UN BOTICARIO VIAJANDO CON FERNANDO DE ROJAS, por Ángel del Valle Nieto
Hoy visitamos y divisamos desde esta nuestra primera aparición en Alcazaba y aunque lo hagamos someramente, a la Puebla de Montalbán y a Talavera de la Reina. ¿Y por qué? Porque en la primera nació y en la segunda murió dejando mi incompetencia al margen la bellísima Salamanca, universitaria y universal, en la que escribió su inmortal Tragicomedia de Calixto y Melibea (“La Celestina”).
Nació Fernando de Rojas en la Puebla de Montalbán. Era abogado y cursó sus estudios de Jurisprudencia en la Universidad de Salamanca. Se naturalizó en Talavera de la reina, en la que aparece como vecino en 1517, llegando a ejercer el cargo de Alcalde Mayor. Y en ella murió.
Fernando de Rojas nos llevará de la mano por la noble y antigua villa monumental de la Puebla de Montalbán, de antiquísimo origen, que fue propiedad, en su día, de los Caballeros templarios. Y nos mostrará, orgulloso, la irregular planta de su Plaza Mayor en la que destaca la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Paz, obra de transición del gótico al estilo renacentista y el palacio de los Duques de Osuna.
Nos indicará la calle de los Baños (como luego hará en Talavera) para señalar a su boticario acompañante los aparejos para baño que su Celestina confeccionaba y que eran maravilla en palabras de Pármeno; de las yerbas y raíces que tenía en el techo de su casa colgadas: manzanilla y romero, malvaviscos, culantrillo, coronillas, flor de saúco y de mostaza, espliego y laurel blanco, tostarosa y gramomilla, flor salvaje e higueruela, pico de oro y hoja tinta.
Veremos, asimismo, la emblemática Torre de San Miguel. Y conventos, iglesias y ermitas que nos traen sus voces históricas ( de la irrenunciable Historia de España) como un testimonio imperecedero de nuestro pasado, pórtico de nuestro presente.
Antes de salir de La Puebla, Rojas nos insta a no abandonar las tierras de la villa sin antes acercarnos a la iglesia de Santa María de Melque, edificio visigótico de los siglos VIII y IX, convertido posteriormente en fortaleza, y el castillo, con un perímetro de setecientos metros en su recinto principal y dos grandiosas torres albarranas, semejantes a las que nos volverá a mostrar en Talavera.
Y hacia ésta nos dirigimos, bordeando la margen derecha del Tajo. Nada más llegar, Fernando de Rojas nos lleva a la Plaza del Pan para enseñarnos, con una impaciencia casi infantil, pero plenamente justificada, el edificio en el que ejerció de Alcalde Mayor, hoy sede de la Delegación de la Junta de Comunidades. A su lado, el gótico siempre esbelto de Santa María la Mayor y, enfrente, formando un solo bloque arquitectónico con el Hospital de la Misericordia (hoy Centro Cultural “Rafael Morales”), el actual Ayuntamiento del que salen Las Mondas a rendir tributo a la Virgen del Prado en su basílica en una de las fiestas más antiguas, si no la más, de cuantas tienen lugar en las tierras de España.
Se entusiasma y emociona Fernando de Rojas al caminar por el casco antiguo en el que vivió y trabajó y ante nuestros ojos presenta los restos de tres recintos amurallados, el primero de los cuales tiene adosadas las torres albarranas que nos mostró en el castillo de la Puebla.
Nos lleva a detenernos, como parando para nosotros el tiempo ya parado para él, ante Santiago de los Caballeros, Conventos de San Agustín y San Jerónimo, iglesias de San Prudencio, San Francisco y el Salvador, que nos muestra su elegante ábside mudéjar del siglo XIII y nos acerca hasta el de Santiago, del siglo XIV. Baja hasta la Puerta de Zamora y toma la dirección de la Cañada de Alfares, de evocador nombre, pata alcanzar los Jardines de El Prado, antesala de ese otro jardín de piedad y devoción mariana que es la Basílica de Nuestra Señora del Prado, verdadero núcleo espiritual de Talavera y su comarca.
Pero se tiene que ir. No soporta ni entiende los desaforados carruajes que transitan por las calles, ni las prisas. Quiere hallar un convento en la Trinidad y no divisa más que un edificio tan alto que le recuerda a la Torre de Babel. Está aturdido; confuso y aturdido. Quisiera habernos llevado al barrio en el que situó la casa de Celestina y hablarnos, por nuestra profesión, de que tenía una cámara llena de alambiques, de redomillas, de barrilejos de barro, de vidrio, de arambre, se estaño, hechos de mil faziones, en la que hacía solimán, afeyte cocido, argentadas, bujelladas, aguas de rostro y hasta agua de mayo que la mandaron a confeccionar, tal era su pericia. Pero Fernando de Rojas está perdido; ya no conoce más de su Talavera y se queda descansando en la sacristía de ,para él, todavía Ermita, en la que tantas veces depositó, reverente y humilde, su bastón de Alcalde Mayor.
El Tajo dibujó un meandro para abrazar indeleblemente a Toledo y construyó para Talavera una fértil terraza cuaternaria en la que asentarla. Y así lo hace esta ciudad que crece y crece como si fuera un aluvión más del río que la besa. Ese mismo río que impregna sus arcillas que luego, en sus hornos y en el corazón de sus alfareros, nacerán bajo las formas mágicas de la Cerámica de Talavera y que, terminando la visita, podemos contemplar en el inigualable Museo “Ruiz de Luna” y en ese mar de azulejos que muestra su estático y bellísimo oleaje en los muros de la Basílica.
Nos despedimos de Talavera, que nos regala las mejores luces de su crepúsculo sobre el Tajo. No quisiéramos pecar de ilusos, pero sobre el puente de Santa Catalina, que todos llamamos “viejo” o “romano”, nos parece ver que se recorta la silueta de un hombre que eleva una especie de bastón consistorial en señal de saludo y que se apoya, cansado en una todavía terne puta vieja alcoholada…
Revista 50