LAS TURBAS, EL RITO UNIVERSAL DE CUENCA
Miguel Romero Saiz
El retumbe contagia energía vital. El rugido tenebroso de la fiera enmarcada en un ritual solemne hace vibrar los cristales de cada ventana de una Cuenca histórica. Desde el Salvador, el vulgo, tal cual el pueblo, sumiso a la madrugada que inspira misterio y tradición, abre sus vestiduras para rasgar el sonido del impenitente más austero. Sale la imagen desde su trono en puerta anclada tras el peso del Misterio, sale hacia la calle y la luna, sosegada, se retuerce en su brillante curvatura para hacer feliz al Nazareno del Salvador que advierte su estampa más sufrida. Se yergue en su caída, mira hacia el Cielo implorando a su Padre la virtualidad de la noche más solemne por meditación, gozo y algarabía.
“Camino del Calvario” en Cuenca, es el transitar de Jesús ayudado por el Cirineo camino del calvario, donde clamará al Cielo, sufrirá ante el mundo despiadado, crujirá entre las espinas y el dolor del fariseo, del idólatra, del hebreo somnoliento y del mismo creyente que le duda. Apenas apagados los ecos de la procesión de “Paz y Caridad” en la otra orilla del Júcar, sentirá los estremecimientos de la noche más larga. Cuenca no duerme ese día ni esa noche, no duerme porque no puede y porque no quiere, pues en su dormir, perdería el sentido de la Semana de Pasión conquense.
Allí, en la plaza del Salvador, frente a esas puertas bellas como obra solemne del imaginero escultor Zapata, se congrega el silencio en espera del momento. Las calles de San Vicente y Alonso de Ojeda, incluso la de Solera, han llenado su espacio en espera ansiosa por el requiebro del dolor y del triunfo. Ambas manifestaciones alternan su eclosión majestuosa en aquella madrugada de un Viernes Santo intenso.
Abajo, la puerta de Valencia, Las Torres, el Parque de San Julián y todas sus adyacentes al recorrido, se van llenando de vitalidad ensordecedora que aún no lanza la música de unas Turbas impenitentes. Esperan la salida, esperan que la luna llame, esperan el chirriar de unas puertas que darán el espectáculo que el místico desea. Por eso hay dos Cuenca al año. La de todo el resto del tiempo y ésta, la del Viernes Santo en su madrugada. Ésta es la diferente por esencia y tradición, por lo menos, la que yo quiero que así sea.
Desde ese momento previo a la solemnidad de su procesión, Cuenca está tensa porque desea que se cumpla el soliloquio de la Semana más cristiana y miles de gentes, nazarenos ellos, de todos los colores y condiciones, anfitriones unos y visitantes otros, quieren aportar su esencia ante el reto, tal vez el mito, pero sin duda, ante el Rito más ancestral y solemne de una Semana que se hace más universal que nunca.
El Júcar queda en espera, porque en sus primeras horas, es el Huécar el que ansia escuchar el requiebro del redoble y el gallear de sus clarines. Pero hay tiempo porque en el tiempo está el encanto. Las aguas del Júcar están calladas, quietas, no es su momento; las del Huécar discurren, viven en brillo acuoso, ansiosas por lo que acontece.
Cuenca transige en este mismo momento a un paisaje diferente. No hay escena del año donde el gentío llene el espacio al completo, en colores, en griterío silencioso, en refriegas por la satisfacción de la espera, en animados contubernios, en amistades peligrosas, en sentadas infames, en cenas de hermandad donde cofrades de una y otra Hermandad, al unísono, participan, se divierten, confraternizan, rivalizan en el tono, comparten su vida, advierten de profunda camaradería, agudizan su encanto porque todos, unos y otros, sirven al encuentro del conquensísmo más sentido. Solo sucede en este día, sólo.
Mística y Música, Pasión y Canto, Dolor y Alegría, Sentimiento y Gozo. Todo en un todo, nuestra Semana Santa es especial en su contenido.
El propio Curt Sachs ha sugerido que el origen de la música debemos buscarlo en la creencia en el poder mágico del sonido sobre la materia. Innumerables mitos, tanto de las Américas como de otras latitudes corroborarían esta afirmación. La música aparece luego como elemento del ritual cuya función es reactualizar los mitos.
