Empecé a leer este libro cuando tenía veinticinco años. En aquel entonces, tuve la sensación de que se trataba de una enorme casa deshabitada, con muchos patios, pasillos, salas y dormitorios, sin que necesariamente estas habitaciones o espacios habitables tuvieran contacto o relación entre sí (por aquellos años desconocía el significado de la metáfora de la casa en la atmósfera del escritor). De este modo, pasabas de una estancia alhajada con muebles de época, a un patio con cántaros y vasijas; o de un cuarto de baño blanco de azulejos grandes, a una cocina con paredes cubiertas de teselas multicolores. Lo más extraño eran los pasillos. Los había pequeños y grandes; rectos y transversales; la mayoría de ellos tortuosos como las ramas de un sarmiento, a veces no marcados siquiera por una coma, a guisa de mojón de camino rural, en este universo de figuras evanescentes.
Recuerdo que me gustó mucho la historia que se asomaba a la altura de la página 34 de la edición de Seix Barral (Santiago, 1987), sobre la niña y la nana-bruja que se sale del cuerpo para convertirse en la esquiva perra amarilla que asusta a los huasos las noches sin luna. Debo confesar, sin embargo, que la narración central de las viejas y el niño imaginario oculto en el caserón, y del Mudito y la Iris Mateluna con el gigante que era y no era don Jerónimo de Azcoitía, acabó por hartarme, y abandoné entonces el solar de la cosmogonía donosiana para perderme en las calles de otras fachadas más
atractivas.
Y he aquí, pues, que la retomo tantos años después, con parte importante de la literatura occidental subida a las alforjas. La impresión, qué duda cabe, es distinta.
Vuelve a impresionarme positivamente el adecuado manejo de los adjetivos, como si fuera un tallador que quita lo que sobra para apuntar un relieve. Las palabras flotan en un lenguaje suelto, que las lleva con gracia; y a veces con distinción; parecen pequeños abalorios que hacen de sonajero en la muñeca breve de una aristocrática quinceañera. Cito un párrafo ejemplar que muestra con holgura lo anterior: “los ojos de Jerónimo, a medida que Inés lo hizo sortear cajones, sacos, fardos, fueron desprendiendo de la oscuridad la altura del techo envigado de donde colgaban arneses y riendas.
Pero al acercarse a un murallón de fardos, un olor distinto desplazó a los armoniosos olores naturales: olor a ropa vieja, a brasero, a comida recalentada, a cosas ennegrecidas por el humo, ajenas al espacio noble de la bodega. Un resplandor dibujó una línea minuciosamente erizada de pajitas.
En ese rincón resguardado por el muro de fardos la luz temblona de una vela rescataba algunos objetos. Las sombras blandas de los barrotes del catre bailaban flojas sobre el muro donde santos desteñidos bendecían el tiempo agotado de calendarios pretéritos…” (p. 182).
Meterse en la narración es la mayor parte de las veces, sin embargo, como nadar en un agua densa. El obsceno pájaro de la noche es la Fosa Messel en la arqueología del universo de Donoso: debido a la ausencia de corrientes, el agua del fondo no se mezcla con las capas superiores, y no puede en consecuencia captar el oxígeno de la atmósfera. El agua es tan rica en algas, que cuando mueren, se hunden hasta el fondo y se transforman en légamo. La combinación de este tupido fango efervescente mata casi todas las bacterias, permitiendo que los animales y los personajes que mueren y se hunden hasta el fondo, descansen sin ser perturbados por toda una eternidad, pudiendo volver a la vida en la plenitud de su fosilizada exuberancia.
Avanzar en esas páginas apretadas de letras es como nadar esquivando un cardumen de sardinas. Hay momentos en que uno se pregunta si valdrá la pena el esfuerzo de perseverar, como en los entresijos de Por el camino de
Swann. Al final, Donoso no es Proust, y las sardinas nos vencen; nuevamente, tantos años después.
Esta suerte de epopeya narrativa que, como dice el crítico literario chileno
Camilo Marks, constituye “quizás una de las creaciones literarias más excesivas, más espeluznantes, más siniestras que se han concebido en nuestra lengua…en cuanto al horror y la imaginación devoradora de la trama,nada parecido se ha escrito antes o después de esta enorme novela…” (Canon. Cenizas y diamantes de la narrativa chilena, Debate, 2011), contiene, me temo, otra razón más de fondo para que personas como yo no consigamos terminarla, ni siquiera en distintos momentos de la vida adulta.
Esta razón es, sin eufemismos, que se trata de una novela repugnante. La palabra “repugnante” indica una cierta alteración del estómago, con náuseas, por la visión o percepción de algo desagradable. La impresión de lo desagradable causa aversión, que consiste a su vez en el deseo de la separación o distanciamiento de aquello que causa la repugnancia; como lo indica su etimología en la voz avertere, que significa “apartar” o “alejar”. Esta misma sensación me invadió con otra lectura, hace ya unos diez años, y padecí idéntico impulso de alejar, con disgusto, el volumen, que no volví a abrir. Se trataba, en tal caso, de Las partículas elementales, del irregular y excéntrico escritor de lengua francesa, Michelle Houllebecq. En ambas novelas puede encontrarse, rastrearse e identificarse un elemento común: la obsesión por la sexualidad inmunda; es decir, una sexualidad que supone la corrupción de su materia propia, y que no sólo ofende a los sentidos, sino que también es contraria al principio básico de la salubridad. El Obsceno pájaro de la noche, como su nombre lo indica, está plagado, sembrado, hinchado de referencias sexuales mezcladas con imágenes desagradables, soeces y sucias (en sentido literal) que, a la luz de las revelaciones de las que pueden hacerse acopio leyendo los diarios del autor seleccionados por su hija Pilar, se vuelven todavía más turbias y arrojan una vaharada de mal aliento sobre la imagen de Donoso.
