Culinariamente hablando, fueron los bizantinos quienes se instalaron, como ceremoniosos dueños, en el protocolo recóndito y pomposo de las grandes mesas imperiales. Salvaguardaron platos, recogieron recetas, prodigaron condimentos y especias, haciendo de lo vasto de sus cocinas un feudo subterráneo y maravilloso en el que los cocineros podían trabajar a sus anchas sin tener otra preocupación que la de hacerlo lo mejor posible sin tener en cuenta lo que gastaban; se ve que, desde siempre, quienes cobran los impuestos, no se sienten obligados a medir sus gastos. Constantinopla fue una de las urbes más amplias y prósperas de la cristiandad durante la Alta Edad Media. El Imperio Bizantino duró más de diez siglos, gobernado por grandes emperadores, sostenido por sutiles diplomáticos, hubo generales victoriosos y marinos ilustres, y conservó el cristianismo como religión propia del área del Mediterráneo. Fue el centro de una civilización admirable, la más exquisita y la más interesante que conoció la Edad Media.
Por otra parte, transfirió al mundo árabe todo el conocimiento grecolatino. Todos los conocimientos del sibarita Apicio pasaron a la cocina árabe a través de Damasco y luego de Bagdad. El imperio bizantino no fue un área geográficamente determinada, ni la nación de un pueblo, ni la unidad de una raza, sino una civilización. Se mantuvo a base de la creencia en la fe cristiana, de una concepción política del Imperio, del decoro solemne de la púrpura imperial y de una animación material y positiva que fue la economía; esta se conservó próspera incluso en momentos muy difíciles y, estoy seguro de ello, no fue por hacerle caso a la emperatriz de los tudescos ni por rescatar con grandes cantidades de piezas de oro a la banca de la época. A pesar de todo, esta etapa de transición se caracteriza por el desorden político, además de las invasiones que al mismo tiempo amenazaban al imperio Romano.
Se dice que en esta época 49 emperadores le suceden al último emperador de la dinastía, y 29 de ellos mueren asesinados. No es sino hasta que un soldado llamado Diocleciano se hace emperador gobernando durante 20 años, formando una tetrarquía, es decir que 4 personas se van a encargar de 4 diferentes regiones del vasto Imperio. El gran escritor venezolano Miguel Otero Silva en su obra “Cuando quiero llorar, no lloro”, describe con una gran dosis de humor negro lo que sucedió en aquellos convulsos años y pone en boca de Diocleciano una relación que no me resisto a incluir aquí. Lean que no tiene desperdicio.
“Yo no nací para emperador, al menos así se desprendía de las apariencias, sino para cultivador de hortalizas, capador de cerdos o soldado muerto en combate; no tuve padre cónsul, ni abuelo senador, ni madre ligera de cascos, circunstancias que tanto ayudan en los ascensos, sino que me engendró en mujer labriega un liberto del senador Anulino, liberto y padre mío que en su niñez rastreaba moluscos por entre los peñascos de Salona.
