FORTALEZA DE MOYA (CUENCA), por Miguel Romero, Director de la UNED de Cuenca
Y nos vamos hacia Aragón, camino de tierras altas. En este camino, abrupto por los recovecos del Cabriel y Turia, los pinares te envuelven sin saber cómo seguir. Dejas el Cañizar de Cañete, las Corbeteras de Pajaroncillo, un poco más arriba las hoces dela Sierrade las Cuerdas, en otrora Boniches y, caminas, casi despacio por el obligado recorrido, para adentrarte en esas Tierras de Moya.
El Marquesado de Moya fue creación para premiar lealtades. Sobre el amplio solar, la inquietante fortaleza que domina un impresionante panorama, te vigila y te retiene. La meseta que sustenta lo que fue la población aún detenta una iglesia y el ayuntamiento, pero paredones inmensos son los restos de otras, conventos y cimientos de casas alineadas en distintas calles. Desde la cima donde está Moya se divisan las viejas aldeas dependientes del municipio: Santo Domingo, Fuentelspino, Campillos, Algarra, Los Huertos y el Arrabal como único vestigio del imponente bastión. Al lado, Landete.
“En la conquista de Moya
Don Álvaro de Mariño
Por blasón ganó la espada
Y Moya por apellido.”
La historia de esta Tierra es inmensa. Hasta el siglo XII Moya estuvo bajo el poder musulmán. Dicen las crónicas que, formando parte de las huestes árabes, junto a las de Cuenca y Alarcón, estuvieron en la famosa batalla de Uclés allá por 1176, siendo reconquistada definitivamente por Alfonso VIII en 1183.
En ese año, el propio rey castellano, queriendo asegurar su dominio frente al rey valenciano, una vez reconquistada toda la zona conquense, determinó apoderarse de la llamada Meya del Cherif Al Edrís, encomendando su toma a don Álvaro Das Mariñas, el cual tras la reconquista cambiaría su apellido por el de Moya.
Repoblada en el año 1210 sufriría un duro ataque almohade y en 1211 fue cedida ala Ordende Santiago que no toma posesión de ella hasta el año 1215 cuando Enrique I concede ese privilegio a manos de Don Juan González, maestre de Calatrava algo más tarde. En esa etapa funda Hospital para redención de cautivos, bajo la espada de Santiago Matamoros.
Su primera repoblación se hizo a base de gentes riojanas (Pedro García y Fortín García), ascendiendo también destacados caballeros, como Pedro Fernández, merino mayor, y Pero Vidas, caballero de Atienza, muy pronto ricamente heredados en estos lares. Torres defensivas marcarán la jurisdicción de sus predios: Torre de don Alonso, torre de Morant, Torre dela Dehesa, torre de Abengomar y Torre de Borrachina, entre otras.
Sin embargo, estas tierras fueron luego concedidas a Don Juan Nuñez de Lara, señor también de Albarracín, que aliado con el rey de Aragón Sancho IV de Castilla, logró resistir el acoso y aun el sitio que este monarca le puso en el año 1290. Desposeídos los poderosos Lara de su gran Señorío de Molina, aun permanecieron, algún tiempo, enriscados por estas serranías ibéricas.
Ya en el siglo XIV, el rey Enrique II hizo merced de Moya a su cortesano Alvar García de Albornoz, por su fidelidad y apoyo en la guerra civil contra su hermanastro Pedro I. fue hijo de este Alvar, Micer Gómez de Albornoz, quien puede considerarse como auténtico señor de la villa, de la tierra y del castillo. La gente de Moya y su alfoz resistió la orden real.
Está claro que desde 1296 hasta 1480, Moya irá de mano en mano en pago de favores o en garantía de servicios y pactos. En 1319, el rey Fernando IV declaró la villa, Patrimonio dela Corona, pasando a ser villa y tierra de realengo.
Violentando el deseo tantas veces expuesto por los habitantes de la villa, de no querer pertenecer a señorío particular, el marqués de Villena recibió, de manos reales, el señorío de Moya en 1448. Sin embargo, nunca pudo llegar a tomar posesión de la misma, ante la tenaz oposición de las gentes que siempre tuvieron fama de rebeldes.
En 1463, estando en Segovia el rey Enrique IV, entregó el señorío a su cortesano Andrés de Cabrera quien tampoco podría tomar posesión de este señorío hasta el año 1475.
