Llego al hotel y subo al restaurante del primer piso. Hay un espacio gigantesco y solo dos o tres grupos de comensales. Parejas de recién casados que no hablan. Me traen el chelo kebab de siempre con un zumo de no sé qué. Suena de fondo el piano de Richard Clayderman. Hay un silencio tan grande que hasta puedo practicar la mística y traer vivencias del pasado. Pero la comida me coloca y lo que como me trastorna el tiempo. De modo que regreso a la habitación un poco alucinado y como si me hubieran ocurrido cosas legendarias de Oriente.

A veces, la ciudadela fue utilizada como prisión. Hoy, es un museo gestionado por la Organización del Patrimonio Cultural de Irán .
Camino por Taleqani. El palacio octogonal de Khani Kan en medio de los jardines se convirtió después en su tumba. Y ahora es el museo Pars, donde se guardan escrituras cúficas y contratos de matrimonio.
La ciudad me parece vieja y destartalada pero con joyas en medio. No tiene encanto en conjunto, pero tiene maravillas, y sugiere melancolía. Paso delante de infinidad de tiendas que ofrecen las mismas vulgaridades: menaje de casa, pantalones vaqueros, pañuelos, cuchillos. Y los tipos tras los mostradores caóticos no quieren vender y las mujeres tapadas charlan como cotorras.
Llego a una avenida muy grande donde todo lo que se mueve se entrecruza. Y al otro lado hay un santuario con una minarete muy alto. Es el santuario del Rey de la Lámpara. Se llama así porque dicen que el lugar emitía una luz misteriosa que se veía desde muy lejos y al excavar descubrieron la tumba de Ahmad bin Musa. Me sugirió mucho ese nombre cuando lo vi en mi biblia. Me recuerda un cuadro prerrafaelista con un Jesús alumbrando que dice: “Yo soy la luz del mundo”. A saber qué luces necesitamos o en qué noche podemos expandirnos.

Hay que quitarse los zapatos y coger unas zapatillas a la entrada y hay miles de zapatos amontonados y todos los olores de pies posibles. A las mujeres les alquilan un pañuelo en una oficina. Hay un pabellón calado con labores muy finas en mármol. Subo unas escaleras pulidas y entro por una puerta. Dentro está muy oscuro, hay un ambiente hormigueante y alumbran unas vidrieras de colores. Avanzo lentamente por esa penumbra, me fijo en las fantasías de mármol.
En un extremo supongo que está la tumba de alguien y mujeres llenas de mística se aprietan con arrebato a sus bordes. Parece que van a tomarlo todo de ahí y todo lo demás no importa. Hay una anulación de todo en su mirada, no se podría hablar con ellas de otra cosa. Vienen peregrinos de muchos sitios a ese santuario y el fervor es fanático.
Hay un oscurantismo que me produce miedo, y eso que a mí me gusta la oscuridad y la mística. Lo mismo me pasó hace muchos años en un monasterio en Galicia en el que pasé unas semanas, cuando asistí a uno de los oficios de la tarde. Me pareció que los monjes se colocaban en otra dimensión, que anulaban toda la vida, que me llevaban a la tiniebla perfecta. El reino de la fe me daba miedo.
Y ahora ocurre lo mismo en este santuario donde las mujeres se abrazan a la tumba como sarmientos, donde los creyentes parecen soltar en ese mármol la vida entera. Esos fieles no escucharán nada, no harán caso de nada. Me produce vértigo.

Salgo un poco aliviado y cuando bajo las escaleras un joven me ofrece una naranja. Saco la cartera para pagar pero me dice que es un regalo. Hay como una hospitalidad simbólica o mística. Me dice que es un estudiante, me pregunta de dónde vengo. Cuando le digo que de España, parece gustarle, como si España fuera un poco también su patria. Aquí los estudiantes casi siempre estudian cosas religiosas y eso me marea un poco. Y no es que yo rechace de plano la religión, hace años di muchas vueltas para encontrar “Lo santo” de Rudolf Otto.

Hay un patio enorme con una fuente en medio y pabellones con soportales por los cuatro lados. Recorro un espacio grande que parece transmutarme, me acerco a la fuente. Siempre resulta delicioso escuchar caer el agua y estos musulmanes lo saben y hacen de ello poesía. Todo se puede sugerir con el agua. Bordeo un poco los soportales y me siento al borde de los escalones.
Se me acerca un grupo de niños alucinados por mi aspecto extranjero. Quieren hablar conmigo y no saben cómo. Se sientan a mi lado y me preguntan con la mirada, con las sonrisas. Me dicen en inglés: Hello, money, thank you

Pasa un adulto y les dice que no me molesten, pero a mí me gusta verlos. Aunque también me gusta apreciar sin estorbos la belleza del patio y el espacio que se abre al cielo. Y me dejo estar ahí, sin pensar en nada, tratando de que todo llegue.
Me levanto y me pasa lo que tantas veces en tantos sitios. Camino lentamente y el movimiento está lleno de misterio. Que se mueva el minarete, los soportales, la fuente, que cada línea se desplace mientras yo me voy desplazando, el simple enigma de que todo ocurra, de que yo esté aquí.
Y salgo al tumulto de los comercios, el ruido, los coches, los humos, los gritos de los vendedores, tengo que mirar en todas direcciones para que no me atropellen.