Dudó un instante. Dudó de lo que sus propios ojos le mostraban. Una vastedad infinita, un verde inconmensurable que lo rodeaba por tres lados. Detrás suyo, el agua. Emocionado, trémulo, concentró la atención en el pesado bamboleo de las duras gramíneas que constituían el colchón profundo y asentado de ese suelo. El viento, permanente, inevitable, le cruzaba la cara a latigazos ásperos. El contacto con la tierra selló el primer lazo de acuerdos provisorios entre ambos. Con los primeros pasos, comenzó la interacción del reseco botín con la llanura. Forjada metro a metro sobre las aguas frías del océano ancestral, ella le había ganado la pulseada a las olas. Fue entretejiendo, siglo tras siglo (cronología que él no manejaba) la dimensión de estabilidad necesaria para la vida en tierra firme. Por eso, era y no era lo que parecía. Constituía una adquisición tardía de materialidad terrosa. Tal vez esa circunstancia la volvía tan desbordante y edénica a los ojos del desconocido.
Era la hora prima, la mañana, cuajada de un esplendor salvaje, donde todo parecía el virginal despertar del mundo sobre sí mismo. El olor de los pastos cubiertos por la llovizna rocial de la noche estaba impregnado de agua y barrial. Como un techo corredizo, se deslizaba la noche hacia atrás, en retroceso de combate, y asomaba, en el espacio sin límites, una aurora que nada tenía que envidiarle a la de “rosados dedos” alabada por Homero. Algunas nubecillas, pomposamente , disputaban el sitio a un cielo de celeste palidez. Nada a la derecha, nada a la izquierda, inmensidad al frente. Y la tremenda sensación del desvalido que entra, sin armas ni consignas, a la Tierra Prometida o al Infierno merecido. Y todo sin saber.
¿Con qué comparar? ¿Cómo era posible que en el mismo espacio de tiempo no existieran posibilidades de contacto con circunstancias reconocibles? Claro que, contemplada cada cosa en sus unidades simples, él reconocía de qué se trataba lo que tenía ante sus ojos: cielo, agua, tierra, pasto, viento, rocío, nubes…. Pero esto era y no era lo mismo. No encajaba dentro de los horizontes de significación a los que estaba acostumbrado. Era la posibilidad (y el terror) de poder avanzar por territorios ignotos y desmesurados, sin brújula pertinente, con una rosa de los vientos de otra “coloratura” espacial y dimensional.
Sus pensamientos quedaron detenidos por la imperiosa necesidad de orinar. Se le había incrementado considerablemente por la tensión y la sensación de desamparo que lo embargaba. El potente chorro lo libró momentáneamente de la realidad pero al mismo tiempo lo afirmó más en ella. Sello de territorialidad primordial, intercambio de fluidos biológicos con el suelo reseco. Pradera que recibía su bautizo del extraño ser sucio y escuálido que la regaba profusamente.
Era buen cristiano y temeroso de Dios. Aunque las trasgresiones a la doctrina eran harto frecuentes en aquellos tiempos, sentía la necesidad de implorar al Altísimo en situaciones inciertas, como era ahora el caso. Hincado, rezó el Padre Nuestro, farfullando las palabras que no recordaba bien, pero sin descuidar, justo es reconocerlo, el sentido general de la oración. “Padre Nuestro que estás en los cielos”. Se detuvo un momento, hesitando. Se preguntó sobre qué cielos se encontraba Dios. ¿Era el cielo de los suyos, de su ambiente, de su tierra, o era un cielo más general, más abarcativo, que pudiera incluir a éste bajo el cual estaba?
No era posible que Dios morase también aquí. Porque no era tierra de cristianos. En realidad, no parecía tierra de nadie. Semejaba un vasto desierto ilimitado, una torturante inmensidad fuera de escala humana. ¿Y si hubiese algunas gentes desconocidas que aún no hubiera visto? No parecía probable, pero era una idea que no había que descartar completamente. En ese caso, se complicaría el sentido del Padre Nuestro. O tal vez se aclararía.
