CASIANO GONZALEZ, CARRETEONERO DE TOMELLOSO, por Natividad Cepeda

EL CARRETONERO

Hasta mediados del año 1964 Casiano González, «el Moreno» fue carretonero en la casa de Jonás Torres  Y CIA.,S A (Elaboración de alcohol) Durante 22 años, fue y vino ininterrumpidamente, desde la bodega situada en la calle del Campo, 111, hasta la estación de tren de Tomelloso. A diario atravesaba con su carretón las arterias de las calles Campo y Don Víctor Peñasco (esta ultima conocida popularmente por la calle dela Feria) conduciendo su carga de vino hasta los fudres. Para llenar un fudre se necesitaban 24 cubas de vino. El Fudre eran los vagones que llevaban dentro una  cuba de 1000 arrobas. Los carretones transportaban dos cubas, cada una de 40 arrobas, ósea 80 arrobas cada carretón, 8 horas de trabajo repartidas en 6 viajes desde la bodega a la estación de tren. Para llenar un fudre se necesitaban 24 cubas, una vez lleno se cerraba la puerta y se precintaba, emprendiendo el vino el viaje hasta el  punto donde se convertiría en alcohol, o en vino, etiquetado con marcas que ocultaba su lugar de origen.

El oficio de carretonero es un oficio extinguido y como tantos otros ignorado por la sociedad actual, pero ocuparon durante un tiempo un trabajo indispensable en los pueblos manchegos, y muy espacialmente en Tomelloso.

Casiano González es un hombre mayor, un anciano por el que se siente respeto cuando se le escucha hablar, con su mirada franca y su gesto alegre en un rostro marcado por surcos nobles de arrugas. Arrugas tostadas por el sol que muestran el duro trabajo de un buen hombre.

Todo empezó cuando a los 17 años  deja la huerta familiar y entra a trabajar en la bodega, más tarde cuando es llamado para cumplir con el servicio militar es destinado a Gerona. Allí se encuentra con otros dos tomelloseros que estaban en las caballerizas.

Él, es destinado para las ametralladoras que eran trasportadas con mulas, porque como buen mulero las conocía y no le daban miedo. Casiano González tiene la sabiduría de los hombres que manejan una gramática parda, llamada de ese modo porque dentro de su cultura popular poseen datos y saberes aprendidos oralmente. Su filosofía es amplia por saber escuchar y aprender de los que le precedieron. Y es de suma importancia escuchar de sus labios el lenguaje empleado para definir animales, trabajos y enseres de un oficio que ha pasado a engrosar el recuerdo. Este singular hombre reconoce con la mayor naturalidad y humildad su escaso saber en leer y escribir, sin ser esto impedimento para conocer y detallar cada hueso de las mulas. Casiano tiene el labio superior partido por una coz,  y cuando habla de las mulas retiene en su interior la historia de una época en la que, la aventura de vivir, estuvo unida a esos animales.

Tiene el sentimiento arraigado de que todos, hombres, mujeres y niños. trazaron una línea de trabajo y convivencia que hicieron posible el crecimiento del pueblo. Sabe que los sueños de todos ellos fueron escasos y fugaces, y que el logro mayor era conseguir una casa, una viña, o una huerta como patrimonio para la vejez. Casiano sabe que no hubo lugar para la evasión, ni espacio para almacenar caprichos.

Se obligaron a trabajar para salir de la pobreza extrema. Se dieron al trabajo a la manera de ofrenda permanente sobre el calor del verano o el frío del invierno.

Las mujeres trabajaron hasta embarazadas, y los hombres no sabían lo que era la queja y el desaliento. Las mulas, los borricos y los perros formaban parte de las familias.

Cuenta que se llamaba a las mulas según se comportaban, y de ahí provenía su valor económico. A las que tiraban patás  se las llamaban desertas y repelosas, y había que persignarse por lo peligrosas que eran con su boca y sus patas. Esas mulas se vendían más baratas, y las solían comprar los que iban a por leña al monte, o el pobre que no podía comprar otras mejores. Eran las  abrochas porque tiraban del carro, y el borrico, puesto delante, era la llave de las mulas.