Pero desde muy joven me indicaron los presagios que en mis manos germinaría la salvación de Roma: la estatua de Marte enarbolaba el escudo cuantas veces pasaba yo a su lado, una noche se me apareció el propio Júpiter disfrazado de toro berrendo bajo la luz de un relámpago; comprometido por tales auspicios me hice soldado sin amar la carrera de las armas; me esforcé en razonar como los filósofos cuando mi inclinación natural era berrear palabrotas elementales en las casas de lenocinio; me volví simulador y palaciego, yo a quien tanto agradaba sacar la lengua a las obesas matronas y acusar en público de pedorros a los más nobles patricios; obtuve la jefatura de la guardia pretoriana no obstante el asco que me causa el oficio de policía; y finalmente le sepulté la espada hasta los gavilanes al Prefecto del Pretorio, Menda que no podía ver una codorniz herida sin que se me partiera el alma. Y cuando ascendí por riguroso escalafón de homicidios a emperador de Roma, ¿qué restaba del imponente imperio de Octavio y Marco Aurelio? Quedaba un inmenso territorio erosionado por el roce de todos los vicios, amenazado desde el exterior por los bárbaros de más diversos bufidos y pelajes, minado en el interior por los nietos y biznietos de los bárbaros que se habían infiltrado en la vida pública a horcajadas sobre el caballo de Troya de las matronas cachondas, una nación exprimida y depauperada por los agiotistas, una república de cornudos y bujarrones donde ya nadie cultivaba la apetencia de sentarse en el trono, porque sentarse en el trono constituía experimento más mortífero que echarse al coleto una jícara de cicuta. Así las cosas, subí yo al gobierno con dos miras precisas: reconstruir el devastado imperio y morir en mi cama con los coturnos puestos, esta última empresa más difícil de sacar a flote que la otra, si uno se atenía a los antecedentes inmediatos. Oído al tambor en los postreros cincuenta años: al óptimo soberano y ejemplar hijo de familia Alejandro Severo se lo echaron al pico sus soldados, acompañado de su admirable madre Mammea, que también obtuvo su mortaja; le correspondía el trono a Gordiano I, mas Gordiano I se dio bollo a sí mismo al tener la noticia de cómo el exorbitante Maximino (un metro noventa centímetros de altura) se había cargado a su hijo Gordiano II; en cuanto a Maximino, y de igual modo a Máximo, a quien el gigantón había designado como César, fueron tostados por la tropa; le tocaba el turno a Balbino, y lo peinaron alegremente los pretorianos; venía en la cola Gordiano III que, al par de su tutor y regente Misisteo, recibió matarile de Felipe el Árabe; un lustro más tarde los oficiales de Decio madrugaron a dicho Felipe el Árabe, durante la conmemoración de la batalla de Verona, en tanto que a su hijo Felipe el Arabito le llenaban la boca de hormigas en Roma, doce años no más tenía el pobrecito; Decio a su vez fue traicionado por sus generales y entregado a los godos para que esos bárbaros le dieran la puntilla; Galo al bate, lo rasparon sus milicianos y, después del consumatum est, se pasaron a las filas de Emiliano; los mismos destripadores le extendieron pasaporte a Emiliano, a los pocos meses, por consejos de Valeriano; el sufrido y progresista Valeriano cayó en manos del persa Sassanide Sapore, lo torturaron aquellos asiáticos, lo castraron sin compasión, lo volvieron loco a cosquillas, lo enjaularon como bestia y, de postre, le arrancaron el pellejo en tiritas, ¡caníbales!; a Galieno, poeta inspirado e hijo de Valeriano, lo siquitrillaron unos conjurados, inducidos a la degollina por un general de nombre Aureolo; Claudio II, que vino luego, le cosió el culo a Aureolo, en justiciera represalia; la peste, o un veneno con síndrome de peste, ayudó a bien morir a Claudio II; apareció entonces un tal Quintilio, hízose pasar por hermano del difunto, pero no tardó en suicidarse, lo cepillaron es la verdad histórica, a los 17 días de vestir púrpura imperial; surgió inesperadamente Aureliano, mano de hierro, el único en el pay roll con categoría de emperador romano, lo cual no impidió que el liberto Mnesteo, asesorado en el de profundis por el general Macapur, le cantara la marcha fúnebre; llamaron a Tácito, un venerable anciano de 75 años que ninguna