“Santificado sea tu nombre”, prosiguió. Y el hilo de sus pensamientos lo bifurcó nuevamente por laberintos de complicados planteamientos, absolutamente novedosos por causa de lo que estaba viviendo. Si el nombre de Dios debía ser santificado por los hombres ¿Qué hacer si existiesen hombres en otras partes, que no conociesen a Dios ni creyeran en Él? Evidentemente, debería procurarse que se convirtiesen a la fe cristiana. El asunto era cómo. ¿De grado o por la fuerza? Se enfrentó a la dramática necesidad de erradicar herejías donde las hubiere, como era la situación de los infieles por los que tanto había sufrido su propia gente. Las preguntas y respuestas surgían, internas, silenciosas, sin solución de continuidad. Inconscientemente le permitían mantener el vínculo con su mundo allende océano, reforzar su posicionamiento existencial. Tratar de comprender.
El sol, indiferente a sus incertidumbres, ascendía lentamente por el horizonte, algo jaqueado por las nubes tenaces que competían por la preeminencia en la atmósfera matinal, produciendo oscilaciones transitorias de luz y opacidad. Cercana, una laguna escondida entre los pajonales, mostraba bandadas de aves que de pronto se elevaban raudamente hacia la altura. Crepitantes de colores, ávidas de cielo, realizaban piruetas en el aire, ignorantes del peligro que representaba la extraña figura solitaria del hombre arrodillado.
“Venga a nosotros Tu Reino”- Estaba claro que “Tu Reino” significaba el reino de Dios. Pero la dificultad se presentaba con el “nosotros”¿Nosotros somos nosotros y los otros o nosotros solos? Espinosa cuestión que daría lugar posteriormente a discusiones interminables para resol verla y que la mente de nuestro hombre anticipaba sin quererlo. Por otra parte, no le constaba que hubiera un “nosotros” inclusivo de otros no conocidos. Desechó rápidamente esa posibilidad. Y continuó con mucha convicción con aquello de “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.
Cabía una interpretación ambigua respecto a este punto, ya que las referencias se encontraban distorsionadas para él. Esta era parte de la Tierra, sin duda ¿Pero cómo podía ser “aquí” como en el cielo? Y en última instancia ¿Había alguna posibilidad que las cosas se cumpliesen en la tierra “a semejanza” del cielo? Bastaba con recordar las injurias y malicias de sus compañeros en las tabernas, las agresiones a inocentes, las violaciones permanentes en territorio enemigo, las matanzas y el olor de la pólvora y la sangre, para ponerlo en duda. Le pareció más razonable encontrar en la vastedad que ante él se extendía, una mayor semejanza al Paraíso que en su propio lugar. ¿No hablan acaso los poetas de un Edén cubierto de serenidad, de verdor, de paz, donde moran los justos? Claro que parecía no haber nadie por aquí, ni justo ni injusto. Sólo él. Nadie más. O así lo parecía.
Mal recuerdo le trajo la frase “El pan nuestro de cada día dánoslo hoy”. Pocos eran los bastimentos que le quedaban. Consistían, apenas, en un puñado de bizcochos y algunos pequeños trozos de tocino. Eso era todo. Recordó, no sin cierta emoción, teniendo en cuenta las circunstancias, la comida sencilla y abundante que disfrutaba en la casa paterna cuando niño. Se dijo con tristeza – Apenas soy un pobre soldado solitario y vagabundo, y de mí depende, nada más que de mí, la propia salvación-.
El mediodía se alzó, majestuoso, sobre la vasta llanura, borrando la sombra de los arbustos y la suya propia. Ya debilitado por el hambre y sumido por la enfermedad que lo aquejaba desde el comienzo del viaje, cayó, de pronto, desvanecido, sobre la pampa sin memoria, con sus puertas inmemoriales cerradas, con goznes endurecidos y a las que él y otros muchos después de él, abrirían con esfuerzo, una a una, para producir la más colosal, dramática y asombrosa conjunción de mundos: la América mestiza.