OFICIOS QUE DESAPARECEN: EL ESPARTERO por Luc Demeuleneire

«La herramienta más importante son mis manos»
 «El que trabaja el esparto de pan no muere harto».    Refrán murciano
 Hay dos tipos de esparteros: los que quieren y pueden y los otros.
    
Matias el espartero
 Así de claro se expresa Matías Guillen, el de la casa Pedriñán. En sus palabras, nada del «Todos somos iguales», tan en boga hoy en día.
«Para ser espartero hay que tener las manos dulces, suaves», precisa,  «y no todo el mundo las tiene. Algunos de mis alumnos, después de varios años, aún no lo hacen bien; en cambio, otros lo consiguen en quince días. Lo importante es tener el don».
En realidad, nuestro hombre se expresa de manera tan tajante porque quiere que su arte sea reconocido, que se distinga al artista-artesano del artesano ordinario o del comerciante, que sólo piensa en sus ventas.
            Como la mayoría de sus colegas, Matías se inició en el arte del esparto de muy joven. «Empecé a los doce años», explica, «Aprendí poco a poco. Primero con mi padre, luego con un hermano de mi mujer que lo hacía muy bien. También me formé mucho solo, experimentando, probando…».
En aquellos tiempos, hace sesenta años, el mundo era diferente. No había ni plásticos ni caucho. De hecho, la industria petroquímica apenas existía, estaba en sus primeros balbuceos, así que cada uno tenía que fabricarse un montón de objetos cotidianos, como las esparteñas, los capazos para las olivas o los serones para los burros.
Matías se acuerda perfectamente de lo que podríamos llamar la «época de esplendor del esparto».
«La gente se reunía por la noche», declara, «después de acabar con el trabajo en la huerta. Mientras las mozas hacían punto, los hombres elaborábamos objetos de esparto. En aquella época, los hombres éramos casi todos esparteros. Me refiero a la posguerra. Naturalmente, trenzando la pleita, hablábamos, comentábamos las cosas, contábamos chistes y episodios que les habían pasado a los vecinos. Trabajábamos y nos divertíamos a la vez. Solíamos quedarnos hasta las doce de la noche».
Los esparteros abundaron en Mula hasta los años sesenta. De hecho, nuestra región ha sido siempre rica en esparto.
Hoy, por desgracia, no quedan más que dos: Matías y otro, un hombre muy mayor, que podemos ver de vez en cuando frente a la iglesia de San Francisco, absorto en la fabricación de alguna cesta.
En general, el trabajo del esparto era complementario a la ocupación principal, la que procuraba el sustento. Sólo una minoría, y por motivos de salud, lo ejercía de manera profesional. «Empecé a dedicarme en serio al oficio por culpa de una grave operación del corazón», explica Matías. «Necesitaba alguna actividad más tranquila que la mía, pues yo era obrero agrícola».
Hoy, a la edad de setenta y siete años, el hombre sigue trabajando tranquilamente, a su ritmo, más para entretenerse que por otra cosa. De hecho, nadie espera sus obras.
«Hace veinticinco años había demanda, sacaba para mis gastos. Ahora ya no es así».
Matías hace de todo con el esparto, objetos prácticos, decorativos, cualquier cosa.
«Yo me encuentro preparado para hacer lo que sea,» asegura. «Hago muchas cosas prácticas, es verdad, por ejemplo, leñeros, capazos, jugueteros, espuertas. Pero eso no es todo. Hago también miniaturas, esparteñicas, por ejemplo. En los ochenta tuvieron mucho éxito; mucha gente las colgaba en el retrovisor de su coche».
Nuestro espartero no tiene taller. Trabaja en su salón, sentado en el sofá, con una mesa baja frente a él.
Cuando fui a visitarlo estaba haciendo pleita. Con dos agujas de red, parecía tricotar.
«La pleita, tira de esparto trenzado que se usa como base para montar objetos, se hace de diecinueve maneras. Puede tener desde de nueve hasta treinta y cinco hilos. La suelen hacer mujeres, la hacen por metros; la que yo utilizo la trenzo yo mismo».
Observo los útiles de trabajo y me pongo a fotografiarlos. «Sobre la mesa, tengo de todo», interviene Matías, «punzones, agujas, niveles para las medidas, martillo, alicates, guantes para coger el esparto… pero lo más importante no está en la mesa, lo más importante son mis manos».
Por supuesto, los esparteros tienen que ir a recoger su materia prima una vez al año, entre julio y agosto. No se compra en ninguna tienda. ¡Y Matías no falta a la regla!
«El esparto lo siego yo en el monte», explica Matías, «Por aquí hay en muchos sitios. Se trata de una planta que crece muy bien en ambientes desérticos. Lo cosecho verde, lo pongo al sol extendido y, al cabo de unos veinte días, cuando ya lo veo tostado, lo recojo. Para trabajarlo, hay que ponerlo a remojo de un día para otro».
Actualmente, Matías está contento. Cumple con el sueño de muchos artesanos: está transmitiendo su saber.
¿Hay algún rayo de esperanza? ¿Los esparteros están destinados a sobrevivir en nuestra región?
«Las personas que acuden a mis clases, dos chavales y un señor mayor, lo hacen en plan de hobby», explica, «no tienen como objetivo ser profesionales, ni siquiera ser capaces de realizar un trabajo profesional. Algo podrán hacer, claro, eso espero, pero no mucho. En todo caso, no serán mis continuadores».
Una cosa que llama la atención cuando nos encontramos con Matías es la relación que tiene con su mujer.
Es frecuente que las parejas de artesanos estén muy unidas, pero en este caso hay algo más que una simple unión, existe una verdadera complicidad.
«Mi mujer me ayuda mucho», confiesa nuestro interlocutor. «Me da ideas, pinta los objetos después de que yo los haya terminado… Ella fue modista y tiene mucha vista. Está en cada momento de mi vida creativa».
Su esposa, en todo caso, lo acompaña por todas partes. Es difícil ver al uno sin el otro. Tengo la impresión de que son como esas «esparteñicas» que fabrica, que una vez colgadas en el retrovisor de un coche, bailan constantemente al mismo ritmo.
Un domingo de abril fui a visitar a Matías al mercado artesanal del Paseo. Me había invitado a que fuera a verlo.
Lo encontré allí delante de su pequeño puesto, en primera fila – ¿para estar más cerca de los clientes?–, mientras que su mujer estaba detrás, quizás vigilando el escaparate.
Matías compartía mesa con otra persona, el Federo, un creador original que realiza esculturas a partir de ramas de árbol. El otro espartero muleño estaba a una distancia respetable.
Había mucha gente, muchos transeúntes. La buena temperatura invitaba, desde luego, al paseo. Unos amigos de Matías se acercaron y se quedaron hablando, como si estuvieran en el bar o en la plaza mayor pasando el tiempo…
A la gente le gusta el esparto, no hay lugar a dudas. En el mercadillo artesanal, mientras Matías y sus amigos estaban hablando, los curiosos no dudaron en interrumpirlos más de una vez.
Ahora bien, como diría Matías: «Me parece evidente que a la gente le gusta el esparto pero el problema no está allí… el problema es que prefieren mirarlo que comprarlo, contribuyendo así a que el oficio caiga en el olvido».
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