Pero ¿qué hay en Las Turbas de Cuenca que nos acerca a la historia pasada? Mucho y poco. Tal vez, recordar que aquellos cristianos en forma de mesnadas que ayudaron al rey castellano Alfonso VIII a conquistar la ciudad, ya portaban sus timbales, tambores pequeños y grandes, anchos y estrechos, para soliviantar a la tropa, saludar lo conquistado y advertir del triunfo conseguido. Bajo el frío de las nieves de febrero y luego bajo el sol tórrido de un verano ampuloso traían aquellas tropas su música, acampados durante nueve meses, en el valle de Jabaga para atrincherar al moro conquense que aquí tenía su hogar. Luego, triunfantes, entraron en la ciudad, tal vez por aquella Puerta de San Juan, conquistaron su caserío, rindieron a la tropa de Alá y en toque de tambor, desfilaron por toda la Cuenca antigua celebrando el ritual de la victoria. El tambor es sinónimo de nuestra ciudad. Por eso, en el Pregón de San Mateo o en nuestra Semana Santa, el rugido de la piel de cordero o cabra, al son del palillear ensalza la tradición solemne.
Luego, pasado unos siglos, la llegada de las Cofradías en tiempos medievales nos reforzará en su contenido. Adornar la devoción hacia un patrón, hacia una imagen que advoque nuestro deseo, conformar el espíritu que por entonces, cerca ya del siglo XVI, nos fueron marcando las diferentes Hermandades Pasionales, iniciadas en la Castilla vieja y nueva, como remisión de la dulzura que las propias Cofradías andaluzas determinarían.
El tiempo, junto a la historia nos llevó a los acontecimientos que dieron razón al pasado. De aquella Edad Media, en la que Cuenca conformara su Semana Santa, se llegó a otros tiempos de siglos posteriores, donde el tambor se oía para marcar victorias o alegrías por triunfos, más bélicos que cristianos. Los franceses lo agasajaron en sus recorridos haciendo de Cuenca y su provincia un duro campo de batalla; luego el motín del Tío Corujo, en el siglo XVIII, volvió a sacar el tambor a la calle para señalar denuncia por aquellas políticas de opresión y servilismo, así hasta llegar a los tiempos contemporáneos donde el tambor alinea la alegría en fiestas, mítines, desfiles y tradiciones. Ese es el tambor. Elemento simbólico que define pensamientos, ahuyenta realidades tenebrosas y configura sistemas de diversión, alegría, política, poder, rebeldía y agitación.
Pero, el tambor es en esencia, ahora en Cuenca, religiosidad eterna. “El rito es el rito y la creencia es la creencia.”
Desde el siglo XVII, organizadas las procesiones de Semana Santa, gracias a ese Concilio de Trento, hasta nuestros días, ha sido una elevación cuaresmal hacia el contenido de lo mediático y de lo soberano, sobre todo, de ese símbolo que nos hace más grande si con el manifestamos nuestro conquensismo y devota compostura hacia la Cuenca que queremos. Ahí estaban las Turbas en peregrinación penitente, las que necesitarían dos siglos para reafirmarse como tales y hacer sentir la esencia de su contenido más puro.
Esta es una aventura humana trascendente, que alberga los corazones de muchos nazarenos de Cuenca, que los hace soliviantarse durante días y días antes de la llegada de la hora del llanto, llanto clavado entre sonidos y estruendos de un tambor como elemento esencial del grito de la esperanza.
No es solo la necesidad estética la que arrastra al hombre a dominar el sonido; el mismo fenómeno sonoro hace valer sus potencialidades, desbordando al propio proceso creador, por eso, todos los conquenses que habitan la Turba, siguen el ritmo que marca el sentimiento, advierten al pueblo que están al lado de su Salvador haciendo sonar el eco de la salvación. Lo dicen Dolzhsky, Masserman, Linton, Morey, Jiménez Aguilar o el mismo González Ruano, expresando con ese toque su propia conducta encaminada hacia la devoción a su imagen, a su Pasión, a su orgullo personal por ser uno más entre todos.
Angustia y caos, se ha dicho, llevaron al hombre a cobijarse en el sonido, en el ruido: de ambas situaciones se rodea la circunstancia de la muerte porque, al fin y al cabo, la pérdida de la vida es un trastocamiento en el orden del cosmos, al mismo tiempo que nos arroja de bruces en el seno de un gran misterio.