Juguemos un poco más con el idioma, gracias al virtuosismo de Roque Barcia y su maravilloso Diccionario de sinónimos, tan desconocido hoy en día, para infortunio de nuestras proles ignaras. Lo “obsceno” -es decir, nuestro título en comento- tiene al menos tres sentidos en lengua castellana. En primer lugar, como sinónimo de “deshonesto”. Esta palabra hace referencia al hombre que, en palabras o en obras, falta a la honestidad y decencia que la naturaleza y la sociedad exigen; que se expresa y obra sucia y torpemente. La diferencia entre lo obsceno y lo deshonesto radica en una cuestión de grado respecto del pudor o recato o vergüenza inocente (el pudor es el sonrojo particular de la candidez): lo deshonesto ofende el pudor; pero lo obsceno lo termina. Lo obsceno, por lo tanto, es aquello que es en sí mismo sucio, que viola abierta y descaradamente, con cierta vil ostentación, el pudor. Adviértase la siguiente frase: “quedé deslumbrado al darme cuenta que, si bien don Jerónimo me había robado mi fertilidad, yo me robé su potencia. Su miembro gozador pareció agotarse, quedó convertido en un apéndice vergonzoso, en cambio mi propio sexo creció, rojo como un tizón” (p. 224). En segundo lugar (2), tenemos lo obsceno como lo disoluto (el que desprecia las leyes de la honestidad), lascivo (propenso a los placeres carnales) o lujurioso (el que hace uso desordenado de los placeres carnales). Aquí se recalca de inicio la idea de que todo lo que es contrario al pudor es obsceno, en cualquiera de estas tres dimensiones. Curiosamente, aunque presente, este es el sentido que menos se repite en el libro de Donoso.
Por último (3), tenemos lo obsceno como lo inmundo. Esta palabra se opone a “mundo”, que significa orden, compostura, perfección o pureza. Lo inmundo es, por lo tanto, lo no puro, lo no limpio, lo desaseado. Por su parte la voz española “obsceno” deriva de obscoenum, que indica al hombre que vive encenegado; que vive en la suciedad o en el cieno de los vicios. Coenum viene de cunire; que consistía en hacer sus necesidades en la cama, de donde viene la voz “cuna”. Así pues, lo inmundo es sucio, desaseado. Lo obsceno es inmoral, ilícito. Lo inmundo repugna, da asco. Lo obsceno escandaliza, da lástima. Lo inmundo debe purificarse. Lo obsceno debe corregirse. Ejemplos de esto hay a granel en el texto, con una mezcla entre sexualidad y deformidad; entre sexualidad y suciedad; entre sexualidad y canibalismo, dominación, inconsciente, magia, que resulta progresivamente intolerable. La sola idea del enclaustramiento del hijo deforme de Azcoitía en el fundo de La Rinconada, y la reunión de los monstruos destinados a cuidarle y negarle la salida hacia el mundo de la normalidad, sugiere una perversión teratológica que, desde el efecto que es la novela, apunta insistentemente a la eminencia de la distorsión moral en la causa eficiente de la narración, que sugiere una suerte de “imbunchismo” en el sentido de Luis Oyarzún cuando afirma que es la efervescencia en la popularidad imbécil (feísmo, autodestrucción, placer en causar daño), obra del odio, del poder propelente del odio” o del resentimiento (Diario íntimo 385); la entrega al escepticismo, la pérdida absoluta de toda confianza, sin la cual no se puede vivir (Diario íntimo 167), o la negación, sobre todo, a “[…] ascender a los éxtasis posibles” más que la sola proclividad a caer en el pecado (Diario íntimo 130); pero también en el de Edwards, que se presenta como el repudio del padre aristócrata (exactamente como Jerónimo de Azcoitía) en Cumpleaños feliz (1992). La palabra inglesa disgusting expresa con gran veracidad la impresión que me deja Donoso con su pájaro de la noche. Las instancias del texto evidencian, dejan traslucir una psicología enrevesada, enroscada en torno a ciertas asociaciones de la reproducción humana y de la fealdad que dan a luzimágenes como engendros nauseabundos. Basta recordar la escena en que una mujer mayor es “mudada” como si fuera un recién nacido; y atención a la descripción de Donoso, que no escatima detalle impúdico, es decir, obsceno. Realmente, no hay valor (pp. 124-5).
A guisa, pues, de síntesis: novela bien escrita, que por eso mismo transmite con fuerza y diafanidad las imágenes de lo obsceno. Diría: un plato de mierda en bandeja de plata. Novela hipertrófica; que doblaría su valor si se hubiera escrito en la mitad de páginas que utiliza. Novela irritante, extraña, amenazante, que te hace hurgar en la mente del autor, aún sabiendo que probablemente no te guste lo que encuentres, para preguntarle el por qué de tanta fealdad, de tanta miseria, de tanta, tanta soledad.
revista 50