Hace 400 años, cuando Miguel de Cervantes se propuso publicar sus Novelas Ejemplares, tenía 66 años. Desde su juventud había cultivado la poesía, tal como reflejan su soneto a la infanta Catalina Micaela y los versos laudatorios que su maestro López de Hoyos le encargó para las exequias de la reina Isabel de Valois. También había realizado incursiones en el teatro, aunque su vocación literaria se vio pronto interrumpida por el traslado a Roma, adonde huyó para evitar que la justicia le cortara la mano diestra por su participación en un lance. En la ciudad eterna sirvió de camarero a monseñor Acquaviva y se alistó en la milicia de la Liga Santa, participando heroicamente en Lepanto, batalla a la que sobrevivió aunque la mano izquierda se le quedó anquilosada de por vida.
Luego vino el cautiverio en Argel, desde los 28 hasta los 33 años, después el rescate que le consiguieron los trinitarios y, aunque el retorno a España no estuvo exento de dificultades, tuvo la genialidad de encontrar, en los momentos de confraternización y en los desenlaces penosos, lúcidos hitos de inspiración con los que fue dando cuerpo a los personajes divisados desde la máscara del escritor.
Cervantes se pone a redactar las Novelas Ejemplares animado por la celebridad proporcionada por la primera parte de El Quijote. Desde que entregara en el taller madrileño de Juan de la Cuesta la historia del hidalgo manchego, la obra había resultado todo un éxito, ahí están las traducciones al inglés en 1612 y al francés en 1613. Pero el hijo del barbero sangrador era poco conformista, no se detuvo al prever el triunfo y quiso innovar. Por eso, no se arredró al presumir de ser el pionero en novelar en castellano, reclamando para sí el premio de la originalidad por escribir relatos cortos en español a la par que, en un acto de honradez y humildad, reconocía la prioridad histórica de las piezas narrativas compuestas en lenguas extranjeras, refiriéndose tácitamente a los novellieri italianos.
Realmente, en la tradición de narraciones breves españolas, no existía algo parecido a las colecciones de novelle italianas o al repertorio francés de Margarita de Navarra. En la época en que se publica la serie cervantina, la novela- nombre que procede de las novedades de la contemporaneidad que ofrecían estos cuentos– no era un género bien visto. En la balanza del decoro, los placeres de Boccaccio pesaban demasiado en su contra. De ahí que, en el título insistiera en la decencia del compendio, Novelas ejemplares de honestísimo entretenimiento, y en el prólogo hiciera una defensa a ultranza del carácter instructivo de sus composiciones.
Pero a menudo lo prohibido es lo que marca tendencia. Por ello, durante el siglo XVI se editaron en España las versiones de El Decamerón, así como Las noches agradables de Straparola, las Novelas de Matteo Bandello y los Hecatommithi de Giraldi Cinthio, traducciones que atestiguan el auge novelístico fuera de la Toscana. También el valenciano Juan de Timoneda había editado con acierto títulos como Sobremesa y alivio de caminantes, Buen aviso y portacuentos y El patrañuelo, si bien su papel consistía en aclimatar al ambiente ibérico argumentos y personajes del Adriático, a diferencia de Cervantes que se proponía forjar sus propios tipos con los que narrar nuevas historias.
También en casa de Juan de la Cuesta tuvo lugar la impresión de las Novelas Ejemplares. Son muchos los aspectos de los doce relatos que llaman la atención. Uno es la ausencia del recurso tradicional del marco, que tenía la función de dar coherencia espacio-temporal al conjunto. Sólo analizando detenidamente la colección, puede colegirse que el prólogo del tomo y el final de El coloquio de los perros acotan el devenir de la trama, al aconsejar al principio el autor el aprovechamiento moralizante y cerrar el volumen el diálogo en el que el licenciado Peralta incita a Campuzano a recrear los ojos del cuerpo en el Espolón, después de haber entrenado con la lectura las pupilas del entendimiento.