Los propios instrumentos musicales tienen un valor simbólico en este contexto mitológico. Había instrumentos masculinos y femeninos en la Historia, que solo podía ser tocados por hombres o mujeres, respectivamente. Las sonajas “enfiladas” o “enhebradas”, que acentuaban los movimientos de la danza, eran a su vez amuletos. Aquí, el tambor ayuda a la danza, la misma danza religiosa que sigue el nazareno en su ascenso y descenso, sin más ritmo en el movimiento que su propio concepto humano, relanzando la sabia forma de airear el más viejo sonido del toque que singulariza esta fiesta. No todo el mundo sabe hacerlo.
Igual que sucede con la significación, el turbo hace sonar a su instrumento sonoro la igual que esa metáfora de asociación que experimenta en su recorrido. El tambor ha estado siempre asociado a la tierra, a la luna, a los ritos sexuales y a la fertilidad, pero también al cielo, al trueno y a la lluvia. El nazareno hace su sonar especial en significada devoción, porque inmiscuye al cielo y a la luna, pero como envoltorio solemne de su Jesús Nazareno en su Pasión y su Camino del Calvario para morir por todos nosotros. Por eso, le gime con los palillos ante la piel que rezumada de buen material nos ahuyenta las malas creencias.
¡Oh, turba impenitente¡
¡Oh, turba de pasión, tan compungida¡
Rechina el palillar en la azotea,
atónito triángulo de esfuerzo
en credo redentor de fuero interno
tan solo en clariná, siento el deseo.
¿Es turba con respeto o es, turba turbadora?
No creas, por ser de Cuenca, en el perdón.
Afán de buen respeto en tu oración.
Y siente, hermano siente,
la turba que agita Cuenca en devoción.
Es el amanecer del Viernes Santo. Ha habido tambor, heredero del tabir persa, del tabur musulmán o del tabour francés, el que ha sonido, constante, latente en tiempo de espera y mordaz a la salida del Salvador.
Pero, el ritual hace cambiar al rito cuando suena el clarín. Sin su agudeza y brígida salivada, es imposible encastrar esta hermosura. Los clarines advierten de la llegada de la turba, del sufrido enclaustramiento de las imágenes, primero Jesús Nazareno, luego el San Juan Evangelista, hermoso y solemne, tal vez, dejando el recorrido para el perdón, la Virgen, la gran Señora que encierra en Cuenca, la ternura, esperanza, bondad, perdón y amor, en suave y límpida compostura. No hay parangón igual en la Semana de Pasión. No la hay porque no puede haberla. Ni diez mil nazarenos la turban en su mirada, en su inicial marcha hacia el Calvario de la Soledad, de la Esperanza, del Perdón, del mundo terrenal que cumple su ritual más especial y trágico.
Todo es colorido, burla en esencia, pero no en creencia. Todo es ajetreo por el impulso del deseo del tiempo. Todo es compromiso moral con el interior de cada uno al plegar ante sí el soplo del misterio como la Hermandad más solemne entre Cruz y Calvario, entre Mangana y Santa María. La Turba, rige el camino desde su salida para hacer llegar al ritmo cadencioso de los tambores, la comitiva que aspira a gemir ante el nuevo mundo que debe de llegar. Tal vez, una clariná rompa el ritmo obligado, pero es necesario oírla, es necesario su trino para advertir de la solemnidad de todo un ritual grandioso. No hay perdón para los turbos, ellos mismos se perdonan en su trazado, en su continuo peregrinar por las calles de esta ciudad hecha para ello.
¡Oh, Turba ausente,
cree, vive, aclama y siente,
en clariná gimiendo el alivio de un Jesús o, tal vez,
de un Nazareno presente¡
Es el relato el que marca la tradición, el que hace identidad propia de un sentimiento nazareno intenso. Por eso, año tras año, el grupo se reúne, se convoca a convencimiento y causa, porque está escrito en tiempos de pasado y unido, por amistad y hermandad, avivando su espíritu, compartiendo mesa y menú semanasantero. Orgullo y pasión: “Son las doce de la noche, las judías o alubias esperan el turno, bien condimentadas y regadas, hechas en puchero de barro a fuego lento, aderezadas con esos trozos de longaniza al cuarto y un poco de tocino, buen vino que aromatiza el ambiente, con guindillas, pepino en aguasal y cebolla avinagrada. Ese buen plato de los que dejan huella. Después, como segundo plato, para el valiente, chuletas de cabrito o lechal, todo un condimento para que el cuerpo aguante la pesada carga de la noche y madrugada, sobre todo la madrugada en su salida de Viernes Santo, doloroso, en redoble de tambor o clariná. Somos esclavos de la devoción: Víctor, Vitejo, Piter, Chule, Fede, Miguelín, Fernando, Quique, algunas veces Nacho, otras Aparicio, tal vez Carlos o J.J., algún que otro tiempo, fueron bastante más, pero aún así, perenniza la amistad.”
