Ortega y Gasset distinguía el amor, de los amores, y creía preferibles los segundos al primero. Decía también que el enamoramiento es una especie de imbecilidad transitoria. A mí, tratándose de un asunto tan escurridizo como éste del amor, la definición me parece tan buena como cualquier otra y mejor que muchas.
Mejor, por ejemplo, que esa cursi teoría de la media naranja que Platón, en el Banquete, pone en boca de Aristófanes; porque con demasiada frecuencia uno advierte que la persona amada es cualquier cosa menos esa otra mitad nuestra con la que anhelamos unirnos y, sin embargo, no hay escape posible una vez que el proceso se ha puesto en marcha.
Amar o dejar de amar no son fenómenos de la voluntad ni del reconocimiento. Uno se enamora de otro por el mero hecho de proponérselo, tras advertir en él cualidades deseables o compatibles con las propias, ni tampoco cabe dejar de amar mediante un análogo esfuerzo. Una vez que el veneno corre por las venas, no hay antídoto posible; sólo queda esperar a que remitan los síntomas.
Objeciones similares podrían hacerse a la teoría de la cristalización de Sthendal, para quien el enamoramiento sería un fenómeno proyectivo; uno se enamora cuando proyecta en otra persona determinadas perfecciones y la adorna con ellas, hasta el día fatal en que descubre que ese ser no existe en realidad, que es un mero producto de su imaginación, que lo que amaba era, en suma, un simple fantasma.
De creer a Sthendal, hay que suponer que el enamorado vive, mientras ama, sumido en un estado de engaño tan inconsciente como dulce. Pero es lo cierto que, a veces, se ama sabiendo que no debería amarse, que el objeto de nuestro amor no es en absoluto amable y pese a todo, no hay remedio.
Los amores de Swann, narrados por Proust en el primer volumen de «A la recherche du temps perdu», constituyen a este hecho, un buen ejemplo de anticristalización; Swann no vive en absoluto engañado respecto a Odette. Es plenamente consciente de
sus mentiras, de su vulgaridad y de su mezquindad; consciente incluso de que ni siquiera es su tipo de mujer, pero no puede evitar amarla…ni casarse con ella.
Y ¿qué decir de Spinoza?. He aquí su explicación. El amor, -leemos en la Ethica-, es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior. ¿Una alegría?. Yo no sé si esto puede ser cierto cuando hablamos del amor entendido como filia (cariño,amistad) o incluso como ágape (caridad, amor al prójimo), pero que el amor del que ahora nos ocupamos, el amor como Eros, sea siempre un estado de alegría unido al conocimiento de la causa externa (la persona que nos la provoca), es hablar por hablar. La alegría conlleva estados de ánimo y serenidad o sosiego, pero el amor es esencialmente intranquilidad y desasosiego, al menos hasta que del amor Eros deriva Filia (cariño), momento en el que se empieza a compartir la cama como se comparte la mesa.
Y obsérvese que éste es uno de los desenlaces posibles del amor; el otro es el olvido.
Entre ambos no hay alternativa, porque el desasosiego y la intranquilidad inherentes al enamoramiento mismo, suponen un estado de activación tal que resultaría sencillamente insoportable mantener durante mucho tiempo; así que, una de dos, o el amor se transforma en otra cosa o desaparece.. No, definitivamente no cabe estar de acuerdo con Spinoza; muy a menudo el amor es tan alegre como una gripe, algo a lo que por cierto, se parece bastante. En ambos casos hay un período de incubación de fiebre y otro de remisión de los síntomas y, como la gripe, tampoco queda uno inmunizado para siempre, porque la próxima vez el virus será distinto.
De manera que lo del estado de imbecilidad transitorio, no me parece mala sugerencia.. Una especie de imbecilidad transitoria (dicho sea entre paréntesis) es el precio que tenemos que pagar a cambio de las ventajas adaptativas que trae aparejadas para la especie la procreación. Definir el enamoramiento como una imbecilidad pasajera es seguramente, una definición operatoria; se define el enamoramiento por lo que el enamorado hace, a saber, el imbécil. Y ciertamente solo un estúpido sería capaz de empobrecer su vida mental, de reducir su campo preceptivo y motivacional, hasta el extremo de concentrarse maniáticamente en un solo objeto, al punto de que todo lo demás pasa a un segundo plano o simplemente desaparece.
El enamorado es un maniático y como el maniático, el loco o el imbécil, razona conforme a una lógica propia; una lógica en la que los principios elementales de identidad y no contradicción, con frecuencia se hallan ausentes y así, el enamorado cree lo increíble, espera contra toda esperanza, considera posible lo imposible e imposible lo evidente. Y por fin, un día, cuando las cosas vuelven a su sitio, cuando los síntomas remiten y desaparece la fiebre, le cuesta entender lo que ha ocurrido y a veces da en pensar que lo que ha ocurrido es, sencillamente, que el mismo ha sido una prueba tangible del efecto Barnum, según el cual, cada minuto que pasa nace un tonto.
Es decir, que el incremento de tontos en la población mundial, tiene lugar a uno por minuto; y una prueba también de la que podríamos considerar una variante del mismo efecto, una variante que establece que un tonto, por tonto que sea, siempre encuentra otro más tonto que él y que además lo admira y que, a lo mejor, hasta se enamora de él.
Yo no sé si todo esto tiene que ver mucho conmigo porque, de natural, soy poco enamoradizo a pesar de que me gustan demasiado las mujeres. Al día de hoy han sido contadas las ocasiones en las que me he visto sumido en tal estado (aunque no por ello he sido menos estúpido en múltiples ocasiones y por múltiples motivos) y si me he enamorado poco, aún desearía haberlo hecho mucho menos. Cuando se está enamorado se pierde demasiado tiempo y, además, yo poseo la sorprendente habilidad de dar siempre con la persona equivocada, y saber que a ellas les ha sucedido lo mismo; ni es un gran consuelo ni una compensación apreciable. Puesto a elegir, prefiero los amores, al amor (la distinción es de Ortega). Los amores, esas cosas que pasan con las mujeres (al menos en mi caso) son más divertidos, te llevan menos tiempo y te vuelven menos tonto.
Revista la alcazaba 53