Vamos al lugar de mi nacimiento, cuando un doce de julio granadino el sol implicome en la luna… “ Así comienza mi libro “La Sabia Insinuación de las Cosas” refiriéndose este fragmento al viaje que cada verano nos llevaba a Campo Cámara, un pueblo de la provincia de Granada, lugar donde transcurrieron los tres años de mi infancia y donde aún retornamos cada verano.
Allí admiré la belleza y sentí nacer también la poesía. En este libro tuve la necesidad de rescatar con la memoria pequeños episodios donde el sentimiento de pérdida se compensa, con el pozo de la recuperación de aquellas vivencias a través de la palabra. Pero hoy no me quiero detener tanto en el lugar donde mi madre tuvo dolores de parto y por vez primera vez vi la luz. Hoy quiero a vuelo pluma rescatar aquellas imágenes que levitaban en mis sueños de niña sobre la ciudad de Granada. Enamorada de ella por las imágenes del almanaque que mi abuela tenía en la cocina. También hubo un personaje importante de Granada en el mundo de los sueños de aquella niña y ese fue Federico García Lorca. En cuarto o quinto curso, en la asignatura de lengua, había leído algo de su poesía y al conocer que era granadino, se alimentó más mi deseo de conocer Granada, la tierra donde había nacido el escritor que tanto me conmovía con su lectura. Estas y otras experiencias me llevaron al mundo lírico de la vida.
Muchos años después tuve la suerte de conocer a Luis Rosales, pocos años antes de su muerte, poeta también granadino. Yo era una joven de 19 años con mi segundo libro a punto de ver la luz, “Granada abriéndose” título que tuve el honor del que el mismo Luis Rosales le diera nombre. Cuando acudía a su casa me recibía recitando un poema mío de memoria y eso me llenaba de ilusión, también me hablaba mucho de García Lorca. Fue hermoso contar con su amistad.
Cuando por fin conocí la ciudad granadina y aquellas fotos del calendario que mi abuela tenía en la cocina se hicieron realidad, quedé deslumbrada con la asombrosa consonancia de la arquitectura y la naturaleza, las dos rivalizaban en belleza y a cual más hermosa. Desde aquel viaje mis visitas se han repetido con frecuencia, una vez conocida Granada, no se puede escapar al embrujo de esta tierra. La poesía asoma en cada panorámica y cada detalle. Sierra Nevada oleo de nieve que impregna el horizonte, la Alhambra de almenas como mares de dunas recortadas por la luna. La Sala de las Dos Hermanas, irisaciones de trémulo esplendor, labrados divinos de majestuoso silencio. La Sala de los Abencerrajes de azules y oro, una tenue luz ilumina los mocárabes, como una lumbre helada, hechizada de melancolía. El dócil canalillo de agua se encamina al Patio de los Leones, mudo rugido de la estática piedra. El Patio de la Acequia, donde manan surtidores heridos de agua. Al lado de los pabellones germinan en las hortalizas y crecen almendros floridos, tesoros efímeros de la primavera, granados como labios rojos posados en la tarde callada, olivos teñidos de luna y altivos cipreses, velando el hermoso rostro de la Alhambra. Perfumes lujuriosos danzan como doncellas en los pétalos de las flores.
Corren por los muros de la escalera del agua un arroyo de sombras níveas. El agua bendita transita por todas partes, como dice Pedro Rosellón “… mana desde el pequeño caño de la Fuente del Avellano. Aquellas aguas, que pregonaban los aguadores de Granada, por toda la ciudad, la humilde fuente entre álamos y avellanos a la que cantó Antonio Molina: <Al pie del Generalife/ en las márgenes del Darro/ hay una fuente famosa/ la Fuente del Avellano> La misma fuente que discurre por las aguas frías del Darro”. El descanso, el placer y el sosiego en este palacio en el Valle del Valparaíso, por encima de las cuevas del Sacromonte donde habita el cante jondo y en la noche se presenta en el eco del verano. La panorámica de los Cármenes vistos desde la Alhambra, casas enjalbegadas, patios empedrados, polen de oro y azucenas blancas; geranios amarillos y pálidos rosas; lirios conforme en su tonalidad morada, como un arrullo de paz en las tardes solitarias. Del Patio de los Arrayanes, el perfume de los mirtos y estanque de agua que luce sereno, tocado por la luz y sus chispitas relucientes. Muchas cosas se quedan en el tintero en este paseo por Granada de mano de la palabra, del recuerdo de la niñez y de todas las visitas que hago siempre que puedo, contemplando la mágica arquitectura boquiabierta como si fuera la primera vez.
Este verano mismo he escapado para visitar a Granaday mientras me perdía por las calles de la melancolía y estaba anocheciendo de vuelta al hotel, acudieron los bellísimos lugares que había vuelto a visitar incansable en el encandilamiento; recordando cada rincón granadino, los surtidores de agua aun borboteaban en mi cabeza; la melodía de los canalillos que se encaminaban al Patio de los Leones, el Mirador de las Hermanas al que dije adiós con un suspiro y un último vistazo por la ventana, que da al umbrío patio donde resplandece una preciosa fuente y dando rumbo a mi imaginación me inventé una historia… La fuente que allí había, en realidad eran dos hermanas encantadas, por sus llantos infinitos con los que lamentaban su destino como mujeres en un mundo masculino y sanguinario. El Sultán, harto de tanto lloriqueo, las mandó decapitar para no perder la costumbre, y enterró sus cuerpos en el lugar donde surgió la fuente que aún hoy mana en el patio y se desasirá el encantamiento cuando las mujeres en la faz de la tierra sean libres del injusto destino del sometimiento. Sueños aparte, seguí en mi retorno hacia la habitación del hotel, evocando al sol de oro que alumbraba los muros de adobe del palacio y el atardecer granadino en tonos de rosa iluminando la esplendida panorámica de la ciudad y la majestuosa catedral renacentista. Entre tanta añoranza de los bellos momentos me sobresaltó la triste realidad existencial de que algún día, cualquier día dejaremos de contemplar la belleza, porque todo muere, la rosa que se marchita, las hojas de los arboles que caen, las ultimas notas de un violín, todo es bello porque muere como señaló el gran poeta inglés Keats, he ahí la paradoja de la vida. Un día yo también me iré y dejaré de sentir las terribles sacudidas de belleza y perfección que la naturaleza y el ser humano pueden crear. Miré al cielo estrellado como esperando un vestigio de eternidad para calmar mi espíritu antes de entrar en el hotel; titilaban las estrellas y me sobrecogió el universo en su serena inmensidad.
Revista 49