Se han hecho las cuatro de la madrugada en sobremesa con redoble en el tablero, cántico del miserere y tal vez, el himno del San Juan. Todo en todo, a la vez, y sigue el sentimiento. Nuestros hogares de buen comer siempre nos trataron bien, tal cual el Tata, el Togar o el Coto de San Juan, más actual por compromiso y causa semasantera. Mientras, el resolí riega y riega su templanza, hace su gran papel de taciturno brebaje para el refuerzo de las horas y la sufrida carga del Turbo peleón.
Luego, la túnica, de cualquier color que te defina, con su cinturón, cordón, emblema, capuz sin corona, tambor o corneta. Vestidos, animados a procesionar, se conjuntan para el camino, no sin antes, parada y turno, cubata en el Lorca, otro en la Moneda, tal vez, el penúltimo un poco más abajo, entre la puerta de Valencia y Tintes, antes Tata ahora Perico, Mangana o Churrería de Santos. Todos forman parte de la tradición más ancestral. Eso depende del momento. Arriba entre la Moneda y la escalerilla del Gallo, los hermanos nazarenos del Jesús del Salvador te comparten en armonía, algunos de los turbos rezagados, otros, los de siempre también te escuchan: Requena, algún Lozano, Pacheco, Pablo Sebastián, Conejo, Fermín, El Chori, Marragolpes o mi primo el Pedagogo. Allí, compartimos mesa de calle con resolí a cuestas, algún cubata y porque no, el botellín de la madrugada.
Entre tanto, el murmullo se hace grande, intenso, el barullo envalentona y todos se van encontrando en ese rincón del Huécar. Desde las Torres a la Puerta de Valencia, desde el Gallo y Tintes hasta el portón del Salvador. Es un ritual necesario, los identificados suben y acceden hasta la espera, bajo el farol de Botes, los no marcados por dejadez o forma, esperan, esperan a que el cordón de seguridad les marque su lugar y trato. Llega la ansiedad del momento. Las cinco y media, el silencio compungido, el respirar taciturno, la expresión del rostro en espera sufrida, la hora llega, nadie advierte, todos esperan ansiosos, la gente mira y mira hacia la puerta, el trasluz le marca el camino, el trasluz de la rendrija que quiere descubrir lo prohibido hasta el momento decidido. Debe de estar el cielo abierto, sin nubes que giman, sin agua que caiga, sino el desmoronamiento cundiría la emoción y el trasiego. No debe de llover, no debe de tronar, el trueno lo hará la Turba, el clarín generará el relámpago, pero el cielo debe de estar limpio para que la pureza del momento cumpla ese cometido.
De pronto se abren las puertas, la luz acongoja, el reflejo ilumina el alma, la imagen te mira y un estruendo inimaginable escapa al ruido del tenebrismo, no hay un sonido igual, en ritmo, compasión y muerte; todo clama, las paredes revientan, el público llora, la imagen es solemne, majestuosa, impecable, dueña y señora del momento: ¡Mi Jesús, mi Jesús¡ Claman y claman. Gritan y gritan.
La presión de la Turba es inmensa, turbadora, ingente, abrumadora, impresionante y nadie escapa al empujón, al mullido escollo, cuesta abajo, mientras los nazarenos de morado, horquilla en mano, inician su camino angosto, difícil, complicado. Los Turbos insisten, el barullo se transforma, los guardias de seguridad anillean, el público pide perdón porque es la emoción y el momento cúlmen de la noche, de la madrugada, de la mañana, del día.
¡Mi Jesús¡¡Mi Jesús¡
Ya en el recorrido, entre la puerta de Valencia y las Torres, la masa, exasperada vive la llegada y el desfile. Se van abriendo los espacios y se cruzan carnes nazarenas para reavivar el espíritu más sentido de una Semana Santa de Cuenca sin-igual, increíble, única.
En un descansillo del bar Darling, la Fonda San Julián, junto a las escalerillas de Tiradores, en esa casa de las Rejas de infausta leyenda, me encuentro a José Luis Lucas Aledón, un turbo de pasión y muerte. Él es como es, auténtico, propio, conquense de pura cepa, intransigente, popular, poeta, rutilante, irónico, sabueso, humilde y sobre todo, conquense honesto. Y nos dice:
Embebida con la noche la procesión y la saeta sobre el Hospital corren tras los espectros. Huele a pan caliente en los hornos fríos de la Puerta de Valencia y el Huécar relame una a una las piedras de su lecho.
