Madrid es un ir y venir de coches, un atasco, casi un caos, cuando a las siete y media de la mañana utilizamos un transporte terrestre camino de la estación de Atocha para tomar el AVE que ha de llevarnos hasta Córdoba, donde nos esperan amistades y turismo. Pero, una vez en el tren de alta velocidad, la lentitud del transporte terrestre madrileño se trueca en presteza y sosiego: los cuatrocientos kilómetros que separan una ciudad de la otra apenas suponen dos horas de reloj.
A nuestra llegada, Córdoba es la luz de un sol agradecido por febrero que ya en el recorrido mostró la flor de no pocos almendros en las laderas de abrigo, y que se hace reflectores en las vidrieras y lucernas de la Mezquita-Catedral. Aquí está el equilibrio y la belleza en cualquiera de las formas que vemos o podamos imaginar, desde el acierto que supone su arquitectura al clima espiritual, religioso y de razas por donde transcurre su historia; esa historia de creatividad remota que nos habla de unos cimientos ibéricos, aprovechados por los romanos, y que la construcción de un templo visigodo, que transformaría Abderramán I el año 785, cuyo sentimiento y línea continuarían ampliando y renovando sus descendientes de estirpe y de dominio, no sólo en una demostración de fe religiosa y de raza, sino como símbolo de la fuerza y belleza que la piedra y el ladrillo otorgan a la construcción armónica.
La obra no sufriría gran atentado tras la conquista castellana (1236) y su proceso como templo católico. Sí es cierto que se elimina algún signo externo de la fe islámica y se abren capillas menores. La transformación mayor, sin que tampoco quiebre su armonía estética, le llegaría casi tres cientos años más tarde (1523), cuando el obispo Alonso Manrique mandó demoler parte del conjunto central para construir un templo católico, que sería luego catedral cristiana, en medio de la mezquita.
Pero no son estos y otros datos históricos los que generalmente atraen la atención del común visitante. Éste se entraña más en la majestuosidad de las columnas y su extraño y ordenado laberinto, la doble arcada que corona las mismas, la rectitud frontal del bosque marmóreo, el lucernario central, el logro de la luz y la alternancia de colores; le maravilla la suntuosidad del conjunto, la riqueza de la piedra y la armonía del ladrillo para darse todo a sus ojos con una estética asombrosa, que se hace impar en la contemplación del altar mayor y el coro catedralicios, su lámpara y los tesoros, su gran custodia, el admirar imágenes y cuadros de no pocas de sus capillas o, en contraste, el rincón de oración islámica como es el mihrab. Quizá también algún poeta se acerque y se detenga ante los restos de don Luis de Góngora, que se guardan en el osario de una capilla lateral, San Bartolomé, que perteneció a la familia del poeta; pero aquellos, como la poesía es minoritaria, suelen ser los menos.
Córdoba, desde la esencia senequista hasta el dominio artístico de Julio Romero, pasando por la ciencia de Averroes y la filosofía de Maimónides, forma un mosaico histórico que se actualiza en pensamiento, cultura y arte por no pocos rincones de la capital y su provincia. Córdoba es el taxista que te va explicando el lugar al que llegas y el que vas dejando atrás, es el conductor del coche de caballos que se cala su sombrero y te cuenta lo que sabe y lo que no, mientras el repiqueteo de los casos del trotón se pierden bajo el mayor sonido motorizado de los coches; es el restaurante y el tapeo, el albear y el montilla, el dulce beso con que estimula al postre un “Pedro Ximénez”; son sus restaurantes con el profesional que explica el plato que te pone sobre la mesa, y lo es hasta la mujer que te ofrece insistentemente la ramita de romero, porque te va a traer suerte; Córdoba es le Ribera de los Molinos, la muralla y el río, la Judería, la Corredera y la plaza del Potro; el museo de BB.AA, el taurino y el arqueológico. Son sus barrios, sus fiestas, sus iglesias y sus ermitas. Córdoba es la campiña, son los olivos y el trabajo, es el algodón que le pincha estos días… Y, sobre todo, de Córdoba no puede dejar de formar parte la historia de una efímera ciudad, hoy las ruinas, que hace más de un milenio fuera la maravilla de Occidente:
MEDINA AZAHARA
Asegura la leyenda que fue construida bajo el influjo y los impulso de dos corazones enamorados; quizá por ello la magnitud de sus encantos estéticos y lo fugitivo de su existencia. (¿Qué son tres cuartos de siglo en el curso del tiempo?) Hay latidos de amor que como el poder y la gloria viven en su acción apenas el espacio que aquellos perseveran en su propio ejercicio, y esto sucede con algunas de las maravillas que emanan a su paso. Luego, sí, está su resurrección, su redescubrimiento, cuanto regenera y estimula en las mentes su belleza y encantos, realismos y ensueños, cuanto despierta y mantiene sobre la verticalidad de la historia la grandeza y la huella de sus manifestaciones.
Tomando la carretera de Córdoba hacia Almodóvar del Río, dirección oeste, como a unos siete kilómetros de la capital cordobesa, en la ladera de la Sierra de la Novia, mirando al valle del Guadalquivir queda la huella constructora y ambiciosa (¿leyenda de amor o avidez política?) de Abderramán III. (Abd al-Rahman III): Medinat al-Zahra o Medina Azahara, en su época y en vivo la más bella ciudad de occidente. Esto, que supone el brillo del poder en forma de arquitectura, nos retrotrae en el tiempo casi mil cien años.
