Increíblemente, el poeta se equivoca. Por artísticamente culto que sea Manuel Machado (1874-1947), el poeta ha confundido un retrato del rey Felipe IV con otro, el de su hermano, el Infante don Carlos. Los dos cuadros los realizó el gran pintor sevillano Diego de Velázquez (1599-1660) en el Siglo de Oro español. Al compararse el texto con los cuadros, la confusión de elementos visuales se pone de manifiesto:
Nadie más cortesano ni pulido
que nuestro rey Felipe, que Dios guarde,
siempre de negro hasta los pies vestido.
Es pálida su tez, como la tarde.
Cansado el oro de su pelo undoso,
y de sus ojos, el azul, cobarde.
Sobre su augusto pecho generoso
ni joyeles perturban ni cadenas
el negro terciopelo silencioso.
Y en vez de cetro real, sostiene apenas,
con desmayo galán un guante de ante
la blanca mano de azuladas venas.[1]
Aunque los primeros tercetos captan muy bien los elementos en el retrato del rey—el color y la textura del pelo, etcétera—, queda claro que los últimos presentan el otro retrato. En los cuadros no es Felipe IV quien sostenga el guante, sino don Carlos. Asimismo, no es don Carlos quien lleve «el negro terciopelo» sin adorno, sino Felipe IV. El poema confunde una imagen con otra, de ello no cabe la menor duda. ¿Es que el poeta simplemente ha recordado mal los cuadros?

La relación entre texto visual (la pintura) y texto verbal (la poesía) ya es un tópico. En el principio era el Verbo, dice el evangelio, pero en la prehistoria—como demuestra el arte rupestre de Altamira y otros muchos sitios arqueológicos—empezamos con la imagen. La gran literatura occidental resulta bastante reciente en comparación con la pintura y otras imágenes gráficas. Los pintores de la antigüedad, como Polignoto y Cimón, gozan de una fama envidiable. Si encontramos hoy pocas muestras de la pintura clásica, eso se debe principalmente a la venganza del tiempo que no deja de castigar las delicadas superficies que constan solamente de pigmento y cola. Las violentas ondas iconoclastitas—cristianas, ortodoxas, gnósticas y musulmanas—hacen también un papel destructor. Nos queda la impresión de que el arte clásico consiste casi exclusivamente en la escultura duradera que se ve en los museos, junto con algún cacharro.
Pero es indudable la primacía de la pintura tanto en Grecia como en Roma, especialmente en relación con la poesía. En el siglo seis antes de Cristo el filósofo Simónides de Ceos afirma que la poesía es pintura que habla, y que la pintura es poesía muda.[2] Horacio, en el primer siglo antes de Cristo, intenta expresar más concisamente la misma idea: Ut pictura poesis: La poesía es pintura y viceversa.
El concepto llega a formar parte de la literatura occidental. El barroco español se hace eco de Simónides y Horacio, como escribe Benito Carlos Quintero en 1620:
Es arte la Poesía que consiste, como la Pintura, en la imitación, y así es hermana suya, e importa que no sólo se valga para su uso de las voces y translaciones comunes, sino que con nuevos colores entretenga y deleite. De donde nació que a la Pintura la llamasen los cuerdos poesía callada, y a la Poesía, pintura con voz.[3]
La correspondencia se mantiene hasta nuestra época. «Pintar es poetizar el universo», en palabras de un soneto actual, que sigue así: « cada cuadro es un poema / y cada pincelada es como un verso».[4]
Para nosotros, la relación más conocida entre poesía y pintura—entre texto literario y texto visual—son las ilustraciones. No es siempre necesario mantener las palabras en contacto con la imagen. El mundo clásico estaba cubierto de pinturas que representaban alguna escena relacionada con Homero o Virgilio. ¿Y no es lícito considerar los vitrales de las iglesias una especie de ilustración en cristales?
Cuando la relación funciona al revés, es decir, cuando es el poema el que representa un cuadro, entramos en la écfrasis. Como sugiere su etimología, el término se refiere a la explicación de un objeto fuera o más allá del discurso. La práctica se remonta también al mundo clásico, siendo el ejemplo más citado la descripción del imposible escudo de Aquiles en la Ilíada de Homero, versos ecfrásticos que superan unos ciento cincuenta hexámetros. El texto épico pone de manifiesto el que la écfrasis no se limite a la pintura, ni a las artes plásticas; cabe considerar como ecfrástica cualquier composición escrita que trate de música, drama, cine, arquitectura, baile o flamenco. No obstante, la pintura tiende históricamente a prestarse al enlace poético.