La Turba va por el Reo.
Bulle, casi hierve, la plazuela atrial.
La Turba reclama al Reo.
Llegan rumiando sus sones por las calles: bajan del Peso, por Melchor Cano, por San Vicente. Todo un colorido que permanece en el amanecer confundiendo las rosas del albor con negros, morados, granates, amarillos, blancos, rojos, beiges, verdes…
La Turba exige al Reo.
Se abre el gran portón del templo con un chirrido ahogado y el aullido del clarín rasga el peplo de la vergüenza. Los tambores suenan, barruntan lluvia sobre el cenagal…Por el quicio del soportal ayudado por el Cirineo: Jesús Nazareno del Salvador, ¡¡Hosanna¡¡
O cuando en el Hocino de la Colleja va deletreando, paso a paso, la madrugada del viernes Santo y relata el sinfín interminable de los Planchas, Pekín y Antonio; el Pelusa con su caverna de hijos y nietos junto a Centella y Biribi; la saga de los Patacos, Andrés el Pescadero, Eusebio el Sustos, el Faraón Torrecilla rodeado de los demás Pantaleones, Cachiris, Pimenteros e Iniestas. Muchos de sus ancestros fueron los pioneros en eso de la Turba, allá por el comienzo del siglo XX.
Habla al detalle de la bravura de la cuesta donde se unen los Pinós, Antonio Loterías, Zomeños, Lozanos, Matoques, Ruiperez que se encargan de custodiar al Nazareno; más que decir de Teberos y Marragolpes portando el palio, o los Carretero, el Fochi, los Pardos, Lalo Carrillo, El Pedagogo Magíster, Romero –por un servidor-, Josemari Muro el que tanto tiempo dirigiera el parvulario turbo.
Y es que no se deja a ninguno. Lo sabe bien, no hay nadie que estudie la Turba como él. Juanito Almagro, Raúl Chavarri, paco Fonseca, Torallas, Pita y Joselín Cerrada, Nico Sauquillo y así, uno a uno, cuando la noche gaya empapada de zumo de luna y el portón del Templo de abre para que salga el Nazareno.
Por eso, no hay nadie que describa como él, nuestras tradiciones, las costumbres, los populares tintíneos, clarinás y trotamundos.
Luego, seguimos hacia la Carretería, allí en el cruce del edificio Caballer te unes a Fredy, Aurelio, Rabadán, el Morros, el Manchas, Raúl, el de Cañete, Loren, el Pelu, Floro y algún otro. Con ellos, te abres camino entre el procesionar de todas las tascas o cafés de buena línea, abiertos en esta madrugada del viernes. Refrescas el gaznate en el Bogart y en las Turbas, donde te encuentras a los turbos de siempre, los que viven con intensidad cada momento, Javier, Jesús, Aurelio, José, Juan José, Julián y así, un sinfín. Es un corretear de historias, anécdotas, altibajos, bajadas de tensión y arritmias que te conducen a la comitiva un poco antes de que llegue nuestro Jesús y roce con su corona las esquinas de Calderón de la Barca y la Trinidad. Los multicolores de cada Pasión albergan corazones henchidos de dolor y de sufrimiento, sobre todo, por el tiempo transcurrido y el deseo de ver a nuestro Jesús llegar a los Oblatos, abrir el corazón, escuchar el soplo de un conquensismo a raudales que hace de esta procesión la mejor de toda España.
Arriba, la Plaza espera. Antes, en la tienda de Miguelón, el arenque, los tomates, el bonito abierto, el pan tostado y un trago de vino, envalentona el almuerzo para el aguante, a pesar de su mal genio en el trato. Siempre en el mismo sitio, siempre los mismos. Arturo Barambio, Julio o Carlitos se arriman a compartir porque la calle se estrecha. Luego, los Arcos municipales, tal vez, el Torremangana y el Coto de la Plaza Mayor, aclaman la llegada de todos, más de quince mil dicen algunos, luego las tres imágenes aireadas bailan en su entrada frente a la catedral, la que suspira como Santa María, su Madre.
Allí, descanso para el segundo bocata y mientras el saludo a la familia, a los amigos, que desean ver tu semblante, herido de muerte por la noche pasada, ojeroso por el poder del sufrimiento, henchido e hinchado por los avatares de un tambor o un clarín.