aspiración de mando albergaba en su arrugado pecho, lo coronaron contra su voluntad y al poco rato le cortaron el resuello; y como Floriano, hermano y heredero de Tácito, pretendió el muy ingenuo gobernar sin el respaldo del ejército y sin la aquiescencia del senado, no transcurrieron tres meses sin que le doblaran la servilleta; entró en escena Probo, un tío inteligente y precavido que logró mantenerse seis años sobre el caballo, creyó entonces haber llegado al momento de hacer trabajar a los soldados en la agricultura, le fabricaron en el acto su traje de madera; un año después fue limpiado Caro misteriosamente, unos dicen que fue un rayo y otros dicen que su suegro; quedaba Numeriano, hijo de Caro, mas el prefecto Arrio Apro lo puso patas arriba; y en ese instante me adelanté yo al proscenium y, para no ser el de menos, descabellé a Apro y le compré su nicho, mientras Carino, legítimo aspirante a la corona, era borrado del mapa por la mano de un tribuno a quien el mentado Carino le barrenaba la esposa; ¿es éste un imperio honorable o una trilogía de Esquilo? Único salidero para escapar del magnicidio era la aplicación de la teoría euclidiana de las proporcionalidades y proporciones, y conste que estas tímidas inmersiones en las linfas de la cultura griega son consecuencia de las prédicas de Ateyo Flaco, erudito esclavo corintio que me llevaba las frutas secas del ientáculum (desayuno, caballeros) a la cama. El cálculo aritmético señalaba que, si existían cuatro emperadores en vez de uno, las posibilidades de degollar a un emperador se reducían a un veinticinco por ciento. Y si ninguno de los cuatro príncipes tenía su asiento en Roma, cuando los ciudadanos capitolinos, que eran los más tenebrosos, decidieran sacarles los tuétanos y arrojar sus cadáveres al Tíber, veríanse compelidos a sobrellevar agotadoras expediciones hasta remotas comarcas para transportar los cuatro fiambres, acortándose así el veinticinco a un reconfortante cinco por ciento, menos del cinco si alojaba a Maximino en Milán, colocaba a Constancio Cloro en Germania, establecía a Galerio en la futura Yugoslavia y yo me largaba a Nicomedia, en el Asia menor, lo más lejos posible de estos lombrosianos. Otrosí. La razón más usual de morir los emperadores romanos se originaba de esta guisa: a los generales triunfantes se les subían los humos a la cabeza y decidían asesinar a sus soberanos con el propósito de sustituirlos en el solio máximo. Y como los generales triunfantes eran imprescindibles para mantener a raya a los francos, británicos, germánicos, alamanes, borgoñeses, iberos, lusitanos, yacigios, carpos, bastarnos, sármatas, godos, ostrogodos, gépidos, hérulos, batrianos, volscos, samnitas, sarracenos, sirios, armenios, persas y demás vecinos que aspiraban a recuperar sus regiones tan honestamente adquiridas por nosotros, ocurrióseme la idea de seleccionar tres generales, los tres generales más verracos del imperio (mi mejor y más obediente amigo, un segundo a quien convertí en mi yerno y un tercero a quien convertí en yerno de mi mejor y más obediente amigo) y otorgarles tanto rango de emperadores como el que yo disfrutaba, con igual ración de púrpura que yo, aunque la verdad era que no mandaba sino el suscrito”.
Sigamos. Diocleciano deja el poder y comienzan una serie de luchas entre los citados subgobiernos, encontrándose entre ellos Majencio, Severo, Galeno, Liciono y Constantino Cloro, ganador de estas batallas y fundador de la Nueva Roma, es decir del Imperio Bizantino. Constantino se nombra emperador y a raíz de las amenazas de los invasores a Roma, cambia la capital a Bizancio, antigua colonia griega, y la hace llamar Constantinopla, cambiando así el centro de gravedad de Occidente a Oriente.
Constantinopla hizo transitar todo el negocio mundial por su ciudad. Desde las sedas de Oriente (primordial fuente de rentas), hasta las especias, el comercio bizantino adquirió, entre los siglos IX y XI su máximo esplendor. Desde el primer momento, Bizancio se consideró a la altura de Roma y cuando ésta cayó, Constantinopla tuvo el orgullo de conservar los usos romanos que poco a poco se fueron contaminando de orientalismo hasta que esta nueva Roma se parecía tanto a la original como un huevo a una castaña.
