“Quiero dormir en las raíces del silencio”
– He pasado por el “Arquillo”, en ese caminar hacia al Al-aqaba para llegar a mi Judería y allí reencontrarme con los míos. Tal vez todo esto tenga sentido, porque desde el arrabal de arriba, Toledo me parece más grande, más majestuosa. Yavhé me ha permitido sentirme feliz-.
Así hablaba Yosef ibn Ferrusel, aquel administrador del rey Alfonso VI que durante tanto tiempo protegió a los suyos en toda Castilla, amigo íntimo de Jehudá Ha-Leví. Más cuando se cruzó por el adarve Abzaradiel, en esa estrecha calle entre la plaza de Santo Tomé y la llamada puerta de los judíos, al ver al corregidor de la ciudad, le dijo con voz pausada:
– Señor corregidor: Yo trato de privarme de ideas. Todos los días me quito alguna, pero siempre me quedan demasiadas.
Toledo, es una ciudad maravillosa. Altiva y consecuente con el paisaje. Tal vez, desde los Cigarrales uno puede distinguir el trazado de cada barrio medieval, porque las almenas y las torres de sus iglesias, advierten de un pasado religioso lleno de misticismo. Entre sus muros, las casas se apiñan para inventar un cuadro del Greco o tal vez, para airear un ambiente hecho para la admiración.
Pero hay algo que fascina en su advertencia. Su Judería, su inconmensurable mundo levítico, habitando la décima parte de toda la ciudad amurallada hacia el oeste. El arrabal de los judíos se emplazó en el llamado barrio de San Martín, entre la puerta del Cambrón y las aguas verdes de ese majestuoso río Tajo. Allí, los árabes acurrucaron a las familias judías tras la conquista de Toledo, dejando que unos años después, allá por el 1290 levantaran la muralla para su protección del resto de la comunidad.
Las limitaciones de la judería por la parte interior, las constituyen los distintos adarves que se van erigiendo según vaya progresando la comunidad, cercándolos intermitentemente. Eran varios barrios no deslindados entre sí, porque esta comunidad fue creciendo con el paso de los años, creciendo los adarves, las cercas y los recintos amurallados, abriendo callejas constantes, estrechos callejones sin salida, pequeños recintos cerrados de casas formando un entramado de muros con puertas, vías, pasajes radiales que se comunicaban entre sí, dando una imagen perfecta de la idiosincrasia de esta cultura ancestral.
Por eso uno mira sin mirar y observa ensimismado. El Toledo imperial, antes fue el Toledo judío, porque allí, se reunirían el mayor número de familias hebreas que una tierra hispana podía ofrecer. Desde la Judería primitiva o Madinat al-yahud, delimitada por las aguas del río entre sus dos grandes llamadas, la puerta emblemática del Cambrón y el llamado puente de San Martín. Luego la Assuica, zoco o mercado, situado en la zona en torno a San Juan de los Reyes y la calle del Ángel.
Tal vez, en aquella calle de Santo Tomé, en la actual plaza del Conde y la primera parte de las calles de Alamillos y San Juan de Dios, se cruzaban diariamente Joseph ibn Ezra, en el siglo XII con las familias que, huyendo de los almohades, venían a afincarse a esta ciudad, modelo y ejemplo de la convivencia pacífica entre los pueblos.
Luego, en el Montichel, esa zona de paseo entre San Cristobal y la calle de los Descalzos, sin olvidar los Caleros en torno a la plaza de Valdecaleros y sus numerosas callejuelas que le dan vida a su alrededor.
El barrio de Hamanzeite, el de Arriaza, cerca de las carnicerías o el Alacava, muy habitado y popular, inducían al encuentro y desencuentro.
Pero todos querían acercarse a la sinagoga de Samuel Ha-Leví o bien llamada del Tránsito. Fue construida muy tarde, allá por el siglo XIV. Hecha por artesanos de la piedra y sobre todo, aquellos talladores venidos de Tudela, dominadores de ese estilo gótico-mudéjar, por el tesorero del rey Pedro I, el Cruel.
Los grupos, según vivieran en uno u otro barrio, recorrían la ciudad, visitaban a sus familias de artesanos, hablaban de la Torá y sentaban todos sus planteamientos morales.
Tal vez, los de Caleros, se cruzaban con los cristianos que iban a la iglesia de Santo Tomé, mientras ellos iban a su sinagoga por el ajibillo de Caleros; quizás, dejando de lado las dos sinagogas del siglo XII, la de Yosef ben Shoshan o Santa María la Blanca, mudéjar también, o la de Soler, que era la del escriba y que reunía a los maestros de las madrazas del barrio de Alacava.
El Toledo judío me maravilla. Me hace sentirme pleno de alegría por contemplar tanta riqueza arquitectónica entre el sentimiento de una cultura eterna. Pasar por la casa del judío en la actual Travesía de la Judería, número 4, o por la llamada Calle Grande, esa actual bajada de San Martín, o por el Degolladero, palabra que aludía al “matadero judío”, cerca de ese horno de pan cuya aroma inundaba todo el barrio.
Es increíble, porque aún ahora se mantiene vivo en la esperanza de seguir inmerso en la grandeza de su cultura religiosa. Sus pensadores, hombres grandes de periodos confusos, hicieron más grande el Toledo medieval.
Samuel Ha-Leví dijo con voz pausada, mirando el mercado de la Assuica, en la zona de San Juan de los Reyes:
– Me dormí y soñé que la vida era belleza; me desperté y ví que era deber.
Todo era un pensamiento imbuido por sus sentimientos de la ciudad que les había visto nacer y que les arropaba con orgullo.
Después, él y algunos más, bajaban hasta la actual Casa del Greco donde antaño estaban sus baños, ene se barrio de Hamanzeite, en ese segundo nivel, debajo de la alcoba del antiguo palacio, al lado del aljibe. Allí, entre las aguas que limpiaban impurezas mundanas, compartían sus ensayos, pensamientos, vivencias y diatribas morales de alto fluir entre los suyos. Eran los grandes de la Judería.
Pero éste no era su único baño, pues daban a la limpieza del cuerpo tanta importancia como a la limpieza del alma. Por eso, el baño de Hamman, el de San Juan de Dios, el de la calle del Ángel con sus cuatro salas, reutilizado después como baño privado o litúrgico unido a las sinagogas de al lado; el baño del callejón de Caños de Oro, el de la Alacava o el de Santa Ana, debajo de esa capilla a la santa que después allí se ubicase. Todo en grandeza para sentirse plenos entre la ciudad universal, reina de reyes.
Al final, cerca del llamado castillo viejo de los judíos, al lado del jardín de San Juan de los Reyes, Ibn Ferrusel dejaba constancia de su labor, mientras en la Escuela de Traductores Moshé Cohen, traduciría obras de astronomía del árabe al romance, mientras entre tiempo de descanso dedicaba sus buenos artilugios didácticos al tema de la magia de aquel conocido Picatrix.
Amigos, Toledo me maravilla en todos los sentidos, pero ahora quiero resaltar el Toledo Judío por su cultura y su cruce de pensamientos que hacen del tiempo pasado un futuro esplendoroso. Admirémoslo y nos sentiremos bien.