Luego, el descenso, la bajada, los gritos, los empujones de los inadvertidos, los que no se cansan de hostigar a un guión que saca pecho con orgullo y buen talante, mientras los clarines hostigan la bajada en frenado descenso. ¡Recuerdo el año que porté el guión del Jesús¡¡Jamás podré olvidar aquel año¡ La emoción, el sentimiento, la muchedumbre, el griterío, el empujón, las múltiples sensaciones de la devoción contenida.
Luego, la maravilla del Miserere en los Oblatos, no tiene parangón, ni siquiera hay algo que se le iguale. El silencio más sepulcral, más solemne allí se produce, con la tamborá más dramática y brutal de todo el recorrido en su final. De allí al Salvador el descenso se hace en volandas, nadie apoya los pies, salvo el nazareno que advierte y sienta las exigencias de un desfile que se puede perder en compostura y que requiere ayuda, templanza y sentimiento. Por desgracia ahí, en ese momento crucial, hay nazarenos del Jesús que no están a la altura, que no saben atender el respeto que el buen turbo sigue y sacan sus tristes nervios en momentos inadecuados, Allá ellos.
Así, en ese momento trascendente, vital, inimaginable, se llega a las puertas solemnes que hiciera Zapata y en su entrada, la tristeza, la pasión, el dolor, el lloro fácil, la tamborá de despedida, una clariná de recuerdo hasta otro año. ¡Qué final, Dios mío¡¡Jesús, Jesús, mi Jesús, no te vayas¡
Pero, la tradición entre amigos es ley escrita en el tiempo. Juntos, en el bar del Gallo Blanco, la espera, los botellines, el comentario, la conclusión, el llanto. Todos juntos, al Choko, donde con mal carácter nos sirven lo pedido, las gambas de todos los años, especiales, los mejillones, el pulpo, las sardinas, los calamares, los boquerones fritos, el vino blanco, la cerveza espumosa, el tomate…, ¡cómo pasa el tiempo¡ y seguimos, seguimos a la pastelería Lerma donde las milhojas más solemnes de Cuenca nos esperan para el restriego, el deguste o la satisfacción de ver corretear nata por los escotes, ¡qué gozada¡. En el mismo momento, el café del Calderón nos ambienta en el reclinar de la angostura, el chupito y por último, el cubata, el cubata del día después, todos lo han sentido como necesario, vital para subsistir, por eso se toma, se saborea, se siente como el punto final de un año más en la Turba, en el conquensismo, en el sentir de lo popular, lo grandioso y para eso, el Jesús Nazareno del Salvador, el Jesús de las Seis, ha tenido la culpa, ¡bendita culpa, Dios Mío¡
¡Qué gran año este 2015, donde la Turba respetó y fue respetada, siguiendo los cánones de la historia que marca su fundación; haciendo de esta Cuenca, un emblema en el discurso teológico de la Pasión de Cristo¡
¡La salida espectacular del Salvador¡ ¡El canto del Miserere en los Oblatos¡ ¡Realidad y Pasión en el monumento de la Trinidad, realizada por el escultor Martínez¡ ¡La llegada a la Plaza Mayor, entre el aplauso y los vítores de un público volcado a su pasión semansantera¡ ¡El encierro en su trono bajo los lloros de San Juan Evangelista y la Virgen¡ ¡Todo un lujo para Cuenca y para el visitante¡
Por eso, no queda más que decir:¡Hasta el año que viene, amigos¡
Revista 63
Me parece que describe mas que el rito de las turbas en sí, la «chusma» que se corren una serie de amiguetes antes, durante y después de la procesión. A qué viene los botellines que nos tomamos no sé donde, las milhojas, los cubatas, etc, ete. Impropio de un artículo que quiere ser divulgativo de una tradición.
Estoy muy de acuerdo con Lucía. El autor del «artículo» nos cuenta «su» particular manera de vivir las turbas, que nada tiene que ver ni con las turbas en sí, ni mucho menos con como las vivirán otros muchos participantes en ellas. Podría haber llamado al escrito «mi particular manera de vivir las turbas». Habría quedado mucho mejor, y por lo menos no nos llamaría a engaño, no tanto a los que las conocemos como a aquellos que crean que las turbas son eso. Que si me junto con el morros (que no sé quien será), que si me como un bocata en la tienda de miguelón, y vanalidades como esta. ¿ Que le aporta a un foráneo, desconocedor de las turbas tal relato? Me temo que muy poco. Un saludo