EL PARTO DE LOS MONTES, por José María Carnero, Académico de Número de La Hispanidad

En la “Epístola a los Pisones” Horacio citaba la fábula de Esopo, que hace referencia al célebre “parto de los montes”, para criticar a los que utilizaban palabras altilocuentes y rimbombantes, sin decir nada de verdadero interés. Algo que parece ser consustancial a algunos oradores de antaño, como ahora lo es a muchos políticos de nuestros días.

“Parturient montes, nascetur ridiculus mus”. Era la frase favorita del padre Emeterio, mi viejo profesor de Latín en el colegio de los Escolapios, donde transcurrió buena parte de mi infancia y adolescencia. Había que verle, con aquel gesto triunfal de victorioso general romano, —paseando de un lado a otro de la tarima—, dirigiendo su mirada inquisitiva sobre el anonadado alumno, que no acertaba con el participio absoluto de una frase; o, simplemente, no se había aprendido una declinación, o no conjugaba con tino el modo subjuntivo de un verbo. Ante los patéticos titubeos del indeciso colegial; que, con la mirada perdida en la inmensidad del encerado, ya no era capaz de “dar pie con bola”, lo que le llevaba a largar lo primero que le venía a la cabeza, por si “sonaba la flauta…”; era cuando, colmado el vaso de su paciencia, el viejo cura —con aire socarrón—  aprovechaba para largarnos la célebre sentencia: “parirán los montes, y nacerá un ridículo ratón”.  Palabras con las que nos hacía sentirnos como miserables y minúsculos ratoncillos, pillados en la trampa de nuestra propia ignorancia; fruto de la desidia, que campaba a sus anchas por nuestras volátiles cabezas; más dadas a fantasear, que a hincar los codos sobre el libro de latín. ¡Qué tiempos aquellos…! O, por ser más consecuente, “¡Oh témpora, oh more!”.

Ciertamente, cualquiera tiempo pasado fue mejor, como dejara dicho Jorge Manrique en las coplas a la muerte de su padre. Sobre todo aquellos, en los que lo peor imaginable era que te pusieran un cero en latín. —¿Para qué querrán que sepamos latín? —Nos preguntábamos, maldiciendo nuestra suerte, rebuscando en aquel diccionario —el “Spes”— como quien pretende encontrar esa loca esperanza, que parecía revolotear por entre los altos ventanales de aquellas aulas, a los que se asomaba el sol, ya atardecido, de una infancia que se iba escabullendo sin apenas darnos cuenta. Luego vendría el Griego, y la reválida de sesto, y el “preu”… sin imaginar que, lo peor…, estaba por venir.

El caso es que, entonces, ansiábamos ser mayores para perder de vista al padre Emeterio y su “parto de los montes”. Y cuando menos lo esperábamos, un día nos percatamos que éramos demasiado mayores… según para qué cosas. Suele ser ése en que, haciendo limpieza entre tus trastos, te das de manos con el desencuadernado libro de latín, lo abres y te vuelves a encontrar con aquel busto de César, al que le habías pintado con bolígrafo, gafas, perilla y bigotes. Y se te viene encima aquella niñez, aquellas tardes somnolientas, escuchando latinajos… y los echas de menos. Es entonces cuando a uno empieza a entrarle el “gusanillo” por la filosofía, el latín y el griego… Como si quisiera recuperar algo… ya tan lejano y perdido en la distancia.

Cuando el pasado es ya demasiado largo, y uno se encuentra cara a cara con el tiempo, no le queda más remedio que reconocer que, gran parte de él, lo pasó entre esos montes estremecidos por dolores de parto, que la vida interpone en el sendero, para que, luego, resulte todo tan efímero y ridículo como aquel ratón al que Horacio hacía referencia.

Vivir no es fácil, pero nosotros y nuestra ampulosidad lo hacemos aún más difícil. Tenemos la absurda tendencia a complicarlo todo; como si así consiguiéramos acumular más méritos personales; revolviendo; retorciendo…; o, como se suele decir, “inflando el perro”, en un desesperado intento por llamar la atención, y colgarnos medallas que, las más de las veces no valen ni el miserable azófar del que están hechas. No hay más que escuchar cualquier engolado discurso, de esos al uso, con que nos suelen mortificar los oídos y la paciencia, esos grandilocuentes oradores, carentes del más elemental sentido de la medida.

Cada vez que me toca sufrir en mis propias carnes a alguna de esas barrocas e insoportables palizas mentales, suelo atrincherarme en mi subconsciente, para desconectar. Tal procedimiento de evasión, me ayuda a mantener la necesaria apariencia de un “vivo interés” hacia las florituras verbales, que flotan y revolotean entre la modorra general del resto de los asistentes. El problema es, que a veces lo hago tan profundamente, que suele escapárseme algún inoportuno estertor, o impertinente ronquido; que nunca sé a quien pone en mayor evidencia: si a mí, o al plúmbeo disertador de turno. En tales circunstancias, se agradece el piadoso codazo del amigo, que ocupa la butaca colindante, que me saca de esa defensiva introspección, y me devuelve a la cruel realidad del pomposo evento.  ¿A quién no le ha pasado alguna vez?

Pero conviene dejar las cosas claras, porque es imprescindible reconocer que a todos nos cuesta contener los impulsos verborreicos, cuando somos nosotros quienes tenemos la palabra. Tener la palabra…, disponer de la obligada atención de un auditorio durante un determinado espacio de tiempo, es algo que ayuda a proyectar el ego muy por encima de cotas imaginables. Uno se siente importante…, casi imperioso y vital; como si nuestra voz y nuestra palabra fuesen alimento espiritual indispensable, para esas mentes ávidas de escuchar y asimilar el fruto imperecedero de nuestros más altos pensamientos.  ¡Craso error! Porque si no eres capaz de medir tu tiempo; y, sobre todo, de observar esas reacciones del público que, a veces pasan inadvertidas, pero aun así, no dejan de ser la patente demostración de cansancio y aburrimiento…, estarás haciéndote un flaco servicio. Por muy sabio y erudito que se sea, hay que aprender a no escucharse a sí mismo, y a estar más pendiente del público. Con observar las dos primeras filas es suficiente, para entrever cuando empieza a decaer el interés. Son importantes esos prudentes e imperceptibles cambios de postura: la gente empieza a arrellanarse en la butaca; a cambiar el cruce de las piernas; mover nerviosamente los hombros; apoyar la cabeza sobre la mano… En fin, todo un muestrario psicoanalítico, que no debe pasar inadvertido al buen conferenciante; pues si ya es manifiesto en las primeras filas, ni que decir tiene como será entre el público del fondo de la sala.  Ya se sabe… “lo bueno, si breve…”

Hay que saber trazar el guión del discurso, para poder cortar a tiempo, sin que se aprecie… pero, aún así, es preferible eso, al infructuoso empeño por intentar largar el contenido completo, aligerando la dicción y acabando a trompicones. Así, lo único que se consigue es que el público te odie, o cuanto menos piense que eres un pelmazo.

Saber agradar; entretener; y dejar un buen sabor de boca, es una rara habilidad que muy pocos dominan. Es una simple cuestión del sentido de la medida, más rara de lo fuese menester en nuestros días. De manera que, abundan más los estertores y retortijones de ese “parto de los montes”, que ponen al orador a la altura de un “ridículo ratoncillo”, cuando no, de un coñazo insoportable. Ya sabes… “no hagas a los demás, lo que no querrías que te hicieran a ti”.

image_pdfimage_print

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Código anti-spam *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.