Apreciamos en el elenco, historias en las que prevalece la necesidad del matrimonio- Las dos doncellas y La señora Cornelia-, en El amante liberal se rememoran los apuros del cautiverio, en La fuerza de la sangre, La ilustre fregona y La española inglesa se ensalza el valor de la mujer y, en otras, fuertemente vinculadas con lo social, como Rinconete y Cortadillo, El licenciado Vidriera, El celoso extremeño, El casamiento engañoso y El coloquio de los perros, el amor es un sentimiento que queda relegado a un episodio accidental. Es la tónica de los relatos cervantinos, por cuyas páginas desfilan tanto individuos que integran las élites políticas de la España de los Austrias como grupos marginados- gitanos y moriscos- que habían sido objeto de sendos edictos de expulsión en 1539 y 1609.
Ambientadas en la fase final del esplendor de Felipe II y en la crisis que azotó el reinado de su hijo, con pobreza extrema en el campo y en la ciudad y conflictos por la dominación del Mediterráneo, todas las piezas se entremezclan en lo relativo a cronología. De esta manera, resulta paradójico que las dos últimas novelas citadas, las cuales suponen el epílogo de la colección, son de 1606-1610, mientras que La Gitanilla, que abre el libro, es de 1610-1611, algo por otra parte bastante habitual en el día a día del escritor.
Cuando ya no puede soñar, Don Quijote muere, como enferma el alférez Campuzano de El casamiento engañoso y como fallece el anciano Carrizales, en El celoso extremeño. No obstante, advertimos en varias de las novelas que el final queda inconcluso. En Rinconete y Cortadillo los protagonistas deciden abandonar la cofradía para permanecer el menor tiempo posible involucrados en la vida delictiva, pero el espectador nunca sabrá qué sucedió cuando se ocultó la luna. En El licenciado Vidriera la cordura acaba con el halo de misterio que el membrillo toledano le había otorgado a Tomás Rodaja y éste fallece en Flandes tras alcanzar la gloria de las armas. En El coloquio el lector tampoco alcanza a saber el motivo real por el que los perros hablan.
La hipocresía es el defecto que con mayor insistencia critica el alcalaíno en las novelas. Un defecto que casa a la perfección con el disimulo- el signo del Barroco-, ejemplificado en las falsas apariencias de los hidalgos y en los juegos del arte del trampantojo. El licenciado Vidriera se ocupa de señalar los defectos de los principales oficios y la bruja Cañizares se viste de devota y va a misa aunque continúa celebrando sus rituales en la clandestinidad. Nadie se libra en la edad de Cervantes del sarcasmo ni de la ironía, pero a la vez todo individuo precisa de la sociedad para configurar su identidad y, cuando ésta lo abandona, se ve abocado a buscar otra ruta de subsistencia.
Al final de su trayectoria, Cervantes había publicado cuatro obras en prosa. De 1585 data la novela pastoril La Galatea, de 1605 la primera parte de Don Quijote y de 1615 la segunda parte de su obra maestra. A ellas se sumarían a título póstumo en 1617 Los trabajos de Persiles y Segismunda.
Sigmund Freud conoció El coloquio de los perros. Desde 1871, escribió a su amigo Eduard Silberstein con el seudónimo de Cipión, el escuchante universal. Todo el diálogo filosófico nos remite al Hospital de la Resurrección de Valladolid y, mediante la conversación, afloran del subconsciente de Berganza los traumas. En gran medida Cipión es el psicoanalista clásico que, al tiempo que se ratifica en la visión racional y optimista de la vida, trata de sacar a la luz de la consciencia sus temores y deseos. Una experiencia, la del diálogo que, a través de Cervantes, nos permite captar el impagable legado que dejó al pensamiento occidental la mayéutica socrática.
LA ALCAZABA 44
Un artículo que te llena y te incita a descubrir o redescubrir las páginas de la obra más importante que junto a La Galatea, escribiera ese dueño de las palabras de todos aquellos que hablamos español, nuestro amigo Cervantes. Te doy las gracias María Lara por ello. Seguiré tus artículos.
Me alegro, Dora, de que hayas disfrutado leyendo mi artículo. Saludos, María.