La historia del arte, desde luego, es donde se usan constantemente todos los recursos ecfrásticos de la prosa. La écfrasis, según David Carrier, historiador del arte, evoca a través de un texto escrito la imagen de una pintura sin ilustraciones.[5] En lo sencillo de la definición reside el aspecto seductor. La frase «descripción verbal» es el punto en común para la mayoría de las definiciones de la écfrasis, al lado de algún pleonasmo como «la imagen de una pintura», o sea, imagen de una imagen, ofreciéndonos así un sinfín de espejos y reflejos. A veces se pega a la descripción el adjetivo vívido para matizar la manera de describir.
El escudo de Aquiles tipifica el principio ecfrástico en práctica y revela el defecto de cualquier definición que haga hincapié en la descripción de una obra de arte. El escudo de Aquiles no existe. No puede existir en la manera cómo se nos presenta en la epopeya: un microcosmos visual de la vida que se parece más a una pantalla de cine. El lenguaje poético pasa de ser una descripción, una mimesis. La écfrasis quiere mejorar la mera realidad de una experiencia. La cosa o obra o objeto referencial sirve de punto de partida para explorar posibilidades de la imaginación.
Como observa el filósofo alemán Gotthold Lessing, existen distinciones profundas entre texto visual y texto poético, o sea, entre formas o cuerpos inmóviles en la pintura y acciones dinámicas en la poesía. Lessing afirma también que la poesía goza de mucho más amplitud que la pintura.[6] De ahí que goza también de más libertad al enfocar la imaginación, nuestro manantial originario de imágenes. Mediante la écfrasis, el poema no imita ni describe ni reproduce un cuadro; más bien, el texto poético quiere superar la información visual, lograr «ver» más de lo que revele el propio cuadro. Quiere re-presentar la obra en sus propios términos.

Aparecen poemas sobre la pintura a lo largo de la tradición española. Luis de Góngora, el gran poeta barroco en todo sentido de la palabra, compuso un soneto relativamente famoso, la «Inscripción para el sepulcro de Domínico Greco»:
Esta en forma elegante, oh peregrino,
De pórfido luciente dura llave
El pincel niega al mundo más süave,
Que dio espíritu a leño, vida a lino.
Su nombre, aun de mayor aliento dino
Que en los clarines de la Fama cabe,
El campo ilustra de ese mármol grave.
Venérale, y prosigue tu camino.
Yace el Griego. Heredó Naturaleza
Arte, y el Arte, estudio; Iris, colores;
Febo, luces —si no sombras, Morfeo—.
Tanta urna, a pesar de su dureza,
Lágrimas beba y cuantos suda olores
Corteza funeral de árbol sabeo.[7]
Se pone el énfasis de tales poemas mucho más en el hombre—en el artista como buen mecánico de la armonía y la belleza—que en la obra artística. Por ejemplo, en el soneto a El Greco, sería difícil, si no imposible, aducir de los versos un cuadro específico del pintor ni siquiera su estilo de visualizar el mundo.
Es a fines del siglo XIX con la poesía modernista cuando surge un interés renovado por la pintura. Rubén Darío—tras la llegada a Europa, expuesto a los museos de fama mundial—se da cuenta de pintores y pinturas. Antes para el joven poeta el arte consiste en tópicos: la literatura canónica, la escultura y la arquitectura clásicas, como se observa en su oda juvenil titulada «El arte», donde declama en parte:
[…] la infinita luz del arte.
Y ésta domina y transforma
piedra, buril, cuerda y lira:
y envuelve, traspasa, inspira
belleza y plástica forma.[8]
Más tarde Darío no sólo trata directamente de la pintura, sino que la sitúa en el contexto de la poesía. En su obra maestra Cantos de vida y esperanza, figuran poemas sobre Leonardo y Goya, además de los tres sonetos que se titulan “Trébol” en forma singular. Los primeros dos se presentan como elogios mutuos entre el poeta Góngora y el pintor Velázquez, mientras el tercero comenta a los dos gigantes del Siglo de Oro. El discurso se basa en un retrato que hizo Velázquez a Góngora, cuando aquél había llegado a Madrid joven y sin fama, todavía un pintor de provincias. Desde el punto de vista de Góngora, escribe Darío:
Mientras el brillo de tu gloria augura
ser en la eternidad sol sin poniente,
fénix de viva luz, fénix ardiente,
diamante parangón de la pintura,
de España está sobre la veste obscura
tu nombre, como joya reluciente;
rompe la Envidia el fatigado diente,
y el Olvido lamenta su amargura.