Durante el reinado de los Reyes Católicos alcanzaría el rango de Marquesado a Andrés de Cabrera y a su mujer, Beatriz de Bobadilla, dado en Segovia en el año 1480. Estos momentos serían los de mayor trascendencia e importancia dentro de la propia Corona, alcanzando su mayor apogeo en el siglo XVI, tanto en densidad de población como en realidades arquitectónicas de la propia Villa, elevándose nuevas iglesias, palacios y edificaciones diversas, reforzándose el castillo y murallas, y otorgando al recinto fortificado su auténtico sabor de villa encastillada. De 1589 es, según se lee en la inscripción de una puerta de la muralla, la reforma de la cerca, sufragada por el entonces heredero directo de los primeros marqueses, don Francisco Pérez de Cabrera y Bobadilla, quién vivió largos años retirado en su reducto conquense.
Tal como estaba entonces quedó para siempre.
Puede decirse que será en el siglo XVIII cuando Moya entra en su decadencia más absoluta. Con la desaparición en estas tierras de las familias nobles de Albornoces, Cabreras, Carrillos y Pachecos, solamente los Zapata permanecerán dándole el rango de linaje. Es, en este siglo, cuando pasa a la familia de los duques de Peñaranda, y luego a los de Alba, en cuyo caudal de títulos entró la villa, la fortaleza y el marquesado.
La villa de Moya es uno de los reductos dela Españaincreíble, dela Castillasoñada y dela Cuencamás histórica. La silueta que se divisa desde larga distancia eleva al infinito la sensación de grandeza, de inmensidad soñada y de realidades poco comunes, en la que su estampa define lo que el tiempo intenta detener ante un derroche de magia poco común.
La Moyaque Carlos de la Ricaglosara como “esa ruina imponente, gloriosa, inerme también porque se desmenuza y cae, es la misma que restan sus paredes con esos torreones que delatan la presencia de su castillo adelantado mayor, digno gigante derribado…”
La misma que Florencio Martínez Ruiz dijera: “Moya es una de mis fantasmagorías oníricas que siempre he soñado y sino fuera porque Cuenca es la ciudad más mágica del mundo, a la que más que vivir en ella cabe admirarla cada mañana en oración, hubiera tramitado de algún modo mi delirio, hacia esta Moya mágica, inmensa, especial.”
Como villa fortificada, Moya albergó en sus mejores tiempos muchos notables edificios. Además de la capilla del Hospital y las iglesias de los conventos de monjas y de Franciscanos había seis edificios parroquiales: la de Santa Maríala Mayor, como la más antigua de todas con pórtico gótico y arcos ojivales interiores, ahora muy reformada; la dela SantísimaTrinidad, cuya construcción se iniciaría en el siglo XIII y se acabaría reformada en el XVII. Está situada en el callejón del Alcalde junto a la plaza mayor de la que solamente queda en pie su espadaña; la de San Miguel, del siglo XIV, en el extremo norte de la calle “de las Rejas”; la de San Pedro, del siglo XVII, junto al convento de las Monjas y ahora totalmente arruinada; la de San Juan, situada en la explanada que hay entre el castillo y el Hospital, junto a la muralla exterior y puerta; la de San Bartolomé del siglo XV, que se encuentra junto a la puerta dela Villay de la que solamente queda en pie parte de su espadaña.
Otros edificios, junto a la fortaleza y el largo recinto amurallado que la definen, nos encontramos dos singulares y representativos edificios: el Ayuntamiento y Pósito, restaurado y situado en la plaza Mayor; el monasterio de las Recoletas Bernardas y el convento de San Francisco del XVI.
Hablar ahora de este conjunto majestuoso, inmemorial y ruinoso, es hablar de historia, pero es también resaltar la grandeza de un tiempo histórico, decisivo en los aconteceres medievales de Castilla, reducto de un sinfín de hombres valientes y honestos que hicieron de su gran villa, emblema y poder en aquellos siglos XIV, XV y XVI. Después de franceses, carlistas, republicanos y guerrilleros, ahora, duerme en las raíces del silencio, acurrucando sus muros entre las piedras que le hicieron grande y esperando que el esfuerzo dela Asociaciónde Amigos de Moya, que tanto ha conseguido hasta ahora, pueda seguir despertándola de su pasado.
Moya, costura solemne de la sierra conquense que orea la brisa marina de un Mediterráneo levantino, entre espadañas montaraces, almenas desdentadas, saeteras misteriosas y piedras milenarias, se eleva, crepuscular, en ese monte señero que le adorna haciendo grande la silueta preciosista de orihuelas somnolientas y presuntuosas.
Fotos Carlos Morcillo y Luis Manuel Moll