«Combatir a sí mismo es la más dura de las guerras,
vencer a sí mismo es la más bella de las victorias.”
(F. Logau)
Desde pequeño me acostumbré a la guerra.
Creo que por influencia de mis padres – y un hombre llamado Freud que dice que las cosas siempre empiezan así – pasé a considerar la guerra un acto normal, casi esencial.
Primero fue una guerra para salir del confort del vientre de mi madre, donde yo tenía alimento y seguridad, en un día que llamaron parto y que después se le dio el nombre, quizá sólo para engañarme, de cumpleaños. Yo lloré y pataleé mucho, ese día. Pero no había remedio. Me sacaron de allí, haciéndome ver un claro que casi me cegó. ¡Y todavía me dieron una palmada en la cola sin ningún motivo! Los años siguientes me mostraron que raramente vale la pena llorar y patalear…
Después vino una guerra particular bastante interesante que consistía en quedarse parado y aprender a caminar. Mi padre batallaba para comprar pañales y leche en polvo, mientras mi madre también entablaba otra guerra que se extendería durante años: hacer que yo comiera lo que ella colocaba en mi plato, cosas como hígado y arvejas, en lugar de chocolate y dulces.
Allá por los cuatro años de edad me fue presentado un verdadero arsenal de guerra. Era un comienzo de año y todo el mundo saltaba y cantaba mucho en una fiesta llamada Carnaval. Recibí una especie de pomo de plástico que la gente llenaba de agua y después mojaba a todos los que se atravesaban delante de mí. Recibí también unas armas hechas de papel – parece que se llamaban confites y serpentinas. ¡Éstas eran guerras bien animadas!
Ah, recuerdo también los bombardeos aéreos con papas fritas tiradas del decimoctavo piso de un edificio donde estuve hospedado durante un viaje de vacaciones.
Años después, vinieron las guerras que guardo con más cariño en la memoria. La guerra de los almohadones que empezaba en el living y terminaba como guerra de almohadas en la habitación. Fue una época de desarrollo de tácticas de guerrilla. Yo me atrincheraba detrás del sillón y desparramaba zapatos y chinelas-mina por el living y los pasillos.
Cambiar la tele, los juegos electrónicos y los juegos con los amigos por las tareas escolares era la tal guerra. Lo mismo para arreglar el cuarto, bañarse e ir a dormir temprano.
Y entonces vino una serie de otras guerras. Guerra para ser aceptado por el equipo de básquetbol del club, aun siendo muy bajo. Guerra para sacar buenas notas y destacarse en la escuela. Guerra para entender las transformaciones que las hormonas provocaban en el cuerpo. Guerra para tener coraje e invitar a aquella muchacha para salir. Guerra para tomar la iniciativa del primer beso.
Después de algunos años, las guerras siguientes fueron tomando una connotación más seria. Guerra para entrar a la facultad. Guerra para obtener el diploma. Guerra para conseguir un empleo y, estando en él, aprender a aceptar la jerarquía – a veces, casi militar -, las órdenes impuestas de arriba para abajo, los rumores de los pasillos, las conspiraciones en el hall del café, las trampas en el elevador. Guerras corporativas producidas por coroneles sin patente, entabladas por soldados muchas veces lanzados al campo sin entrenamiento ni provisiones. Guerra contra la competencia, sin interés en la diplomacia. Guerra contra la falta de eficiencia, sin previsión de armisticio. Guerra por el consumidor, por su preferencia y fidelidad.
Y en el medio de todo eso, guerra para encontrar un alma gemela. Guerra para convencerla a casarse y, después, a separarse. Guerra por la tutela de los hijos. Guerra para montar una empresa, pagar sueldos, pagar impuestos – y, de repente, tener que cerrar la empresa. Guerra contra el aumento de la gasolina. Guerra contra los intereses de las cuentas sobregiradas.
Un día abro el diario y veo que una nación rica, aliada a otras naciones igualmente ricas, resuelve invadir una nación pobre pero que tiene un producto muy caro, llamado petróleo, en abundancia. Logré entender mejor cuando me explicaron que era como cuando se jugaba al fútbol en la calle, aquel niñito debilucho que lo invitaban a jugar sólo porque era el dueño de la pelota. Como no era muy simpático y no jugaba muy bien, la salida era sacarle la pelota para que el juego fluyera de acuerdo con el agrado de la mayoría.
Hoy, ya adulto, me doy cuenta de cómo nuestras guerras van perdiendo significado real en la medida en que nuestras piernas crecen. Las guerras migran del placer para la ignorancia, de la pureza para la intolerancia. Billones de dólares, euros y libras son gastados para matar más gente, cuando podrían aminorar el dolor y el sufrimiento, el hambre y la miseria, de otros millones distribuidos por el mundo. Billones son invertidos en productos que no son deseados, en tecnologías que no son usadas, en entrenamiento que no proporciona aprendizaje, en confraternizaciones que no generan integración. Todo porque las naciones tratan a las otras como países, aislándose en torno de sus intereses. Todo porque las empresas tratan a sus colaboradores como movibles, fertilizando el terreno para una guerra civil al no definir sus valores, misión e ideales de forma compartida.
Miramos para al lado y vemos la guerra para saber quién pasará primero el semáforo en rojo, la guerra para determinar quien vencerá la licitación, la guerra contra el narcotráfico, la guerra por la supervivencia. Es entonces cuando vemos que Darwin se equivocó, que la selección no es natural porque la naturaleza quiere, sino porque el hombre así lo desea.
Y entonces, me coloqué delante de mi mayor guerra personal. La de entender porqué las cosas son así. La de comprender cómo me dejé convocar por este ejército de insanos. La de imaginar en cuál punto del espacio y en qué momento en el tiempo me extravié del niño que vivía y amaba la guerra, como ella debería ser.
* Tom Coelho , con graduación en Economía en la USP, Publicidad en ESPM y especialización en Marketing en la Madia Marketing School y en Calidad de Vida en el Trabajo en la USP, es consultor, profesor universitario, escritor y conferenciante. Director de Lyrix Consulting, Director de NJE/Ciesp e VP de AAPSA. Visite el sitio: www.tomcoelho.com.br.
Hola «guerrero»; que bueno quedó este escrito…y un saludo a los responsables del blog.
Salud..!