Yo en equívoco altar, tú en sacro fuego,
miro a través de mi penumbra el día
en que al calor de tu amistad, Don Diego,
jugando de la luz con la armonía,
con la alma luz, de tu pincel el juego
el alma duplicó de la faz mía.[9]

En su repuesta, o sea el segundo soneto, Velázquez insiste supuestamente en que el don de Don Luis no es nada menos que el don de Don Diego. El tercer soneto, compuesto de alejandrinos a la modernista, alaba a los dos artistas, aunque sea por medio de tópicos hiperbólicos; por ejemplo, el segundo cuarteto tiene poco que ver con lo que se ve en las obras del pintor:
Tu castillo, Velázquez, se eleva en el camino
del Arte como torre que de águilas es cuna,
y tu castillo, Góngora, se alza al azul cual una
jaula de ruiseñores labrada en oro fino.[10]
El primer terceto se aprovecha de los clichés de la época, siendo Velázquez “bronce corintio” y Góngora “mármol de Jonia”; se le dan rosas a Velázquez y claveles a Góngora. El último terceto abarca al menos un conocimiento de las obras concretas:
De ruiseñores y águilas se pueblan las encinas,
y mientras pasa Angélica sonriendo a las Meninas,
salen las nueve musas de un bosque de laureles.
Aunque el poemario Cantos de vida y esperanza es de 1905, los tres sonetos se publicaron por primera vez en junio de1899 en La Ilustración Española y Americana. El año 1899 es el tricentenario de Velázquez y la enorme exposición que celebra el museo del Prado contribuye sin duda al interés por el pintor. Del mismo año tenemos el poema “Felipe IV” de Manuel Machado, que figura como el primero de la sección «Museo» en el libro Alma, publicado en 1902.

El poema de Machado se concentra en un objeto visual, dejando al lado la mano que la pintara y la importancia del pintor para la economía estética. En otras palabras, los versos presentan un nuevo tipo de écfrasis en la tradición española y latinoamericana. El sujeto no es la figura romántica del pintor ni la apoteosis hiperbólica de su profesión, sino un cuadro particular, identificable, incluso enumerado en el inventario del museo. El objeto no es elogiar ni burlar de una imagen, sino re-presentarla como acto colaborador entre pintor y poeta.
¿Es que Manuel Machado ha recordado mal los cuadros? Por perito que sea en las artes, ¿confunde el poeta dos imágenes de Velázquez, el retrato de Felipe IV y el de don Carlos?
El propio Manuel Machado es cabalmente consciente del poder pintoresco de la poesía. Así escribe en La guerra literaria: «yo pinto esos cuadros tal como se dan y con todo lo que evocan en mi espíritu; no como están en el Museo, teniendo muy bien cuidado de cometer ciertas inexactitudes, que son del todo necesarias a mi intento».[11] Entonces, una de estas «inexactitudes» que Machado comete deliberadamente, será «la guante de ante» en la mano del rey Felipe, guante que le ha robado al Infante don Carlos porque es del todo necesario a su intento.
¿Cuál es el intento del poema sobre el retrato de Felipe IV? El guante que antes reveló la altivez del alma mezquina de don Carlos, ahora se convierte en otro emblema del hombre flácido, tímido y débil que subió al trono español. El retrato que Velázquez habría pintado—tal vez—si no hubiera sido el llamado amigo del rey.
[1] Manuel y Antonio Machado, Obras completas, Madrid, Plenitud (1967), página 23.
[2] Según Plutarco, es Simónides quien afirma que la palabra es la imagen de la cosa, otro ejemplo de la fusión de poesía y pintura en la antigüedad. Ápud David Campbell, Greek Lyric, tomo 3, Cambridge (MA), Loeb Classical Library (1991), página 367.
[3] Ápud Miguel Herrero García, Contribución a la Historia del Arte, Madrid, Aguirre (1943), páginas 208-209.
[4] José Luis Brufau, La pintura es poesía, Tarragona, Monlla (1998), página 15.
[5] Principles of Art History Writing, University Park, Pennsylvania State UP (1991), página 103.
[6] Laocoonte o Sobre los límites en la pintura y la poesía, Barcelona, Folio (2002), página 112.
[7] Ápud Elías Rivers, Poesía lírica del Siglo de Oro, Madrid, Cátedra (1984), página 208.
[8] Poesías completas, Méjico, FCE (1984), página 120.
[9] Ibíd., página 279.
[10] Ibíd., página 280.
[11] Ápud Alfredo Carballo Picazo, Introducción a Alma / Apolo de M. Machado, Madrid, Alcalá (1967), página 108.
«Sobre su augusto pecho generoso
ni joyeles perturban ni cadenas
el negro terciopelo silencioso»
El que se equivoca es usted porque es el retrato de Felipe IV el que no lleva joyeles ni cadenas sobre el pecho.