Cuando se celebró el cónclave de Nicea, en el año 325, el emperador Constantino abrumó a los padres de la iglesia con un banquete tan abundante y espléndido que según contaron aquellos teólogos: «la mesa daba una idea de los placeres reservados a los elegidos del Paraíso».
El propio Constantino construyó, cerca del hipódromo una sala fundamentalmente disponible para los grandes festines; el emperador y sus convidados, comenzaron a comer sentados y no tendidos como en la época romana. El vino griego espeso, dulzón áspero y acanelado, al que los padres de almas no hacían ascos, era transportado en grandes vasijas de oro, las cuales eran tan pesadas que debían ser transportadas por dos esclavos.
En los Calendarios del Imperio, se seguía la regulación de la usanza hipocrática, aunque sobrepasada por los gustos orientales. En estos textos, se señalaba que los bizantinos gustaban de unos alimentos muy específicos, elaborados usando muchas especias. La cocina tendía a disimular los sabores naturales y llegaba a mezclar los condimentos y las especias con las frutas más variadas; la cocina, pues, no pudo dejar de viciarse con el abundante mercadeo de las especias, los productos de su lonja y las importaciones que llegaban a diario a sus muelles. También había otros negocios importantes, como era el caso de los perfumistas que vendían fragancias, tintes y especias; fabricantes de cera y de jabón; artesanos de cuero, carniceros, pescadores panaderos etc., además de que el arte de la tapicería ya estaba introducido en Constantinopla. La de Bizancio fue una gastronomía por demás intransigente y solemne que llevó hasta los extremos el protocolo detallista en la cocina. En la época se acostumbraban a consumir tres comidas: el progeuma o desayuno matinal, el geuma al mediodía y el deipnon o cena. Las comidas se hacían en familia, pero cuando había extranjeros invitados, no asistían las mujeres; pero los invitados cambiaban de calzado antes de colocarse ante la mesa. Sentados en sillas o bancos, los comensales recitaban antes de comer una oración para bendecir los alimentos. Se piensa que los invitados de escasos recursos tomaban el alimento con las manos, y aunque se encontraron cucharas de plata en diversos yacimientos se piensa que no eran de uso frecuente. Sin embargo los bizantinos, a la hora de comer, fueron enrevesados y refinados e inventaron entre otras cosas el uso cotidiano del tenedor de dos dientes, aunque se supone que sólo se usaba para servirse de la fuente común. Antes de la comida, la dueña de la casa limpiaba la mesa la cubría con un mantel y se colocaban servilletas, así como jofainas con agua para lavarse las manos, que era signo de buena educación. Los cocineros bizantinos aprendieron a cocer al punto los pescados, y la cacería de pluma se acondicionaba con un moje de mostaza con sal, comino, pimienta y canela, haciendo que no conociera el sabor de los alimentos originales ni la que los parió. Los bizantinos gustaban de las carnes tiernas sobre todo de animales jóvenes, corderos, cabritos, gazapos y lechones. Se deleitaban con las menudencias y los despojos. Las manos de cerdo y cordero, las tripas, el hígado, los riñones, ubres de cerda, llegaron a las grandes mesas al mismo que las ranas y esturiones, que eran muy solicitados, lo que les convierte en reyes de la casquería y los menuceles mucho antes que los franceses. Además de venados, faisanes, gansos, gallinas y por supuesto el pescado, les gustaba la carne hervida; el cordero y el cabrito lo sazonaban con coriandro verde y pimienta. En un festín imperial un cabrito fue obsequiado flotando en salmuera relleno de ajo, cebollas, y puerros. Los cocineros bizantinos asaron pichones, elaboraron faisanes encebollados acompañados con ciruelas, perdices rellenas de leche agria, los pescados ya eran hervidos u horneados se acompañaban con salsas exóticas. También los freían envueltos en harina de mostaza o los acompañaban con una salsa de nardo y coriandro o se lo comían cocido con una salsa espesa de puré de merluza; además de pescados salados consumían mucho atún, que estaba considerado de uso común aunque fuera bonito y del norte. Gozaban con las legumbres frescas y las coles, verdolagas, lechugas, espárragos, alcachofas, setas, además de habas, lentejas, garbanzos y guisantes. Los espárragos los comían con una mezcla de aceite y laurel, la lechuga con aceite y vinagre, las habas las sazonaban con sal, aceite verde y comino -de igual manera sazonaban los guisantes y los garbanzos-. Gustaban también de los purés de legumbres sobre todo de trigo que aromatizaban con miel, nardo, canela y vino denso del Peloponeso.
