, sin zamarros ni espuelas de plata.
Cuando empezaron a sonar las campanas para la víspera, ya no había nada más que hacer, ni caballo ni muchacha desnuda huyendo sobre el lomo del viento, sólo la mañana de un nuevo día temblando entre los árboles, vino el prior a buscarme. Al verme en tal estado, desnudo y hambriento, enredado entre las zarzas de mi propia desgracia, con el seso perdido de un miserable Lázaro, me preguntó qué había pasado conmigo.
Todo se lo conté. Sin embargo, fue como si no me oyera. En volandas me trajo de regreso al monasterio y me puso a comer arañas en un rincón de la biblioteca de la venerable congregación, para que no olvidara jamás mis propósitos iniciáticos y pudiera dedicar mis horas de holganza a otros virtuosismos más doctos que el amor.
Desde entonces, heme aquí, tratando de olvidar todo lo acontecido a la orilla del río, en el sendero del bosque donde aún pastan el caballo del viento y la muchacha desnuda.
(Cuentos del libro “El héroe de todas las derrotas)
La carpa de las maravillas
A la orilla del río Sinú, en los bares de Montería, a la entrada de Ayapel, por las vegas del San Jorge, en las calles polvorientas de Ciénaga de Oro, en el atrio de San Benito Abad, en las corralejas de Majagual, en la plaza de mercado de Cereté, en pueblos miserables de cuatro casas de palma donde la gente no hacía sino esperar que pasara un año para seguir esperando el año siguiente, a donde quiera que iba bello era el sol, el canto de los pájaros, el paisaje, las mujeres…
La poesía estaba en todas partes y el viento me bañaba la piel.
Un viernes de hastío llegué a Magangué, un puerto sin importancia a la orilla del río de La Magdalena, con calles destapadas, depósitos de arroz y mosquitos que zumbaban por todas partes. Como el más perdido vagabundo me puse a deambular bajo el sopor del día, pero a esa hora los habitantes del lugar debían estar echando la siesta detrás del mosquitero o bebiendo cerveza: no había ni un alma en las calles.
Al pasar por el cementerio vi salir llorando a una hermosa dama enlutada. La seguí hasta La Carpa de las Maravillas, el circo más pobre que jamás habían visto mis ojos.
-Señora, ¿por qué llora con tanta lástima? – le pregunté.
En medio del calor que nos envolvía alcancé a escuchar los rugidos de las fieras disputándose la comida con los payasos. Con entereza me contó que a su bien amado Asmodeo lo había matado, no el león del circo sino un espectador en la función del domingo anterior por haber dicho que «el arte era revolucionario». Tratando de enmendar mi torpeza y le pregunté:
-¿A qué horas comienza la función?
-A las siete en punto –dijo y entró al circo.
Mientras abrían la taquilla fui al parque a vender retratos de novias muertas, poemas de amor, estampitas de la virgen a punto de lo indecible, cristos agonizantes, polvos infalibles para el amor, afrodisios para erguir el miembro, ungüentos de acónito contra males inconfesables y pócimas para despertar a los sonámbulos y engañar a la muerte, mercancías que venía subastando por un almuerzo, la posada en un hotel, la entrada a un fandango, el viaje en chalupa… ¡Maldición! Cuando me acordé del circo ya eran las siete. Fui corriendo a comprar un boleto de primera fila para ver de cerca el temblor del miedo, la agilidad de los volatineros y la destreza de las contorsionistas.
Dentro de la carpa todo mostraba un gran deterioro y a la vez la dignidad envidiable de quien por puro orgullo prefiere morirse de hambre antes que pedir limosna por principios estéticos.
-“Si esto no fuera un circo – pensé -, si el arte no se confundiera tanto con la vida ni la realidad con la poesía, el señor Fellini tendría que hacerle una venia a estos artistas que hacían de su infortunio una virtud, engrandeciendo el arte circense a cambio de unos miserables aplausos que les regalaba el público. El público no daba sino su risa, porque hasta para reír éramos, no los habitantes de un país surreal y mágico sino de analfabetas”.
Ya eran las ocho y la función no comenzaba. El cansancio se iba apoderando de los espectadores. No éramos más de 20 personas, en su mayoría bateleros, mecánicos, empleados del puerto, dos mujeres embarazadas, un vendedor de batán, tres niños y una muchacha de pollerines escandalosos. El recaudo de la taquilla no alcanzaba para que la trouppe pudiera comprarse un plato de sopa.
Cuando el público comenzó a impacientarse, el maestro de ceremonia, un flaco con dientes de aserrín, anunció por el altavoz de cartón todas las maravillas que nos iban a representar esa noche en memoria del bien amado Asmodeo y de todos los cirqueros que habían muerto por revolucionar el arte circense.
-Con ustedes… ¡Maaiiiira la trapecista!
Una espigada muchachita color aceituna, no mayor de 15 años, cubierta apenas por un bikini rojo y el pelo recogido en la nuca en forma de colita de caballo, trepó por la cuerda floja contorsionándose como una lagartija al punto que ninguno de los espectadores dejó de admirarla por un segundo, tanto que los 10 pesos que habíamos pagado por la boleta nos parecieron miserables comparados con la destreza de Maira, la hija predilecta de los trapecistas del mundo.
Maira, que era cajera, saltimbanqui, trapecista y también mamá, tan pronto terminó su actuación se puso a vender golosinas entre los asistentes mientras Rambo, un karateca de barrio chino nos hacía temblar, no por lo osado de su acto sino por su falta de pericia en el lanzamiento de los cuchillos, muchos de los cuales quedaron clavados en el entarimado del palco. Tal vez por eso el público no aplaudió como correspondía. El público es muy desagradecido con los artistas; siempre esperan ver sangre.
El maestro de ceremonia sacudió el polvo de su deslucido frac y acto seguido anunció a Ofrandé, «la adivinadora del porvenir». El pálido de su tez, las ojeras, el cabello… Cualquiera hubiera podido pensar que se trataba de un ser llegado de otro mundo y no la misma dama que horas antes yo había visto llorar en la puerta del cementerio llorando por el alma del bien amado Asmodeo, quien en esos momentos debía estar revolcándose en su tumba.
Le pedí que me revelara el porvenir. Después de examinarme la palma de la mano con sumo detenimiento, concluyó que yo iba a morir ahogado en las embravecidas aguas del Atlántico. Seguramente pensó que yo era un pirata porque tenía los ojos de agua y el rostro de agua, para que todos aquellos que me vieran una sola vez se acordaran por siempre de mí navegando sobre el lomo del río que un día se llevó mi alma y la depositó en el bosque de sal donde habita el ánima de los ausentes.
-Ofrandé, no juegues con la sed de los sedientos –le pedí.
-Lo dicen las líneas de tu mano.
Desde entonces estoy por creer que fue un sueño que alguna vez soñé porque yo jamás estuve en Magangué.