Para cuidar bien de las mulas había que conocer sus huesos y sus músculos, y Casiano «el Moreno», los enumera como si se trataran de los dedos de sus manos. Con su mirada iluminada nombra los huesos de las mulas entre ellos, el casco, la cuartilla, la rodilla, la cruz, los corvejones… Las mulas y los machos eran muy valientes, pero cuando se obligaba demasiado a los animales con el trabajo se liaban  a sudar, entonces ya sabíamos que estaba la mula desmaya, lo solucionábamos con una sopa de vino. Cogíamos medio pan mojado en vino, se lo dábamos a comer, y enseguida se reanimaban. A los animales se les toma mucho cariño, yo tuve un macho al que llamamos Moro, era un macho nevaó, es el macho con el que me hice la fotografía. Me la hice al volver la esquina del paseo de San Isidro, donde ahora está la gasolinera,  camino de la estación de ferrocarril. ¡ Cuánto se puede llegar a querer a los animales! Se quieren como si fueran de la familia. A los animales los considero con  más talento que nosotros y con mayor nobleza.

Recordando a su macho nevao  a Casiano González, «el moreno», se le ilumina la mirada como si estuviera soñando, y como hablando consigo mismo prosigue diciendo como el macho Moro enfermó de las manos y fue vendido para la carne. Por un momento a Casiano se le nubla la vista y respira hondo, se lleva la mano derecha hasta la frente y se la pasa por ella, como si con este movimiento quisiera olvidar los malos momentos. Luego respira hondo, y susurra con tristeza que de haber podido él comprar el macho, nadie se lo habría llevado al matadero. Escucho y miro a este hombre de nobleza intacta y me siento orgullosa de pertenecer a su mismo terruño.

Me cuenta que los carretoneros ganaban 13 pesetas diarias en el año 1946, mientras que en el campo 10 y 11. Había carretoneros  particulares, esos eran los que iban por su cuenta. Estaban los Roses, que eran dos hermanos y un primo, los dos hermanos Topetes, luego Trini Chancla y los que estaban colocados en las bodegas del pueblo o «casas grandes», como se les solía llamar: Jonás Torres tres carretoneros y un curandero, eran Manolo Ortíz, Esteban Villar, que vino de Cuenca y Casiano González.  En casa de Pablo Martínez había un carretonero, con los Peinados estaba el hermano Chafarrote, los Camachos tenían uno,  con los Gonzalos estaba el Cuberete, los Espinosas uno, la Jerezana uno, y a los Casajuanas les hacían obrás los particulares, los Herrartes uno, Felipe Torres dos el Jaro Patojo y Martín el Aragón, y en casa de José Pérez  el Rocho; unos 24 o 25 carretoneros hubo en Tomelloso en aquellos años. El curandero era el que se encargaba de cuidar a los animales, los carretoneros de engrasar las ruedas del carretón, aparejar las mulas y los machos, engancharlos y salir tirando.

El carretonero vestía en invierno botas de piel con hebillas, pantalones de pana, camisa, chaqueta de paño, pañuelo de yerbas, la blusa y la boina. En verano llevaban peto de algodón azul y camisa. Habitualmente los carretoneros comían en sus casas. Casiano González me dice que ellos, los empleados de Jonás Torres, comían en casa a mediodía,  salvo cuando tenían que trasportar carbón de piedra en los carros, desde la estación de ferrocarril hasta las diferentes fabricas, esos días enganchaban a las 8 de la mañana y comían donde les daba la hora. Era un trabajo duro incluso para las mulas. En el año 1964 los carretoneros que quedan pasan a ejercer otros trabajos. Los carretones, carros de dos lanzas con cadenas para sostener las cubas en su interior hoy son piezas de los museos etnográficos.

Hasta mediados del siglo pasado (siglo XX), carretones y carretoneros  formaban parte de la empobrecida sociedad del momento. Pero si hay que añorar algo de aquella sociedad, entre sus muchos valores, se encontraba el respeto por el trabajo que se realizaba. Y el conocimiento que tenían los carretoneros de su profesión, además del cuidado y amor a la naturaleza y a los animales. Casiano González ha llegado a viejo con el legado de haberse ganado el respeto de todos aquellos que le conocen y tratan, por su saber estar y ser  integro a lo largo de su vida. A trabajado además de encalador y en la viña que tenía. Luego la viña la cambió por un solar, y dentro de ese solar plantó su huerto y su corral. Hoy recorre las calles de Tomelloso ayudado de su bicicleta, porque sus caderas se quejan demasiado cuando sus pies andan. Es el Patriarca de una familia que le quiere, y ha ido dejando semillas de bondad a lo largo de su vida.

No conoce el Caribe, ni ha viajado a China ni a Berlín, por la televisión sabe que hay otros modos de vida, otros pueblos, y otras gentes, pero yo quisiera para esta ciudad que crece y se expande, ese legado de honradez que Casiano González, el último carretonero de Tomelloso, atesora en su persona.

Recordar el pasado no es sólo recoger utensilios para mostrarlos en los museos, es sobre todo, trasmitir valores humanos que nos hicieron  ser diferentes y mejores.

 

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