ANTÓN HANSEN TAMMSAARE, LA MELANCOLÍA DE ESTONIA
Antonio Costa Gómez
Buscamos la casa del escritor Tammsaare, el Cervantes de Estonia. Tiempo después nos asomaríamos fugazmente al distrito de casas de madera de la estación de tren de Kalamaja, con casas de estilo ferroviario que tenían filigranas de hierro y cristal. Pero ahora a la salida de Kadriorg vimos otro barrio de casas verdes de madera, algunas ruinosas, otras muy graciosas con puntillas en lo alto , con ventanas que se abrían hacia fuera. Delante había jardincillos y cancelas de madera. Se esparcían graciosamente con un toque de melancolía entre los árboles y alternaban con construcciones más modernas. Y una de ellas era la casa de Tamsaare. Los estonios tuvieron su literatura compleja en la que vibra su gente pero que los demás no conocen. Tal vez solo los franceses. Kreutzwald hizo como Lonrot y reunió el “Kalevi Poeg”, el Hijo de Kalev. Tiene cosas en común con el Kalevala empezando por la resonancia del nombre. Kalev se casó con Linda que salió del huevo de una gallina. Hay una fantasía desatada y humorística, una audacia que mezcla ocurrencias y poesía, y grandes aventuras hacia el Norte. El hijo de Kalev se dirige a Finlandia para rescatar a su madre a la que han raptado unos monstruos. Por el camino pasa por una isla y seduce a una chica que cuando se da cuenta de con quien ha estado se queda sobrecogida y se arroja al mar, piensa que el héroe es demasiado para ella. Pero en el mar la seduce un hombre de cobre que la lleva hasta el fondo y el héroe acude a rescatarla.
Antón Hansen Tamsaare tiene mucho en común con Sillanpaa y los escritores finlandeses. Su novela en varios tomos “Verdad y Justicia” habla de la adaptación de un héroe a la tierra, a la vida, a Dios, a sí mismo. Es decir, narra como alguien se va haciendo. Le señalan influencia de Nietzsche como a Sillanpaa y conexiones con Knut Hamsun. Tiene el sentido de la tierra, de los bosques, de los lagos, de los lazos telúricos. Y el sentido de la rebeldía de Albert Camus en su defensa de la persona y en cierta angustia existencialista. He leído un cuento suyo delicioso que se titula “El niño y la mariposa”. Un niño ve una mariposa y quiere coger sus colores y la mariposa juega con él y lo lleva a todas partes. A sus pies en el prado hay cientos de flores que desean que las coja, pero él no hace caso y las pisotea todas buscando a la mariposa. Al final se da cuenta de que ha pisoteado todos los tesoros que tenía a su disposición y se queda melancólico. El tiempo ha pasado y él ha destrozado todas las bellezas que tenía. Un nuevo detalle de melancolía finesa , una especie de tango infantil sobre todo lo que perdemos. Estamos despistados y no miramos lo que se nos ofrece y no conectamos con la tierra, vamos en busca de vaguedades y no tocamos lo que está apasionadamente a nuestro alcance.
La casa de Tamsaare era muy hermosa y estaba rodeada por un patio grande con césped y algunos árboles solitarios. Tenía un aire solitario y lírico y una sugerencia de libertad, un sendero de piedrecitas conducía entre unos troncos de madera hacia la entrada en forma de galería. Cuando entramos unas empleadas amables se cuidaron de su pie, le ofrecieron sentarse en el despacho de una, le trajeron una pomada, parecía como si entráramos en la casa de unas amigas. El escritor nos recibía con todas sus amabilidades. Había solemnidad pero más bien sencillez. Una serie de habitaciones abiertas mostraban las posesiones del escritor colocadas con cariño y con gusto, nada parecía grandioso e imponente, todo era secreto e interior. Aparecían los objetos de su mujer, sus vestidos, sus abanicos, en las vitrinas estaban sus libros y me fijé que leía a Goethe, a Dostoyevski, a Nietzsche, a Knut Hamsun, que tenía ediciones del Quijote, había revistas de los comienzos del siglo XX, del simbolismo en Estonia y los debates literarios, de las convulsiones históricas que afectaron a ese pequeño país que sigue vivo como la flor aplastada de Tamsaare. En una habitación espaciosa había una especie de montaje teatral con marionetas que representaba la vida de Tamsaare dentro de la historia de su tiempo, resultaba muy ameno y muy informativo, casi una diversión para niños, algo ligero para acercarse graciosamente. En las mesas estaban las ediciones de sus obras y las traducciones extranjeras. Siempre te da melancolía ver que alguien a quien apenas conocías hasta ese momento ha llenado la vida de personas y países. Y era alguien tan querido en Estonia, tan esmeradamente protegido en su casa. Mirábamos todo aquello con detallismo, con exquisitez, y a las empleadas les gustaba que tuviéramos tanto interés. Daba gusto estar allí, como si el escritor viviera ahora mismo, y sentir el toque intimista de su mujer, y mirar por las ventanas la serenidad del jardín como si él mismo lo estuviera arreglando.
Intentamos en inglés limitado o italiano trabar algo de conversación con las señoras tan amables y animadas, que nos mostraban a su escritor como si nos presentaran a un amigo querido. Había cortinas con dibujos hermosos, un teatrillo donde jugaban sus hijos, libros infantiles, cuadernos escolares de los niños. Esbozos y cartas privadas del escritor y sus familiares. Cuando uno vagaba por allí con calma, se sentía hermano de aquel escritor, se notaba un aura que recorría las habitaciones, como si tuvieran alma. Eso se nota en pocas casas de escritores, solo allí donde alguien ha tenido la sensibilidad para recogerla. Y aquellas mujeres que se afanaban entre archivos no eran simples burócratas, tenían el alma del escritor entre sus dedos.
Revista 65