Efímera en su existencia, las ruinas hoy, representando la grandeza y sensibilidad de una época, despiertan la fantasía de quienes las contemplan y hacen de la arqueología una ciencia de ensueño, un retrovisor de lujo: Ajardinados parques con grandes rosaledas; patios rodeados de arcadas y fuentes centrales, que fueran armonía con la esencia del florido azahar; aulas regias; salón de embajadores, ricos salones; salas para audiencias privadas; recámaras para el íntimo disfrute; arcos y paredes estucadas con oro y plata; ornamentación de mármoles y doradas vigas …
Pero el poder de un Califa no sería nada a lo largo de la historia, si su huella no quedara impresa con la exquisitez y el buen gusto del y por arte. Y es éste el positivismo que podríamos haber hallado en la Medina Azahara cuando el Califato de Córdoba estuvo bajo el mando de Abderramán III.
Si Córdoba, en su tiempo e historia representó la Ciudad de los Califas, la bella y efímera ciudad que fuera Medina Azahara, principalmente su Palacio y su Mezquita, hoy las ruinas en recuperación de su pasado histórico, significan la sensibilidad y fantasía que emerge desde quien o quienes ejercieron el mando y su dominio.
Ya se mandara construir bajo los impulsos del amor en que se apoya la leyenda, cuando nos recuerda la belleza de quien fuera favorita del sultán, Zahra (“La Flor”), o surgiera en su magnificencia y lujo por exigencias de la política o ambición del Califa auto-proclamado unos años antes, lo cierto es que, a imitación quizá de emperadores como Adriano o Tiberio, el tercero de los abderramanes hizo construir en las cercanías de lo que fuera capital del reino musulmán, una ciudad que llevó el nombre de su amada y que se convertiría en la joya de la arquitectura y el arte más valiosa durante la segunda mitad del siglo X y la primera década del XI.
Su principal período de construcción ocuparía seis u ocho lustros entre los años 936 – 976, y lo que resulta más positivo es imaginar que Abderramán III ideara esta ciudad para que ejerciera y brillara como capital de su Califato y residencia de gobierno. Ante tales perspectivas y proyectos, los historiadores inclinan sus investigaciones a considerar que Medina Azahara fuese especialmente concebida para el desarrollo de cuestiones políticas.
Tras proclamar en su persona el califato de Córdoba, Abderramán necesitaba un símbolo con que demostrar su poderío, y la Ciudad de Medinat al-Zahra bien podría ser tal personificación. Pero sucede que la leyenda ejerce tanta fuerza sobre la convicción del pueblo que ésta se impone en los dominios y proclamas. Aliados al crecimiento de esta quimera son los fastos que dentro y fuera de palacio se viven y comentan. El lujo y la riqueza, el buen gusto y la fantasía expuestos en salones, dependencias y jardines, crecen en la voz del pueblo que dimensiona el amor del califa por su favorita. Si por la expansión conquistadora y guerrera a lo largo y ancho de tierras hispanas, el Califa se había ganado una imagen adusta, insaciable y depravada, su exquisitez ante el arte y la cultura proyectaban del mismo una personalidad refinada y culta. No en vano la ciencia, las bibliotecas y las bellas artes medraron en su tiempo como nunca antes lo hicieran en Córdoba.
En sabiduría, dedicación y sensibilidad no le fue a la zaga su hijo Alhaken II, en quien recayera tras aquél el mando del califato y regencia. Durante su reinado (961-976), protegió las ciencias, las letras y las artes, reuniendo en la propia Medina Azahara una biblioteca con más de 600.000 volúmenes y fue considerado como el más culto de los califas musulmanes de España. Creo escuelas gratuitas en Córdoba y logró hacer de su Universidad la más afamada de la época.
Durante los reinados de padre e hijo, Córdoba, y con ella Medina Azahara, adquieren un esplendor que jamás habían tenido. Magnificencia que aún continuaría un tiempo bajo el poder, influencia y dominio de Almanzor. Pero implantada por los bereberes la insurgencia de sus reino de taifas y su desconcierto, serían estos mismos quienes entraran a saco (1010) en la efímera Ciudad, y desvalijaran y destruyeran para siempre la que estuviera considerada como la más bella de occidente.
Convertida la ruina en cantera de expolio a lo largo de un milenio, hasta 1911 no se realizarían las primeras excavaciones, hoy, y ya éstas más continuadas durante los últimos años, contemplando lo que fuera Medina Azahara, puede, sí, representársenos como un mundo para la ambición, la política y el boato, pero también como un universo donde imaginar el amor, la cultura y el progreso, la sensibilidad y la exquisitez de su creador y de quien por herencia de sangre habitara este contorno. Asomarnos al terreno de la arqueología y la reconstrucción, nos abre una puerta de ensueños y esperanzas, de disfrute, como si de una pequeña Grecia se tratara o una lejana Petra acercara a nuestros ojos, no doncellas guerreras aladas, sino una amante que a manera de sílfide le inspirase un poema al Califa.