Adoraron el ajo verde, que condimentaban con aceite y sal. Su “skoodaton” era una especie de emulsión semejante a nuestro alioli, aunque como condimento se añadían alcaparras y mostaza. Además de los vinos del país, eran muy solicitados los de Chipre, Siria, Palestina y África del norte. El mejor vino que conoció Bizancio fue el de la Isla de Samos. La repostería bizantina fue prodigiosa y en ella se ocupaban infinidad de maestros confiteros, queseros, y grandes artesanos de exquisiteces aromatizadas. Freían buñuelos de miel y de nardo, confituras de membrillo perfumadas de rosas, arroz con miel, cremas con miel y nardo, pasteles de nueces, jaleas y mermeladas de manzanas, peras y ciruelas. Como curiosidad apuntaré que en los conventos se hacia un postre llamado “barbas de monje” que era una especie de huevo hilado montado sobre un bizcocho redondo, relleno de frutas y de almíbar y pastas de hierbas de olor. Con este platillo nace en Bizancio el huevo hilado que, como muchos dulces y licores no pudo nacer sino en un convento. La repostería se acompañaba de vino especial a base de pimienta, clavo, canela y nardo. Otros vinos eran aromatizados con ajenjo, esencia de rosas y otras hierbas. Parece ser que el hojaldre nació en Constantinopla -los franceses, ¡faltaría más!, opinan que el hojaldre lo inventó en el siglo XVII Claude de Lorraine que fue panadero, además de inestimable pintor. Hay que acotar que los bizantinos fueron maestros queseros y de las cuajadas.
El pan de pura harina de trigo del país era universalmente apreciado, presidía casi todas las mesas bizantinas, excepto en la de los mendigos. Se distinguían tres clases de pan; las dos primeras se diferenciaban en la finura del cernido de la harina la tercera que tenía color de salvado y contenía harinas extranjeras se consideraba de baja calidad. Contando con productos de la mejor calidad de todo el mundo, la mantequilla venía de Moldavia, venados de carne salvaje y perfumada de Transilvania, faisanes de la Colquida, actualmente parte de la República de Georgia, aves de Brussa, que se levanta a orillas del mar de Mármara, cerezas de Chipre, dátiles y peras de África, sandias y melones de la actual Anatolia, miel de Besarabia situada al este de Rumania, aceite de Creta, uvas pasas de Corinto, vinos para cocinar de la Argólida, etc. En las cocinas imperiales se sacrificaban las tortugas marinas de Nauplis, con las que se hacia una sopa gloriosa: despedazaban a la tortuga en vivo, la cocían con laurel y una vez al punto y con su caldo, lo pasaban a un recipiente de plata donde la rociaban con una salsa clara que era una especie de emulsión de aceite, ajo y uvas pasas con almendras finamente picadas. Abreviando, la cocina bizantina usó de los rellenos y se preció de aromatizar las salsas con diferentes hierbas. Fueron también maestros del arte de picar la carne y sazonarla. Su cocina influyó en la cocina árabe y también en la de Europa central. Asimismo, la cocina eslava, con sus sopas de trigo, faisanes revestidos con mermelada de ciruela, uso y abuso de la leche agria, debe mucho a la cocina de Constantinopla.