CARLOS FUENTES, YA POR SIEMPRE EN SU ZONA SAGRADA, por Nicolás del Hierro

Aunque ya había traspasado la barrera de sus ochenta años (Panamá, 11 de noviembre de 1928 – † México, D. F., 15 de mayo de 2012), y logrado los más prestigiosos galardones –sólo a falta del Nobel- que la novelística concede a la obra de un autor, dadas las noticias que el pasado 15 de mayo impartieran teletipos, agencias, medios de difusión y redes sociales, intuyo que, al referirme hoy a Carlos Fuentes, bien podría comenzar este comentario con el título de una de sus mejores novelas “La muerte de Artemio Cruz”.
Pero sucede que, dada la transcendencia y calidad que nos aportó la obra de Carlos Fuentes, por el valor literario de la misma, esencial, espiritual y culturalmente, ni ha muerto su nombre, y gran parte de su obra permanecerá en los anales de la historia que la narrativa nos irá recordando a lo largo del tiempo. El fallecimiento de Carlos Fuentes, tal como “La muerte de Artemio Cruz”, este viejo soldado, revolucionario, intransigente y poderoso, amante sin amor y sin familia, duro en la dureza de su carácter mandón y mandatario, que postrado en su lecho de muerte lucha con la vida, permanecerá impulsado por la fuerza de su creatividad, en la novelística más destacada y firme, más estética y testimonial.
Usando una esplendorosa técnica, el autor nos está mostrando todos los tiempos de una existencia luchadora que se apesadumbra frente a tan perpleja situación e inevitable resultado. Luchador y firme, Artemio, a través del viejo mando militar que, entre otras cosas, traicionó a los compañeros en su convencimiento ideológico, el autor insufla al personaje un idealismo patrio donde principalmente prevalece la idiosincrasia de las clases dirigentes mexicanas. No en vano cada quien nutre su obra de aquello que internamente siente, le emana o le nutre por y en su ideología. Teoría por la que a uno le hace pensar que, en efecto, el adiós a Carlos Fuentes, bien podría titularlo como “La muerte de Artemio Cruz”, aún cuando esté convencido que ni el autor ni su ficción narrativa llegarán a su total olvido.
Cierto que no fue esta la primera novela de Fuentes que cayó en mis manos, pues, muy a finales de la década de los sesenta, un afortunado encuentro me trajo el regalo de “Zona sagrada”, que el autor dedica a María-José y Octavio Paz. Se hallaba ésta en su quinta edición y venía con el sello de “Siglo xxi editores, s.a. México”, aún cuando su primera edición apareció en 1967. Era el tiempo en que el boom latinoamericano aportaba a la novelística los mejores años. Los Vargas Llosa, García Márquez, Borges o Cortázar, entre otros, imponían el don de su palabra por los extensos mundos de la lengua castellana. Y sin ser Carlos Fuentes uno de los más cercanos al boom, no podía tampoco distanciarse del mismo, cuando además sus méritos propios así lo situaban. No en vano con su novela “Cambio de piel” había ganado anteriormente el Premio Biblioteca Breve, y no debía alejarse de los compañeros de generación y viaje literario.
Hombre de gran formación cultural, hijo de diplomático, que tras haber recorrido buena parte del mundo por salones de embajadas y ámbitos de negociadores patrios, y que luego algún tiempo después ocuparía él mismo en desempeños similares y personales. Siempre comprometido con una sociedad progresista y mejorada, aquel niño nacido en Panamá, fue considerado y se auto-consideraba, hombre, plenamente mejicano, haría de su carrera literaria una virtud y de su vida social un humano paradigma.
Vuelvo a recordar que la primera huella narrativa que Fuentes dejó en mí fue la figura de Guillermo, Guillermito, Mito, protagonista de su “Zona Sagrada”, una infortunada figura donde, aún cuando la existencia del protagonista, y desde su infancia, se viera enriquecida por el mimo y el detalle, no le sería nada fácil sobrellavar aquel destino enriquecido y adverso. Como relator y relatado, Mito, hijo de una triunfante estrella mejicana, frente a cuyos éxitos y como personaje, relata su adolescente y juvenil edad viviendo y conviviendo con sus abuelos y, sobre todo, entre la pléyade de artistas secundarias, hermosas y bellas, que pululan en torno a la triunfadora Claudia Nervo.
A veces, este cortejo de mujeres flota en el ambiente de Guillermito como una espuma tierna, amante y amorosa; pero en otras ocasiones la misma compañía nos envuelve de forma demoníaca y tentadora, tras cuyo engañoso celofán no se afanan otros demonios que los triunfos y ambiciones de Claudia. Eso sí, el autor tiene la maestría de envolvérnoslos con una prosa magistral que hace más breves aún las apenas doscientas páginas de la novela.
Su comienzo nos recuerda una delicada y suave pintura, rural más que turística, donde “todo el pueblo está reunido en la playa, viendo a los muchachos jugar fútbol”. No obstante, en él, como dice de la mujer que le acompaña, se adivina que tiene “la mirada en otras cosas”. Y estas cosas no son otras que la temática y meollo de la novela: el estético y duro drama de Mito. Drama que, para adentrase en él, y todo sintetizado, comenzará hablándonos del clásico y prudente Ulises, de la vencida Troya, de un lugar como Positano y cómo el griego Poseidón trepa por las cornisas, hasta convertirlo en “una silueta de ballena dormida”.
Por ello y por toda la excelencia de su obra narrativa, intuyo que no, que aunque tras el fallecimiento de Carlos Fuentes haya podido recordar su novela “La muerte de Artemio Cruz”, pùes, ni uno ni otra dejarán de existir en el recuerdo literario porque este autor mexicano tiene y tendrá siempre su Zona Sagrada.    
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